Tema: Adoración. Título: La Iglesia que pierde el primer amor: La Advertencia de Cristo que Todo Creyente Debe Escuchar Hoy Texto: Apocalipsis 2: 1 – 7. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz
I. DESCRIPCIÓN (Ver 1).
II. ELOGIO (Ver 2 – 3, 6).
III. RECLAMO (Ver 5).
IV. REPRENSIÓN (Ver 5).
V. PROMESA (Ver 7).
Nos encontramos en tiempos donde muchos corazones se enfrían, donde la rutina suplanta la pasión, donde las estructuras permanecen, pero la llama que las sostenía se desvanece. Es una época en la que es fácil caer en la tibieza, disfrazarla de madurez, y confundir el cansancio del alma con la supuesta estabilidad del creyente. Vivimos días en que muchas iglesias se sostienen por la costumbre, por la inercia de los programas, por los eventos que se repiten cada año, por el nombre que alguna vez brilló y que aún se menciona con orgullo. Pero por dentro, hay vacío. El fervor se ha dormido, la adoración se ha vuelto mecánica, el amor se ha enfriado. Por eso, escuchar lo que el Espíritu dice a las iglesias nunca fue tan urgente como hoy.
La iglesia de Éfeso es el espejo que necesitamos mirar. No es un retrato lejano de una comunidad antigua; es la radiografía espiritual de muchos creyentes modernos. Era una iglesia trabajadora, doctrinalmente sana, perseverante, activa, pero con un diagnóstico grave: había dejado su primer amor. Y ese abandono lo cambia todo. ¿Cuánto se puede lograr sin amor? ¿Qué valor tiene una iglesia activa si el motor que la impulsa ya no es el amor a Cristo?
Jesús se presenta como el que tiene las siete estrellas en su diestra y que camina en medio de los siete candelabros de oro. Él sostiene a sus mensajeros, a sus pastores, en su mano poderosa. Están en su diestra, símbolo de autoridad, cuidado y elección. Él los guarda, los guía, los fortalece. Pero también camina entre los candelabros, que representan a las iglesias. Cristo no es un observador lejano. Él no se ha alejado, no se ha desentendido. Camina entre nosotros. Examina con amor y con celo cada rincón de nuestras congregaciones. Conoce nuestras palabras, nuestras intenciones, nuestras acciones. Nada escapa a sus ojos de fuego.
Y al caminar entre nosotros, Él ve, y también habla. La iglesia de Éfeso recibe elogios sinceros y profundos. Cristo reconoce su arduo trabajo, esa entrega que consume fuerza, tiempo y energía. No era una iglesia perezosa. Era una iglesia comprometida con la obra, con el ministerio, con el esfuerzo constante. Se había esforzado con la sangre, el sudor y las lágrimas que la obra de Dios muchas veces demanda. Y Cristo lo ve. Y Cristo lo valora. En un mundo donde la pereza espiritual crece, Él aún recompensa a quienes trabajan con entrega.
También ve su paciencia, esa capacidad de seguir adelante cuando el camino se vuelve difícil. Perseveraban en medio del desánimo, de la persecución, de las dificultades cotidianas. No abandonaban. No retrocedían. Seguían firmes, aún cuando el cansancio y la incomprensión golpeaban. Perseveraban porque sabían en quién habían creído. Sabían que no trabajaban para los hombres, sino para el Dios que todo lo ve.
Además, Éfeso era una iglesia con discernimiento. No todo lo aceptaba. Probaban a los falsos apóstoles, examinaban sus palabras y acciones, y cuando encontraban error, lo confrontaban. No se dejaban llevar por lo llamativo o lo numeroso. Defendían la verdad. Sostenían la sana doctrina. Odiaban las obras de los nicolaítas, que mezclaban la fe con la mundanalidad. Y Cristo no ignora esto. Él también odia esas obras. No a las personas, pero sí a las prácticas que desvían del camino recto. ¡Cuánto necesitamos hoy esta clase de discernimiento! En una época donde todo se tolera, donde se predica un amor sin verdad, donde se relativiza el pecado y se diluyen las convicciones, necesitamos el valor de amar la verdad y de resistir la mentira.
Sin embargo, en medio de tanto elogio, hay un reclamo que lo cambia todo. Un reclamo que perfora el alma: “Has dejado tu primer amor”. No lo perdiste. Lo dejaste. Y dejar algo implica una decisión, consciente o inconsciente, pero decisión al fin. Ellos seguían trabajando, seguían sirviendo, seguían defendiendo la verdad. Pero ya no lo hacían por amor, al menos no con el mismo amor con que empezaron. Algo se había apagado. El fervor inicial se había transformado en rutina. El deleite se había vuelto deber. La pasión se había tornado en programación.
Esta es la tragedia de muchas iglesias y muchos corazones. Se puede estar ocupado en la obra de Dios, y al mismo tiempo estar alejado del Dios de la obra. Se puede cantar, predicar, servir, liderar… sin fuego. Y nadie lo nota al principio. Porque la estructura sigue, los ministerios continúan, los programas no se detienen. Pero algo se ha quebrado dentro. El alma ya no arde. El corazón ya no se derrite en adoración. Ya no hay lágrimas cuando se canta. Ya no hay temblor cuando se abre la Palabra. Ya no hay anhelo en la oración. Y aunque nadie lo diga, se nota. En la mirada, en la manera de hablar, en la forma de servir. El amor ha menguado. El primer amor se ha abandonado.
