La descripción que inaugura el mensaje a Pérgamo es de una autoridad inquebrantable, una visión que corta el aliento y la resistencia, que no permite evasiones: “El que tiene la espada aguda de dos filos”. Esta expresión, que ya habíamos encontrado en la majestuosa y sobrecogedora visión de Cristo mismo en Apocalipsis 1:16, no es una mera figura retórica. Es una clara alusión a las palabras que salen de la boca de Jesús, el Logos encarnado, el Verbo que se hizo carne. Es decir, la Palabra de Dios. Lo contenido, no en los pergaminos de los hombres, en las tradiciones efímeras, sino en la Biblia, ese libro que es más que un libro, el soplo divino que se hizo letra, la voz de Dios escrita para el hombre. Pero nótese la característica especial de esta espada aquí, en el contexto de Pérgamo: no es una espada cualquiera, de un solo filo, menos mortífera, que solo hiere en una dirección. Es una espada de dos filos, mucho más poderosa, mucho más incisiva, capaz de cortar en ambas direcciones, de penetrar hasta la división del alma y el espíritu, de las coyunturas y los tuétanos, de discernir los pensamientos y las intenciones del corazón. Así es la palabra que sale de la boca de Jesús: poderosa, sí, capaz de crear y de sostener el universo, pero también mortal, capaz de juzgar y de condenar. Una palabra que hiere, que enjuicia, que penetra la oscuridad más densa y revela la verdad más incómoda, la que se esconde en los rincones del alma. Este es un título especial, un apelativo que el Señor elige cuidadosamente para esta iglesia en particular, un epíteto que no es casual, pues su problema más profundo, como veremos más adelante, tiene que ver precisamente con seguir la palabra de Jesús, o con la falta de ella, con la dilución de su filo en los compromisos del mundo, en las concesiones a la cultura circundante. Es una elección deliberada del título de Cristo, un presagio, un anuncio, de la confrontación venidera, de la necesidad de un juicio que corte la infección.
A pesar de la sombría introducción, a pesar de la espada de doble filo que pende sobre ella, la carta a Pérgamo contiene un elogio, un reconocimiento de la resistencia que, incluso en la enfermedad, en la debilidad, se mantuvo firme. Esta comunidad, al igual que la iglesia de Esmirna, no era ajena al fragor de la persecución por su fe. El sufrimiento, esa fragua del espíritu que purifica y templa, había tocado sus vidas de manera palpable. Y la carta nos da un nombre, no un simple dato en un registro, sino el eco de un mártir, un testigo que selló su fe con sangre, un nombre que resuena con la eternidad: Antipas. “Mi testigo fiel Antipas”, así lo nombra el Señor, un título que lleva el peso de la fidelidad probada hasta la muerte, una corona que no se marchita. De nuevo, la razón por la que eran perseguidos provenía del imperio romano, con su exigencia innegociable de lealtad absoluta al César, de adoración al emperador como dios, y del paganismo rampante que impregnaba cada aspecto de la vida en Pérgamo, desde el mercado hasta el hogar. El mensaje nos habla de esa ciudad, Pérgamo, no con un simple calificativo geográfico, sino como un lugar donde se encontraba el trono de Satanás. ¿Por qué este apelativo tan ominoso, tan cargado de oscura significación, tan perturbador para el alma? Pérgamo no era una ciudad cualquiera; era un centro neurálgico de idolatría, una metrópolis que respiraba la atmósfera de lo pagano, donde los dioses falsos eran venerados con fervor. Existían muchos templos allí, imponentes estructuras de piedra y mármol dedicadas a un panteón de deidades que usurpaban la gloria de Dios. El más famoso, quizás, era el templo al dios Esculapio, el dios de la medicina, cuya representación era una serpiente enroscada en un bastón, un símbolo que, irónicamente, aún hoy perdura en emblemas de la salud, una señal de la persistencia de las sombras antiguas. Por ello, Pérgamo era un centro de peregrinaje para los enfermos, que acudían en busca de curación, creyendo en el poder de una serpiente, en lugar del poder del Creador. Pero más allá de Esculapio, también existía en Pérgamo un templo monumental dedicado a “Zeus Soter” (Zeus salvador) y otros dedicados al emperador y a Roma, únicos en la zona, lo que convertía a esta ciudad en el centro del culto al emperador en la provincia de Asia, el corazón de la adoración al poder terrenal. Muy probablemente, es por esta concentración de autoridad pagana y de culto idolátrico, por esta usurpación flagrante de la soberanía divina en todas sus formas, que el Señor dijo de esta ciudad, con una verdad que perfora el tiempo y el espacio, que allí estaba el trono de Satanás, el epicentro de la rebelión.
