VÍDEO - PARTE DOS
Tema: Apocalipsis. Título: La iglesia tibia – Laodicea. Texto: Apoc. 3: 14 – 22. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz.
La iglesia de Laodicea representa la tibieza espiritual y el autoengaño que puede afectar a los creyentes. A pesar de su aparente prosperidad material, su estado espiritual era deplorable ante los ojos de Dios. El llamado a la conversión, la búsqueda de tesoros celestiales y la necesidad de un arrepentimiento genuino son urgentes. Jesús, con amor y paciencia, invita a la iglesia a abrirle la puerta y restaurar una relación íntima con Él. La promesa de comunión y victoria es un recordatorio de que siempre hay esperanza para aquellos que están dispuestos a cambiar.
La iglesia tibia – Laodicea.
Apoc. 3: 14 – 22.
La fe, en la gran sinfonía de la historia humana, ha sido muchas cosas: una espada de cruzado, una roca de refugio, un grito de batalla en el alma del oprimido. Y las iglesias, esos templos levantados por la mano del hombre para albergar el corazón de Dios, han sido a su vez espejos de esta misma complejidad. Han sido fortalezas asediadas por la herejía, faros de luz que han guiado a los desamparados en la oscuridad, y oasis de amor en el desierto del desprecio. Pero de entre todos los arquetipos de la fe, de entre todas las formas que la iglesia ha adoptado, hay uno que se erige no como un ejemplo de virtud, ni como un bastión heroico, sino como un reflejo inquietante de la peor de las plagas espirituales: la tibia. Y la carta a la iglesia de Laodicea, en el majestuoso y terrible libro del Apocalipsis, no es solo un reproche a un grupo de creyentes en una ciudad antigua, sino una advertencia atemporal, una radiografía brutal del alma que confunde la prosperidad material con la bendición divina, y la comodidad del ritual con la pasión de la fe. No se le elogia nada a esta iglesia, ni su resistencia, ni su pureza doctrinal. Y esto, en sí mismo, es una declaración tan lapidaria como cualquier condena.
El mensaje comienza, como cada una de las cartas a las iglesias, con una descripción del Cristo resucitado, una revelación de Su naturaleza que establece el tono y la autoridad de lo que se dirá a continuación. Jesús se presenta con una triple e inexpugnable identidad. Se le llama “el Amén”, esa palabra que sella la verdad, que proclama el final y la certeza de toda promesa, que es la consumación de toda revelación. . Es la última palabra, la final, la inmutable. Luego, se le llama “el testigo fiel y verdadero”, una figura que no miente, que no se deja seducir por las apariencias, que no es engañado por el autoengaño de los hombres. Su testimonio no está sujeto a la falibilidad humana, no es el resultado de una perspectiva sesgada o de un juicio imperfecto. Es la verdad desnuda y completa. Y finalmente, se le describe como “el principio de la creación de Dios”, no en el sentido de ser una criatura, sino como la fuente, la causa originadora de todo lo que existe. En Él, y por Él, fueron creadas todas las cosas. Esta triada de títulos no es una simple introducción poética. Es el fundamento de la reprensión que está por venir. Porque si Jesús es el Amén, el testigo fiel, y el principio de todo, entonces Su juicio no es un capricho divino, sino la verdad absoluta y confiable, una verdad que la iglesia de Laodicea no podría refutar con sus excusas o su autosatisfacción. El mensaje a esta comunidad es una verdad que, aunque les resulte incómoda y devastadora, es la única realidad que deben enfrentar.
Y el corazón del mensaje, la reprensión que no tiene parangón en las otras cartas, se centra en un solo punto: la tibieza. El Señor les dice, con una franqueza que quema: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío, ni caliente. ¡Ojalá fueses frío, o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.” Este pasaje nos revela tres estados espirituales, tres posturas ante la fe que definen el alma humana. El frío es aquel que no es creyente, el que vive en la ignorancia o en el rechazo deliberado del evangelio. Su juicio, aunque inevitable, se basa en la ausencia de la luz que no recibió. El caliente es el creyente que arde, que vive en el fervor de un compromiso genuino, que está lleno de una pasión que lo consume por su Señor. Y luego está el tibio, el que conoce la Palabra, que ha escuchado el llamado, que ha caminado por los pasillos de la iglesia, que se ha sentado en los bancos, pero que no ha entregado su corazón. Su vida es un compendio de concesiones, una mezcla de lo sagrado y lo profano, una coexistencia pacífica entre el evangelio y el mundo. Es la mediocridad espiritual elevada a un arte, una fe que no desafía, que no exige, que no transforma. Y para el Señor, este es el peor estado de todos.
La tibieza es peor que la frialdad por una razón fundamental: es repugnante para Dios. La expresión “te vomitaré de mi boca” es una metáfora visceral, una imagen que nos sacude hasta la médula. . El agua fría, en la antigüedad, se usaba para refrescar y para beber. El agua caliente se usaba para curar y para sanar. Pero el agua tibia, para el viajero sediento en el calor del desierto, no es ni lo uno ni lo otro. Es un estado insípido que no sirve para nada y que provoca náuseas. Así es el alma que ha conocido a Cristo y vive sin compromiso. Es repugnante porque pisotea el sacrificio de la Cruz. Es un acto de profunda ingratitud, una declaración silenciosa de que la sangre derramada por el Hijo de Dios no es lo suficientemente valiosa como para exigir un cambio radical de vida. Quien es tibio se sienta en la barca de la gracia, pero no rema. Acepta el regalo de la salvación, pero no vive para el Salvador. Y esta inercia espiritual es una afrenta más profunda que la ignorancia del no creyente. Porque el tibio ha visto el rostro de la gracia y ha elegido la conveniencia. El no creyente puede ser un alma perdida en la oscuridad, pero el tibio es un alma que ha visto la luz y se ha conformado con vivir en el crepúsculo. Por ello, su condenación es la peor de todas, una condena reservada para aquellos que han tenido el conocimiento, la oportunidad y la bendición de la revelación, y han optado por la indiferencia.
