Tema: Compañerismo. Título: La cena de Señor.Texto: Lucas 22: 14 – 23. Autor: Pastor Edwin Núñez.
I. ¿CON QUIEN LA COMIO?
II. ¿CUALES SON LOS ELEMENTOS?
III. ¿QUE RECUERDA EL ACTO?
La cena del Señor es, en su quietud y su solemnidad, un momento de conexión. Una conexión que se extiende en dos direcciones: hacia Cristo, sí, pero también entre nosotros, sus seguidores, aquellos que han respondido a Su llamado. Nos invita a una suerte de melancolía reflexiva, a mirar hacia atrás, hacia el inmenso sacrificio que Jesús consumó en la cruz. Pero al mismo tiempo, nos empuja suavemente hacia adelante, hacia una anticipación, una esperanza. Nos recuerda Su partida, pero también nos susurra la promesa de Su regreso, esa vuelta que anhelamos. En esta meditación, que será como un paseo por pasillos conocidos, pero con una luz diferente, exploraremos juntos los contornos de este momento tan significativo. ¿Con quién compartió Jesús esta última comida? ¿Cuáles son los elementos que la componen, esos objetos tan simples pero cargados de un significado tan vasto? Y, quizás lo más personal, ¿qué recuerdos, qué resonancias profundas, evoca este acto en nosotros, en el rincón más íntimo de nuestra memoria espiritual? Que esta reflexión, como una melodía suave pero persistente, nos conduzca a un entendimiento más profundo de ese compañerismo que se manifiesta, palpable y real, en la mesa del Señor.
Cuando nos sumergimos en el versículo 14 de Lucas, encontramos una imagen que se graba en la mente con una claridad casi fotográfica: Jesús, sentado a la mesa con sus apóstoles. Mateo, en su propio relato, expande esta imagen, mencionando que estuvo con sus discípulos. Este detalle, aunque pudiera parecer menor, es, en realidad, crucial. Nos indica, con una delicadeza precisa, que la cena del Señor no es un banquete abierto a cualquiera que desee sentarse a la mesa. Está destinada, reservada, para aquellos que son verdaderos discípulos de Cristo. Y recordemos, si el eco de estudios anteriores sobre el bautismo resuena aún en nosotros, que los discípulos son aquellos que han dado un paso de obediencia, que han tomado una decisión, no por inercia, sino por convicción: han decidido seguir a Jesús, no solo en palabras, sino en la senda de sus vidas.
Este acto de comer juntos, de compartir el pan y la copa, es un símbolo poderoso, casi ancestral, de compañerismo. Jesús, en ese gesto final antes de su pasión, elige compartirlo con aquellos que lo han seguido, quienes han estado a su lado a lo largo de su ministerio, en los días de gloria y en las horas de incertidumbre. Este gesto, tan humano y tan divino a la vez, nos invita a una profunda introspección sobre la importancia de la comunidad en nuestra vida de fe. La cena del Señor es un recordatorio tangible de que no estamos solos en nuestro caminar con Dios; no somos islas solitarias navegando un océano inmenso. Somos, en una verdad fundamental, parte de un cuerpo, la iglesia, donde cada miembro, por humilde que sea su función, tiene un papel significativo, una contribución única a la totalidad. Es un vínculo que se teje con cada respiración compartida, con cada mirada de comprensión, con cada oración silenciosa.
Los elementos que componen la cena del Señor son dos, en su simplicidad casi poética: la copa y el pan.
La copa, mencionada en los versículos 17-18 y 20, contiene lo que el texto describe como “jugo de la vid” o vino. A lo largo de las distintas tradiciones cristianas, esta copa puede presentarse de diversas maneras: algunos usan vino fermentado, con su color profundo y su sabor intenso; otros, vino sin fermentar; e incluso, en algunas comunidades, simple jugo de uva. Pero, independientemente de la forma en que este líquido se presente a nuestros labios, su significado es singular y trascendente: la copa simboliza la sangre de Cristo. Es importante recordar, con la precisión que exige la comprensión profunda, que el texto no nos sugiere una transformación literal del jugo en sangre; más bien, nos indica que esta bebida representa, evoca, el sacrificio inmenso que Jesús hizo por nosotros en la cruz, el derramamiento de Su vida para nuestra redención. Es la memoria de un pacto sellado con el más alto precio.
El pan, presente en el versículo 19, era, en aquella cena original, pan sin levadura. Un pan sencillo, plano, desprovisto de la hinchazón que confiere la levadura. Este pan, en su modestia, simboliza el cuerpo de Cristo. Y, nuevamente, el texto nos aclara que no hay una transustanciación; el pan no se convierte literalmente en el cuerpo, sino que lo representa. Ambos elementos, el pan y la copa, son símbolos poderosos, silenciosos pero elocuentes, que nos invitan a la contemplación. Nos impulsan a sumergirnos en la profundidad de nuestra unión con Cristo. Al tomar el pan y la copa, no estamos realizando un acto vacío; estamos recordando que somos parte de Su cuerpo, que Su sacrificio, esa entrega total y amorosa, nos ha dado la vida, una vida que trasciende la existencia efímera.