Como es claro, los creyentes en Pérgamo vivían bajo una presión inmensa, una persecución constante que ponía a prueba cada fibra de su ser, cada convicción, cada aliento de fe. Y el elogio que se les debe hacer, la corona invisible que el Señor les coloca sobre la cabeza, es que en medio de esa persecución asfixiante, en el corazón mismo del dominio satánico, ellos se habían mantenido fieles y firmes en su fe y devoción al Señor. Una luz que no se apagaba en la oscuridad más densa, una llama que ardía con más fuerza cuanto más soplaba el viento de la adversidad. Aunque en nuestro entorno, en la aparente calma de nuestra modernidad, en la comodidad de nuestras iglesias, ya no somos perseguidos con el filo de la espada o la hoguera, no como ellos lo fueron en la crueldad del imperio, sí somos perseguidos de diversas formas. La burla sutil que se esconde en el comentario despectivo, el menosprecio intelectual que descalifica nuestra fe como irracional, la marginación social que nos excluye de ciertos círculos, la presión constante para conformarnos a las normas de un mundo que se opone a la verdad de Cristo, que se burla de la santidad, que exalta la inmoralidad. Y nuestro Dios, el Justo Juez, el que ve en lo secreto y conoce el corazón, siempre tendrá palabras de elogio, coronas invisibles, para aquellos que resisten, para aquellos que mantienen su fe intacta en el torbellino de la apostasía y la indiferencia, para aquellos que, como Antipas, están dispuestos a ser testigos fieles hasta el final. Hay un reconocimiento divino para la perseverancia en la adversidad, un galardón que el mundo no puede ver ni comprender.
Pero el elogio, por significativo que sea, por resonante que sea en los salones celestiales, no es el final del mensaje. La carta a Pérgamo es una carta de reprensión, un dedo acusador que señala una dolencia profunda, una enfermedad silenciosa que corroe el espíritu de la iglesia desde dentro, desde sus propias entrañas (Ver 14 - 15). Lo que el Señor recrimina a esta iglesia no es su falta de celo, no es su tibieza en el servicio, sino su poco discernimiento, su relajamiento doctrinal, una laxitud en la verdad que abría las puertas, sin resistencia, al error más insidioso. Aquí sucedía lo contrario de lo que ocurría en Éfeso, donde la iglesia había probado a los falsos apóstoles, los había examinado con rigor y los había hallado mentirosos; allí no los soportaban, los aborrecían y rechazaban la falsa doctrina, especialmente la de los Nicolaitas, con una pasión por la verdad. En Pérgamo, sin embargo, habían permitido la falsa doctrina, la habían tolerado en su seno, incluso le habían dado espacio para crecer y proliferar. Habían permitido el florecimiento de falsos maestros entre ellos, como maleza venenosa que se extiende sin control, asfixiando la buena semilla. Maestros que, con sus palabras seductoras, con sus promesas de libertad y prosperidad, seguramente ya habían afectado la fe de algunos, contaminando el rebaño, poniendo en peligro la salud espiritual de la iglesia entera. Al faltar el discernimiento, al bajar la guardia doctrinal, al no mantener la espada de doble filo de la Palabra afilada, tenían una especie de VIH espiritual, una enfermedad que despojaba al cuerpo de Cristo de sus defensas naturales, dejándolo expuesto a todo tipo de patologías espirituales, a toda suerte de infección.
Profundicemos un poco en qué doctrinas se estaban abriendo paso en la iglesia de Pérgamo, qué venenos sutiles se estaban infiltrando en el cuerpo de la verdad, qué sombras se deslizaban entre la luz. La doctrina de Balaam es la primera en ser mencionada, y algunos eruditos sugieren que tal vez sea la misma que la de los Nicolaitas, dada la similitud en el significado de sus nombres: Nicolás ("vencedor del pueblo") y Balaam ("el que ha consumido al pueblo"). Una coincidencia que invita a la reflexión, a la búsqueda de la raíz común de la apostasía. Otros, sin embargo, opinan diferente, basados en el texto que parece hacer una distinción entre ambas, sugiriendo que se trataban de doctrinas distintas, aunque con fines similares: el compromiso, la corrupción, la dilución de la fe. Para identificar la doctrina de Balaam, hay que ir al Antiguo Testamento, a los anales de la historia de Israel. Allí, en Números 25: 1 – 2, se nos informa que el pueblo de Dios, a pesar de sus victorias milagrosas y la guía divina en el desierto, cayó en el culto a Baal, comiendo de sus sacrificios abominables, fornicando con las hijas de Moab y rindiendo homenaje a esta deidad pagana, una traición flagrante al pacto. Luego, en Números 31: 16, se nos dice que todo esto fue tramado por el propio Balaam, el profeta que no pudo maldecir a Israel, pero que instó a las mujeres moabitas a seducir a los israelitas y llevarlos a la idolatría, a la inmoralidad, a la ruina espiritual. Balaam, entonces, no es solo un personaje histórico; es un arquetipo, un incitador al mal, un estratega de la contaminación espiritual, un arquitecto de la apostasía. La doctrina de Balaam es, en esencia, la incitación de parte de los falsos maestros a la iglesia en cuanto a la inmoralidad sexual y la participación en la idolatría, especialmente comiendo cosas que habían sido sacrificadas a los ídolos. En otras palabras, su mensaje era de compromiso, de adaptación al entorno, de una falsa libertad: "acomodémonos al mundo, participemos de él, al fin y al cabo ya no estamos bajo la ley sino bajo la gracia. Disfrutemos de la vida, de sus placeres, sin tanto puritanismo. La santidad es un concepto anticuado, un legalismo que nos encadena." En cuanto a los Nicolaitas, la información es más escasa y menos definida, pero se cree que promovían ideas similares de libertinaje y compromiso con la idolatría, una forma de gnosticismo práctico que separaba la fe de la moralidad.