Y el autoengaño de la iglesia de Laodicea era el motor de su tibieza. Ellos se veían a sí mismos como un modelo de éxito y prosperidad. "Tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad". Sin duda, esta era una iglesia con una gran riqueza material. Laodicea era una ciudad próspera, un centro comercial, una meca de la banca y de la industria textil. Se enorgullecían de su prosperidad y creían, con una convicción que es un eco de nuestra propia época, que la bendición de Dios se medía en la acumulación de bienes. Y en su arrogancia, llegaron a la conclusión de que no necesitaban nada. Que eran autosuficientes. Pero el juicio de Dios, el Amén, el testigo fiel y verdadero, era radicalmente opuesto. La reputación que ellos tenían de sí mismos era una ilusión. La reputación que Dios tenía de ellos era devastadora: "tú eres desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo". . Eran desgraciados, dignos de lástima, desposeídos, sin visión espiritual y sin la cubierta de la santidad. La prosperidad material, lejos de ser un signo de bendición, se había convertido en un veneno que los había cegado a su verdadera condición. Confundieron la opulencia con la bendición, el éxito terrenal con el favor divino. Su tibieza no era solo una falta de pasión, sino un síntoma de su autoengaño, de una profunda ceguera espiritual que les impedía ver su propia miseria.
Pero la gracia, incluso ante la más severa de las reprensiones, siempre abre la puerta a la restauración. Dios no es un juez que solo condena, sino un Padre que corrige. Y el consejo que le da a esta iglesia moribunda es un faro de esperanza. "Yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y colirio para ungir tus ojos para que veas". En estas palabras, se encuentran los tres remedios para el alma tibia y autoengañada. Primero, deben buscar el verdadero tesoro. El oro refinado en el fuego no es la riqueza de este mundo. Es la riqueza del reino de los cielos, una riqueza que se obtiene no con la acumulación de bienes, sino con una vida ferviente de oración, de estudio de la Palabra, de comunión con el Creador. Es el tesoro de un corazón que arde en pasión por Dios, una riqueza que no se puede medir en billetes, sino en la profundidad de la vida espiritual. Segundo, deben buscar la santidad. Las vestiduras blancas son el símbolo de las buenas obras, de la pureza moral, de la justicia que viene del sacrificio de Cristo y que se manifiesta en la vida del creyente. . El autoengaño de la prosperidad material había dejado a esta iglesia desnuda, despojada de la cubierta de la santidad. El remedio es vestir, con la humildad del arrepentimiento, el ropaje de una vida que agrada a Dios. Y tercero, y quizás el más crucial de los consejos, es la necesidad de una visión clara. Laodicea era famosa por su colirio, un ungüento para los ojos que se exportaba por todo el mundo. Y Jesús, con una ironía penetrante, les dice que compren de Él el verdadero colirio. Este colirio, esta medicina para el alma, no es otra cosa que un minucioso examen de conciencia a través de la verdad implacable de la Palabra de Dios. Es el ungüento de la honestidad, que les permitiría ver su miseria, su pobreza y su desnudez. La sanidad comienza con la verdad. Y esa verdad es un acto de gracia que se nos da para que, al ver nuestra propia condición, podamos clamar por misericordia.
La reprensión termina, como una corrección de un padre a un hijo amado, con una promesa. "Porque yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete". El juicio no es el fin del camino, sino una llamada al arrepentimiento. Y en el último versículo, la carta se transforma en un poema de amor que nos quita el aliento. "He aquí, yo estoy a la puerta y llamo". La escena es conmovedora. . El Cristo glorificado, el Señor de la creación, el Rey de Reyes, no irrumpe en el templo que lleva Su nombre. En cambio, se para afuera, como un mendigo de amor, y llama. La autosuficiencia, la tibieza, el autoengaño, han expulsado a Jesús de su propia iglesia. Han cerrado la puerta de su corazón, y el Señor, con infinita paciencia, está esperando. La invitación es íntima, personal. "Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo". La promesa es la restauración de la comunión, una intimidad tan profunda como la de una cena, una comunión que es el antídoto perfecto para el aislamiento del autoengaño. Y finalmente, para el vencedor, para aquel que escuche la voz, para aquel que se arrepienta y abra la puerta, la promesa es la más alta de todas. "Al que venciere, yo le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono". La recompensa por vencer la tibieza no es solo la comunión, sino el reinado. La victoria sobre la complacencia se convierte en la entrada al trono de la gloria.
La iglesia de Laodicea no es una reliquia del pasado, sino un espejo para el presente. Representa la tibieza espiritual y el autoengaño que puede plagar a los creyentes en cualquier época. Su aparente prosperidad material es una fachada que oculta una terrible pobreza espiritual. Su mensaje es un llamado urgente a la conversión, a buscar los tesoros del cielo por encima de los de la tierra, y a someterse a la honestidad brutal del autoexamen. Jesús, con un amor que se atreve a corregir y una paciencia que se atreve a esperar, invita a la iglesia a abrir la puerta de su corazón y a restaurar una relación que ha sido eclipsada por la comodidad y el orgullo. La promesa de comunión íntima y de victoria final es un faro de esperanza para todos aquellos que, al ver el reflejo de su propia tibieza, deciden con valentía arrancar la raíz que los está consumiendo. Y al final del día, la decisión es personal. ¿Estamos dispuestos a abrir la puerta?
No hay comentarios:
Publicar un comentario