1. EL ENTIERRO
2. LA TUMBA VACÍA.
3. LAS APARICIONES POST-MORTEN.
4. El ORIGEN DE LA CREENCIA DE LOS DISCÍPULOS EN LA RESURRECCIÓN.
EVIDENCIAS CIRCUNSTANCIALES
ASPECTOS QUE APOYAN EL RELATO DEL N.T. ACERCA DE LA RESURRECCIÓN
Caminemos juntos por este sendero, no con la venda de la fe ciega, sino con la mirada aguda del investigador, del que busca la verdad incluso en las sombras. Veremos que, para la gran mayoría de eruditos, tanto creyentes como aquellos que se aferran al frío abrazo del ateísmo, existen cuatro hechos innegables. Cuatro pilares históricos, cuya única explicación plausible es que Jesús, el Carpintero de Nazaret, el Rabí crucificado, se levantó de entre los muertos. Cuando estos eruditos se acercan a los textos antiguos, a los relatos que llamamos Nuevo Testamento, no los tocan con la reverencia de la devoción, sino con la lupa del historiador. Los abordan como documentos, testimonios, fuentes primarias. Y en esa fría objetividad, la verdad comienza a palpitar.
El primer pilar, la primera pieza de este enigma resuelto, es el entierro. Después del tormento, después del aliento final exhalado en la cruz, Jesús fue enterrado. No fue un cuerpo arrojado a una fosa común, no fue devorado por las bestias o dejado a la intemperie. Fue sepultado en una tumba por José de Arimatea. ¿Por qué es esto tan crucial? Porque este hecho, este acto de misericordia final, está atestiguado por múltiples fuentes, independientes y tempranas. Los evangelistas —Mateo, Marcos, Lucas, Juan— cada uno, con su propia perspectiva, lo registran. Y Pablo, el fariseo transformado, lo asienta como parte del credo central en 1 Corintios 15:3-4, un texto que los eruditos fechan a unos pocos años, quizás solo siete, después de los eventos mismos. Incluso el Evangelio Apócrifo de Pedro, un texto no canónico, pero una fuente externa, confirma este entierro. Una concordancia así, tan temprana y diversa, no es el fruto de una invención coordinada.
Y hay un detalle que clama verdad, un susurro de autenticidad en el corazón de este relato. El sanedrín, esa poderosa corte judía que condenó a Jesús, tenía en sus filas a José de Arimatea. Los primeros cristianos, con justa razón, sentían una profunda animadversión hacia el sanedrín. Sus líderes habían entregado a su Maestro a la cruz. Entonces, ¿por qué, si los discípulos hubieran querido inventar una historia, habrían de atribuir un acto de piedad tan crucial a un miembro de ese mismo cuerpo que odiaban? ¿Por qué inventarían una narrativa donde un "enemigo" actúa con bondad hacia Jesús? Este giro inesperado, esta contradicción aparente a su propio sentir, es un sello de la verdad. No es la marca de una invención calculada, sino la huella de un evento que simplemente sucedió, tal como se cuenta. Es un testimonio que se alza desde la paradoja.
El segundo pilar, tan firme como el primero, es el sepulcro vacío. El domingo por la mañana, cuando el rocío aún cubría las piedras y el mundo despertaba con la indiferencia del nuevo día, la tumba de Jesús fue encontrada vacía. Este no es un rumor disperso; es un hecho atestiguado por, al menos, cinco fuentes independientes y tempranas. Los Evangelios, cada uno narrando su encuentro con el vacío, son un coro que canta la misma nota. Pablo, de nuevo, lo menciona. Y Pedro, en su primer sermón en Hechos 2, proclama con una audacia que solo la verdad puede dar, que la tumba está vacía, que Jesús ha resucitado.
Y aquí, el detalle más delicado, el más conmovedor, el que grita su verdad al corazón sensible: el sepulcro vacío fue descubierto por mujeres. Piensen en ello. En aquella sociedad, la palabra de una mujer valía poco en un tribunal. Su testimonio era a menudo descartado, considerado volátil, poco confiable. Si los discípulos hubieran conspirado para inventar la resurrección, para tramar una historia que convenciera al mundo, ¿habrían puesto a las mujeres como los primeros y principales testigos? ¿Habrían dado un rol tan central a aquellas cuya voz era marginalizada? Absolutamente no. Un engaño bien orquestado habría puesto a hombres de renombre, apóstoles, líderes, como los primeros en dar testimonio. Este "detalle vergonzoso" para los inventores es, para el historiador y para el creyente, una firma de autenticidad. La verdad, a menudo, es más extraña y más pura que la ficción.
Además, el hecho de la tumba vacía debió ser una verdad ineludible. Cuando los discípulos, con una audacia recién nacida, comenzaron a proclamar la resurrección de Jesús en las calles de Jerusalén, ¿qué hubieran hecho sus enemigos, aquellos que lo habían crucificado? Su respuesta más sencilla y devastadora habría sido simplemente presentar el cuerpo. "Aquí está", podrían haber dicho, "aquí está el cadáver, su predicación es una farsa". Todos sabían dónde había sido enterrado. Pero no pudieron hacerlo. El cuerpo no estaba allí. El silencio de sus oponentes, la incapacidad de refutar el hecho más simple, es un testimonio mudo pero elocuente.