Hoy en día, con una virulencia alarmante, con una velocidad que asusta, este virus, este VIH espiritual, se arraiga cada vez más en el cristianismo global. El discernimiento, esa facultad vital para el creyente, es una habilidad en declive, una espada que se ha oxidado. Las personas, al no tenerlo, al no ejercitarlo, al no afilarlo con la Palabra y la oración, están indefensas ante todo el rosario de falsas doctrinas que hoy abundan en cada esquina, en cada pantalla, en cada púlpito improvisado, en cada podcast y video viral. De esta manera, todo tipo de enfermedades espirituales están a la orden del día, plagas que corroen el alma: la Apostolitis (la exaltación de la figura apostólica a niveles casi divinos, buscando beneficios materiales y autoridad ilimitada), la Mamonitis (la adoración al dios Mamón, el evangelio de la prosperidad que pervierte el propósito de la fe en Cristo, reduciendo la gracia a una fórmula para la riqueza terrenal), la Egolitis (la exaltación del yo, la obsesión por la autoestima y el bienestar personal por encima de la gloria de Dios y el servicio desinteresado a otros), el Calvinismo y el Pelagianismo y el Semipelagianismo (doctrinas que, si bien tienen raíces históricas y han contribuido a la teología, en sus extremos o malinterpretaciones pueden llevar a la pasividad fatalista o al autoengaño de la salvación por obras humanas, desviando la mirada de la gracia pura). Y cada una de estas desviaciones, cada uno de estos compromisos con el mundo, cada una de estas diluciones de la verdad, siempre será algo que el Señor recriminará con la espada de Su boca, con la autoridad de Su Palabra.
Es crucial, vital, imprescindible cultivar el discernimiento en nosotros, como un músculo que se ejercita a diario, como una luz que se mantiene encendida en la oscuridad. Porque una falsa enseñanza, no importa cuán sutil o bien intencionada parezca, no importa cuán atractiva se presente, inevitablemente conducirá a un incorrecto estilo de vida, a una desviación del cristianismo real, del cristianismo que transforma y redime. Hoy en día, la doctrina de Balaam se hace oír con fuerza y persuasión, con voces melifluas y argumentos lógicos que apelan a la comodidad. Muchos nos susurran, con voces suaves y promesas de libertad sin responsabilidad: "no hay necesidad de ser diferentes, podemos acomodarnos al mundo y sus prácticas, podemos parecernos a ellos, lo que importa es lo que hay en el corazón, estamos bajo la gracia y no la ley, la santidad no es legalismo, ni religiosidad, no llevemos esto tampoco al extremo." ¡Mucho cuidado con esto! Mucho cuidado con el veneno de la comodidad y el sincretismo, con la tentación de la adaptación a expensas de la verdad, pues de otra manera, el cristianismo terminará siendo solo un concepto doctrinal más, una filosofía entre tantas, un mero club social que ofrece consuelo sin transformación, cuando ha sido diseñado, por la mano del Creador, para ser la sal de la tierra y la luz del mundo, la contracultura vibrante que desafía las tinieblas y transforma la sociedad desde sus cimientos. Su propósito es ser una fuerza viva, una manifestación tangible del Reino de Dios en la tierra, no un reflejo pálido del mundo.