Este acto, esta cena, evoca en nosotros, al menos, tres recuerdos significativos, como si abriera cajones de una memoria profunda, colectiva y personal.
El primer recuerdo es el de la hermandad (versículo 14). Porque la cena del Señor es, en su raíz, una comida compartida. Y en las comidas, en el acto ancestral de sentarse juntos a la mesa, es donde los lazos se estrechan, donde se comparten risas que disipan la soledad, donde se entrelazan conversaciones que revelan el alma, y donde, de manera casi imperceptible, se crea un sentido de comunidad. La cena del Señor busca, con una intencionalidad amorosa, fomentar en nosotros la hermandad, ese sentimiento de pertenencia a una familia que no está atada por la sangre, sino por el espíritu. Nos recuerda que somos parte de una familia espiritual, vasta y diversa, donde cada uno de nosotros aporta algo único a la mesa, una historia, una experiencia, una porción de vida que enriquece a los demás.
El segundo recuerdo es el más central, el corazón mismo del acto: la muerte de Cristo (versículos 19, 20). Los símbolos, el pan quebrantado y la copa derramada, no son abstractos; nos recuerdan vívidamente el cuerpo que fue dado, la vida que fue entregada, y la sangre que fue derramada. Este acto de recordar no es, no debe ser, un mero ejercicio de la memoria, una repetición mecánica de hechos históricos. Es, en cambio, una reflexión profunda, casi existencial, sobre el sacrificio que nos brinda salvación. Nos lleva, si permitimos que su peso se asiente en nuestra alma, a un lugar de profunda gratitud y verdadera adoración. Nos obliga a reconocer el alto precio que se pagó por nuestra redención, un precio que supera toda comprensión, una deuda que jamás podríamos haber saldado por nosotros mismos.
Y el tercer recuerdo, que se eleva más allá de la melancolía del pasado, es el regreso de Jesús (versículos 16, 18). Las alusiones al reino de Dios, que se entrelazan en las palabras de esta cena, nos hablan no solo de la consumación de Su obra, sino del regreso de Cristo y de la esperanza gloriosa del reino de los cielos. Al participar de la cena, nuestra mirada no se ancla solo en el pasado con gratitud; también se proyecta hacia adelante con una vibrante anticipación. Esta esperanza, esta promesa de un futuro donde Él reinará plenamente, nos motiva, o debería motivarnos, a vivir de una manera que glorifique a Dios en cada aspecto de nuestras vidas, en cada decisión, en cada interacción.
Así pues, la cena del Señor, en su aparente simplicidad, no es un simple acto ritual vacío. Es, en el eco de sus silencios y en el peso de sus símbolos, un profundo momento de reflexión y de comunión. Un momento que nos invita a considerar, con honestidad y humildad, nuestra relación con Cristo y, de manera inseparable, con nuestros hermanos en la fe. Al participar de ella, estamos llamados a recordar la hermandad que compartimos como discípulos, ese lazo inquebrantable que nos une. Estamos llamados a reflexionar, con el corazón contrito pero agradecido, sobre el sacrificio de Cristo que nos brinda la única salvación verdadera. Y estamos llamados a anticipar, con una esperanza que ilumina el futuro, su regreso glorioso.
Por tanto, al acercarnos a la mesa del Señor, no lo hagamos con ligereza, ni con la mente distraída. Debemos hacerlo con un corazón dispuesto, un espíritu receptivo, reconociendo la inmensa importancia de estos símbolos y el poderoso llamado a vivir en unidad, en gratitud constante y en una expectativa vigilante. La pregunta que, como una voz suave pero persistente, debe resonar en lo más profundo de nuestra conciencia es: ¿Cómo estamos participando de la cena del Señor? Esta interrogante, que no busca juicio sino introspección, nos desafía a evaluar la autenticidad de nuestra vida espiritual y la profundidad de nuestro compromiso con la comunidad de creyentes.
Que cada vez que compartamos este acto sagrado, lo hagamos con plena conciencia de su significado trascendente y de su impacto transformador en nuestra vida diaria. Porque, al final, la cena del Señor es un recordatorio constante de que, juntos, somos más que la suma de nuestras partes; somos un cuerpo en Cristo, llamados a vivir en amor y compañerismo. Y que ese compañerismo, esa unidad que experimentamos en la mesa del Señor, esa quietud y esa conexión, nos impulse a llevar esa misma unidad y ese mismo amor a nuestro entorno, a los pasillos de nuestras casas, a las calles de Soacha, a los rincones más lejanos de nuestro mundo, reflejando así, con cada acto de amor, la luz inextinguible de Cristo en la oscuridad.
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