De hecho, la mejor "explicación" que los enemigos de Jesús pudieron ofrecer para la tumba vacía fue que los discípulos habían robado el cuerpo. Esta acusación, registrada en Mateo 28:11-15, es una confesión involuntaria. Al acusar de robo, los oponentes de Jesús, sin quererlo, dieron fe de una tumba vacía. Para los discípulos, el vacío gritaba vida; para sus enemigos, gritaba un robo. Ambos lados, desde su propia perspectiva, atestiguaban el hecho crucial: el sepulcro estaba vacío.
El tercer pilar, el más luminoso, es el de las apariciones post-mortem. Después de su muerte, de esa crucifixión pública y dolorosa, Jesús se apareció a muchas personas en diferentes ocasiones. Este no es un testimonio aislado, ni un sueño compartido. Pablo, en esa misma carta a los Corintios (1 Corintios 15:5-8), no solo menciona las apariciones, sino que ofrece una lista concreta: a Pedro, a los Doce, a más de quinientos hermanos a la vez (muchos de los cuales, dice, aún vivían y podían ser consultados), a Jacobo (su propio hermano, un escéptico), y finalmente a él mismo. Esta referencia es temprana, y la relación de Pablo con muchos de los mencionados era personal, lo que la convierte en un testimonio de primera mano y verificable. Los evangelios también atestiguan estas apariciones, complementando y enriqueciendo el relato de Pablo: la aparición a Pedro la encontramos también en Lucas; a los Doce, en Lucas y Juan. La variedad de testigos –hombres y mujeres, individuos y grupos, amigos y antiguos escépticos– bajo diferentes circunstancias y en distintos lugares, refuerza la solidez de este hecho. No fueron alucinaciones masivas, que son fenómenos psicológicamente improbables, sino encuentros reales con una figura viva.
El cuarto pilar, quizás el más desconcertante para el historiador que busca solo explicaciones humanas, es el origen de la creencia de los discípulos en la resurrección. La mente judía, en la época de Jesús, tenía una clara expectativa del Mesías: sería un líder político y militar, un libertador que restauraría el reino de Israel, que no moriría, y mucho menos en una cruz, el símbolo romano de la maldición y la derrota. Además, la creencia judía en la resurrección era clara: una resurrección general al fin de los tiempos, no la de un individuo tres días después de su muerte.
Entonces, la pregunta que se alza como una montaña es: ¿De dónde sacarían los discípulos la historia de un Mesías que muere en una cruz y resucita al tercer día? Una historia así, tan contraria a todas las expectativas culturales y teológicas, ¿sería creíble para algún judío? La idea de un Mesías sufriente y resucitado no era parte de su marco mental. Era una locura para los griegos y un tropiezo para los judíos. La única explicación lógica para el surgimiento de esta creencia radical, que transformó a un grupo de hombres y mujeres asustados y desanimados en los testigos más valientes de la historia, es que Jesús realmente resucitó. No hay otra hipótesis histórica que pueda dar cuenta de este cambio tan profundo y repentino en las convicciones de los discípulos.
¿Por qué, entonces, algunos eruditos, especialmente los ateos, no creen en la resurrección? Su escepticismo, nos damos cuenta, no se basa en un análisis de los hechos históricos que acabamos de describir. Se basa, sencillamente, en razones filosóficas: para ellos, los milagros no son posibles. Es una presuposición que antecede a la evidencia, una pared conceptual que impide ver lo que los datos históricos señalan con claridad. No es falta de evidencia, es una postura filosófica sobre la imposibilidad de lo sobrenatural.
Pero la evidencia no se detiene ahí. Como hilos entrelazados que forman un tapiz irrompible, existen también tres evidencias circunstanciales que refuerzan la verdad de la resurrección.
Los discípulos murieron por sus creencias. Esto no significa que cualquier persona que muere por lo que cree tenga la verdad de su lado. Los terroristas suicidas mueren por sus convicciones, pero eso no valida su ideología. La clave aquí es diferente: nadie muere por una mentira que sabe que es una mentira. Si los discípulos hubieran inventado la historia de la resurrección, si hubieran sido conscientes de que era un fraude, ¿habrían soportado la tortura, la persecución, el martirio más brutal por una farsa que ellos mismos tramaron? La historia de la iglesia primitiva está bañada en la sangre de aquellos que fueron ejecutados por su fe en el Cristo resucitado. Su disposición a sufrir y morir por esta verdad es un testimonio poderoso de su convicción.
Los escépticos se convirtieron. No solo los seguidores devotos abrazaron esta nueva fe. Personas que inicialmente dudaron o incluso persiguieron a los cristianos se transformaron radicalmente. Pablo, el fariseo celoso que respiraba amenazas y muerte contra los creyentes, se convirtió en el apóstol más ferviente y el mayor propagador del evangelio, un cambio que solo una experiencia sobrenatural puede explicar. Jacobo, el propio hermano de Jesús, quien no creyó en Él durante Su vida terrenal, se convirtió en una columna de la iglesia de Jerusalén y murió por su fe. Tomás, el discípulo dubitativo, que exigió tocar las heridas, no solo creyó sino que se dice que llevó el evangelio hasta la India, muriendo por su Maestro. Estas conversiones radicales de individuos que tenían razones para no creer son un testimonio viviente del poder de la resurrección.