La reprensión de Jesús a Pérgamo no es solo una queja divina, no es un mero lamento por la desviación, sino una advertencia solemne, una amenaza que se cierne sobre la desobediencia (Ver 16). La iglesia debe arrepentirse de esta falta, de esta tolerancia al error, de esta debilidad en el discernimiento que la ha dejado expuesta. De no ser así, Jesús mismo vendrá a enjuiciar, y lo hará con la misma espada afilada que sale de su boca, con la autoridad que no puede ser cuestionada. No solo enjuiciará a los que propagan las falsas doctrinas, a los maestros de engaño que tuercen la verdad para su propio beneficio, sino también a aquellos que les siguen, que consienten el error, que se dejan arrastrar por la corriente de la apostasía por negligencia o por elección. Esta es la misma amenaza de Dios hoy día para quienes propagan o siguen las falsas doctrinas. Dios les enjuiciará. De hecho, me parece que haber escuchado la verdad, haberla rehusado conscientemente, haberla rechazado, y luego haber caído, por elección o por negligencia, en las garras de una falsa iglesia, de un falso ministerio, es en sí mismo uno de los juicios de Dios sobre quienes no quieren seguir el evangelio de la verdad. Las falsas iglesias y los falsos ministros no son solo un error teológico; son, en sí mismos, un instrumento de juicio de Dios para aquellos que los siguen, para aquellos que prefieren el engaño, la comodidad o la promesa vacía a la verdad que libera y santifica.
Sin embargo, la peor condenación, el destino más terrible, el abismo sin fondo, es la que les espera en el infierno a ambos grupos, a los que engañan y a los que se dejan engañar por su propia voluntad. La sana doctrina, esa joya preciosa, ese tesoro incalculable, debe ser buscada con diligencia, con un hambre insaciable, amada con pasión y practicada con fidelidad en cada aspecto de nuestra vida. Es el escudo contra el error, el mapa hacia la verdad, el alimento del alma.
Pero en medio de la advertencia, en el corazón del juicio, siempre hay una promesa para los fieles, un rayo de esperanza que atraviesa la oscuridad (Ver 17). Por último, tenemos las promesas para quienes no nieguen la fe, para quienes se mantengan firmes, y sostengan un decidido combate contra la herejía, contra la contaminación del evangelio. Son tres promesas, cada una un tesoro, un consuelo para el alma que persevera:
Maná escondido: Esta promesa habla de nuestro alimento en el paraíso, de una provisión celestial que trasciende las necesidades terrenales. Es la saciedad de todas las ansias y deseos más profundos del alma que se experimentará allí, en la presencia de Dios. O, más profundamente aún, es una alusión a Cristo mismo, el verdadero Pan de Vida, el alimento espiritual que nutre el alma para la eternidad, una comunión íntima y constante con Él. Es la satisfacción plena que solo Él puede dar, una alegría que el mundo no conoce.
La piedrecita blanca: Este símbolo, en su aparente simplicidad, es rico en significados históricos y culturales, lo que hace difícil saber con certeza a qué se refería específicamente en este contexto. Una piedrecita blanca se usaba como premio en las competiciones, como indicador de inocencia en un juicio (un voto de absolución), como señal de un pacto de amistad inquebrantable, o como boletas de entrada a un espectáculo o un banquete. Por ello, la ambigüedad persiste. Sin embargo, muchos creen, con fundamento, que se refería a la boleta de entrada a la era mesiánica, al Reino de Dios en su plenitud, una admisión a la presencia de Cristo en Su gloria. Es un símbolo de aceptación, de aprobación divina, de un lugar asegurado en el banquete celestial, un privilegio que solo los fieles poseerán.
El nombre nuevo: En cuanto al nombre, este puede ser el nombre de Cristo mismo, grabado en el creyente como señal de pertenencia y de identidad, una marca indeleble de Su propiedad. O puede ser un nuevo nombre que recibirá el creyente en el paraíso, un nombre que refleje su carácter transformado, su santificación final, su verdadera identidad en Cristo, despojada de las manchas del pecado y de las limitaciones de la carne. De esta manera, se nos estaría hablando de la santificación final de la persona, de la culminación de la obra redentora en el creyente, una transformación completa que nos hará semejantes a Él, en cuerpo y espíritu. Es la promesa de una intimidad profunda, de una relación que trasciende todo entendimiento, de ser conocidos por Dios de una manera que solo Él puede conocer, y de llevar Su marca para siempre.
La iglesia de Pérgamo nos enseña, con una claridad que duele y que inspira, que la fidelidad en medio de la persecución no basta por sí sola si se tolera la falsa doctrina en el corazón del cuerpo. Urge el discernimiento, ese ojo espiritual que distingue la verdad del error, y el arrepentimiento genuino, esa vuelta al camino de Dios. Dios promete maná, piedrecita blanca y un nombre nuevo a quienes combaten la herejía con valentía, a quienes se aferran a la sana doctrina con pasión, y la abrazan no solo con la mente, sino con la vida, para una existencia que es verdaderamente eterna en Él.
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