¿Cómo se llega a esto? A veces por las heridas que deja la gente. Chismes, ingratitudes, traiciones, palabras que desgarran, indiferencias que matan el alma. A veces por las falsas expectativas. Se pensaba que servir a Dios era de una forma, y la realidad choca con ese ideal. Otras veces es la rutina la que enfría. Hacer lo mismo cada semana, sin renovarse, sin buscar nuevas formas de expresar el amor a Dios. Otras veces es el pecado, silencioso, tolerado, que va robando el afecto por las cosas de Dios. Y muchas veces, es simplemente perder de vista para quién se hace todo. Cuando se deja de mirar a Cristo y se empieza a mirar al hombre, todo se vuelve árido. El gozo se pierde. El sentido se diluye.
Cristo no ignora esta condición. No la minimiza. No dice “bueno, al menos siguen sirviendo”. No. Él lo llama por su nombre: has caído. La pérdida del primer amor es una caída. Es pecado. Porque amar a Dios con todo el corazón, alma, mente y fuerzas no es una opción: es el primer mandamiento. Y cuando ese mandamiento se transgrede, no importa cuánto activismo quede, se ha fallado.
Pero el mensaje no es condena, es llamado. Llamado a volver. Cristo no cierra la puerta. Él dice: recuerda, arrepiéntete y haz las primeras obras. Recuerda. Haz memoria. Piensa en cómo era tu vida cuando conociste a Jesús. ¿Te acuerdas de esas primeras oraciones? ¿De esos cantos que salían con lágrimas? ¿De ese deseo incontenible por leer la Palabra? ¿De esa urgencia por hablarle a otros de Cristo? ¿De ese temblor al entrar en su presencia? Recuerda. Porque recordar reaviva. Recuerda de dónde caíste. Y arrepiéntete. Reconoce que te alejaste. Que te enfriaste. Que lo cambiaste por otras cosas. Que el amor se convirtió en obligación. Que lo que era deleite ahora es carga.
Y haz las primeras obras. Vuelve a lo sencillo. Vuelve a lo que hacía latir tu corazón. Lee la Biblia no porque toca, sino porque tienes hambre. Ora no por costumbre, sino porque no puedes vivir sin hablar con Él. Canta no por llenar un espacio, sino porque tu alma quiere estallar en gratitud. Sirve no por compromiso, sino por pasión. Ama a la iglesia, aunque duela. Abraza el llamado. Regresa a casa.
Si no se hace esto, Cristo es claro: Él quitará el candelero. No es amenaza vacía. Es advertencia de amor. Él prefiere iglesias pequeñas llenas de amor antes que templos grandes vacíos de pasión. Él prefiere pocos fieles con fuego, que muchos tibios sin convicción. Si no se recupera el primer amor, la presencia se retira. Y sin Su presencia, todo lo demás sobra. No se trata de números. Se trata de amor. No se trata de impacto. Se trata de fidelidad. No se trata de hacer. Se trata de ser. Cristo quiere una iglesia que lo ame. Más que doctrina correcta. Más que programas eficientes. Más que actividad intensa. Él busca una novia enamorada. Un pueblo que lo anhele. Que lo adore. Que lo espere.
Y para quien responde al llamado, hay promesa. Para el que venciere, para el que luche contra la frialdad, contra la apatía, contra el desánimo, hay una recompensa eterna: el árbol de la vida en el paraíso de Dios. La vida eterna no será solo duración, sino calidad: será comunión plena con Aquel que nos amó primero. Comer del árbol de la vida es recuperar lo que se perdió en el Edén. Es vivir sin separación. Sin muerte. Sin pecado. Es vivir adorando, sin estorbos, sin distracciones, con el corazón ardiendo para siempre. Y esa promesa vale todo esfuerzo.
Hoy, la pregunta es personal. ¿Cómo está tu primer amor? ¿Vas a la iglesia, pero tu alma está lejos? ¿Sirves, pero ya no te emociona? ¿Cantas, pero tu corazón no se quebranta? ¿Lees la Biblia, pero no arde tu interior? Cristo no busca una iglesia perfecta. Busca una iglesia enamorada. Y si algo se ha perdido, Él quiere restaurarlo. Si algo se ha enfriado, Él quiere avivarlo. Pero no lo hará sin ti. Tienes que volver. Tienes que recordar. Tienes que arrepentirte. Tienes que renovar.
La iglesia de Éfeso decayó, no porque dejó de servir, sino porque dejó de amar como antes. Y esa es la decadencia más sutil, pero también la más peligrosa. No dejes que eso te ocurra. No permitas que tu alma se seque en medio del servicio. No permitas que el hábito sustituya al fuego. Vuelve a ese lugar donde todo comenzó. A ese altar donde lloraste por primera vez. A ese rincón donde sentías que el cielo descendía. Vuelve. Y Él te esperará. Con brazos abiertos. Con ojos de amor. Con el mismo fervor con que te amó desde el principio.
Porque a fin de cuentas, todo se trata de amor. No de un amor abstracto o romántico, sino de un amor real, que se expresa en obediencia, en pasión, en entrega. Un amor que arde, que transforma, que sostiene. Un amor que no se apaga. Un amor que recuerda que servir es un privilegio. Que adorar es un deleite. Que vivir para Él es la única vida que vale la pena.
Hoy es el día para reavivar ese amor. No mañana. No cuando haya más tiempo. Hoy. Recuerda. Arrepiéntete. Haz las primeras obras. Y la promesa será tuya: el árbol de la vida, la eternidad, el gozo que nunca terminará.
Que no decaiga tu iglesia. Que no se apague tu fuego. Que tu amor sea tan fuerte hoy como aquel primer día en que lo miraste y todo cambió para siempre.
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