Cambios radicales en las estructuras sociales y religiosas judías. Los judíos tenían convicciones milenarias, arraigadas en siglos de tradición y ley. Sin embargo, de un momento a otro, miles de ellos comenzaron a creer sinceramente en la resurrección y, con ello, a transformar aspectos fundamentales de su fe. Por ejemplo, la creencia de que se requerían sacrificios de animales para el perdón de pecados, una práctica central de su religión, fue abandonada intempestivamente. ¿Por qué? Porque la creencia en el sacrificio perfecto de Cristo en la cruz, validado por Su resurrección, hacía innecesarios esos rituales. Del mismo modo, la expectativa de un Mesías líder político fue reemplazada, con igual velocidad, por la creencia en un Mesías sufriente y resucitado. Estos cambios masivos y rápidos en las convicciones de un pueblo tan tradicionalmente arraigado son incomprensibles sin un evento cataclísmico que los impulsara: la resurrección de Jesús.
Y más allá de estos pilares y evidencias circunstanciales, otros aspectos apoyan la solidez del relato del Nuevo Testamento acerca de la resurrección.
La existencia de al menos cinco fuentes independientes y tempranas que atestiguan el hecho. Los evangelistas y Pablo, escribiendo en diferentes épocas y lugares, sin intentar "armonizar" forzosamente sus relatos, pero confluyendo en los hechos centrales.
El relato no tiene influencias judías en su concepción del Mesías resucitado, como ya vimos. Esto lo hace aún más notable, ya que no se ajusta a expectativas preexistentes.
El relato es ordenado y coherente. Las aparentes contradicciones que a veces se señalan entre los diferentes evangelios se resuelven con suficiente estudio y un entendimiento de sus diferentes perspectivas y énfasis. No son "irresolubles" y, si existieran, estarían en los detalles periféricos, no en el centro de la historia, lo cual es común en relatos históricos múltiples. Las incongruencias en fuentes más tardías no afectan la solidez de las fuentes más cercanas a los eventos.
El relato tiene congruencia histórica con otros hechos históricos. Los padres apostólicos, aquellos que vivieron poco después de los apóstoles, atestiguaron que los evangelios habían sido escritos entre los años 30-60 d.C., lo que confirma su carácter de fuentes tempranas y creíbles. Incluso Flavio Josefo, el historiador judío del primer siglo, ajeno al cristianismo, menciona a Jesús y su resurrección, y nadie de su época lo refutó: "Por estos tiempos apareció Jesús, un hombre sabio (si en verdad es correcto llamarle hombre, porque realizaba obras sorprendentes, un maestro de los hombres que reciben la verdad con alegría) y Él atrajo a sí a muchos judíos (también a muchos griegos. Este era Cristo) y cuando Pilatos, por la denuncia de los más importantes entre nosotros, le había condenado a la Cruz, aquellos que le habían amado primero no le abandonaron (porque apareció vivo de nuevo al tercer día, como ya habían dicho de él los profetas y otras muchas maravillas acerca de El). La tribu de cristianos llamados así por causa de él no ha desaparecido hasta este día".
La historia en sí es, para el mundo, vergonzosa. ¿Por qué los apóstoles, los discípulos, inventarían una historia que les traería burla, vergüenza, persecución y muerte? Una historia donde su líder muere humillado en una cruz y sus primeros testigos son mujeres, cuyo testimonio era de poco valor legal. Inventarían una historia de victoria fácil, de poder. Pero eligieron la historia del oprobio, del sufrimiento, y de una resurrección que no era fácil de creer. Esto solo se explica si fue la verdad.
Finalmente, la expansión del cristianismo en el primer siglo, un movimiento que comenzó con un pequeño grupo de pescadores en una provincia remota del Imperio Romano y que, en pocas décadas, se extendió por todo el mundo conocido, no es explicada por ningún contemporáneo por otra razón que no fuera la resurrección de Jesús. Este fenómeno, esta explosión de fe y transformación social, no tiene parangón en la historia sin la verdad de un evento sobrenatural que lo impulsara.
Hermanos, la resurrección no es un mito dulce para consolar al alma. Es un hecho. Una roca inamovible sobre la cual se edifica nuestra esperanza. Un grito de vida que resuena a través de los siglos. Es la garantía de que la muerte no tiene la última palabra, que la luz siempre vence a la oscuridad. Y es el fundamento de nuestra fe, la razón por la que podemos clamar con Pablo: "Si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe" (1 Corintios 15:14). Pero Él ha resucitado. ¡Ha resucitado! Y en esa verdad, nuestra esperanza se enciende, nuestra fe se fortalece, y nuestra alma encuentra su ancla eterna.
¿Cómo te sientes al saber que tu fe se asienta sobre cimientos tan firmes?
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