Tema: 1 Samuel. Titulo: Samuel y sus hijos. Texto: 1 Samuel 8: 1 ss. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
La vida de un hombre de Dios es un tapiz tejido con hilos de luz y sombra, de victorias estruendosas y de silencios dolorosos. Y de todas las historias que resuenan en el antiguo Israel, pocas conmueven el corazón con la melancolía y la esperanza de la de Samuel, el último de los jueces, el profeta que ungió a los primeros reyes de una nación. Su vida fue una ofrenda perpetua, una vela encendida en la oscuridad de su tiempo, pero en su corazón, en el sanctasanctórum de su hogar, latía una tragedia que se convertiría en un eco de todas las familias que luchan por sembrar la fe en el árido suelo de las generaciones. A lo largo del relato que se despliega ante nosotros, la figura de Samuel se alza no solo como un siervo de la nación, sino como el arquetipo de cada padre que sueña con pasar el testigo de su fe, solo para ver cómo la antorcha que creía segura en sus manos es arrojada al olvido.
El primer acto de este drama se centra en la figura del padre, en los gestos silenciosos y las decisiones deliberadas que definieron su paternidad. El texto, con una sobriedad casi poética, nos revela que Samuel, a pesar de la exigente labor que lo llevaba a recorrer todo Israel, no descuidó su hogar. Su vida era una constante correría, un viaje perpetuo de ciudad en ciudad, de aldea en aldea, impartiendo justicia, resolviendo disputas, llevando la voz de Dios a cada rincón de la tierra. Sin embargo, su centro de operaciones, su puerto seguro, su lugar de arraigo era Ramá. Este dato, que podría parecer trivial, es en realidad un faro de luz en medio de la tempestad de su ocupada vida. Nos susurra que Samuel, en medio de la grandiosidad de su llamado público, hizo de su hogar su santuario, de sus hijos su prioridad. Ramá no era solo un lugar en un mapa; era el altar donde se encendía el fuego de su devoción familiar. El tiempo que un padre dedica a sus hijos no se mide en horas de ocio, sino en la calidad de la presencia, en el esfuerzo consciente por estar, por escuchar, por guiar. Samuel comprendió que el servicio a Dios fuera del hogar es una farsa si el hogar mismo es un desierto.
Y en esa misma Ramá, Samuel no solo les dio su tiempo, sino que les dio una vocación, una misión en la vida. El texto nos dice que puso a sus hijos como jueces en Israel. Esta no fue una decisión caprichosa ni un acto de nepotismo. La palabra hebrea implica un acto de nombramiento, de designación. Samuel no solo quería que sus hijos tuvieran un oficio; anhelaba que tuvieran un propósito. Los formó, los entrenó, les transmitió los principios de la justicia, esperando que ellos continuaran el legado que él había labrado con sangre, sudor y lágrimas. Vio en sus hijos el potencial para la grandeza y se propuso tallar en ellos la esencia de lo que significa servir a Dios con rectitud. Este es el deseo de todo padre piadoso: no solo proveer un techo y un sustento, sino moldear el carácter, forjar el espíritu, sembrar en el alma un anhelo por una vida con significado.
Pero el corazón de la paternidad de Samuel no se manifestó solo en el tiempo o el oficio, sino en la profunda espiritualidad que buscaba inculcar. Los nombres de sus hijos son un testimonio silencioso de su devoción: Joel, que significa "Jehová es Dios," y Abías, que se traduce como "Jehová es padre." Estos nombres no eran meras etiquetas; eran oraciones, declaraciones de fe, un testamento del anhelo más profundo de Samuel para que sus hijos vivieran la realidad de un Dios personal y poderoso. Eran nombres que les recordaban cada mañana su identidad espiritual, la herencia más valiosa que Samuel podía darles. Son un recordatorio conmovedor de que la mayor herencia que un padre puede dejar no es el dinero, ni el poder, ni el éxito, sino un legado de fe, una senda que conduce a Dios. Y para que todo esto no fuera una mera teoría, Samuel les dio el ejemplo. El texto, con una sobriedad que es más poderosa que mil palabras, nos dice que sus propios caminos eran buenos. La vida de Samuel era la demostración palpable de la fe que predicaba, la manifestación visible de los valores que trataba de enseñar. Él era el sermón que sus hijos veían todos los días, la evidencia viviente de que la rectitud es posible. Samuel nos lega un modelo de padre que nos enseña que esta labor sagrada requiere tiempo, planeación, espiritualidad y, sobre todo, un ejemplo de vida que sea coherente y transparente.
Uno pensaría que con un padre así, con una herencia tan rica y un ejemplo tan poderoso, los hijos de Samuel no tendrían otra opción sino ser verdaderos siervos de Dios. La lógica humana dictaría que un árbol plantado en tierra tan fértil, regado con tal amor y cuidado, solo podría dar fruto de justicia. Pero las cosas no resultaron así. Y aquí es donde la historia de Samuel deja de ser una biografía para convertirse en un espejo del alma, un reflejo de las luchas más profundas de la fe. Los hijos, una vez que crecieron, tomaron sus propias decisiones, y su camino se desvió del de su padre. El texto nos lo presenta sin rodeos: se convirtieron en avaros, pervirtieron la justicia, se dejaron sobornar. Los hijos de un profeta de Dios se convirtieron en una burla, en un testimonio de corrupción. Las manos que debieron sostener la balanza de la equidad se abrieron para recibir el oro ilícito, y el alma que debía servir a la verdad se vendió al mejor postor.
La gente, por supuesto, no los quería. El rechazo del pueblo no era solo una cuestión política; era el resultado inevitable de un liderazgo que había perdido su brújula moral. Y en esa desilusión popular, los hijos le trajeron a su padre la angustia más grande. No solo le fallaron a Dios y al pueblo, sino que le fallaron a él. Le trajeron un problema que hirió su corazón de padre hasta lo más profundo. El clamor del pueblo por un rey no era solo un rechazo a Joel y Abías; era un grito desesperado que le decía a Samuel: "Tu legado ha fallado". Es un dolor que solo un padre que ha luchado por la rectitud de sus hijos puede comprender, la amargura de ver cómo tus propias creaciones, tus propias esperanzas, se convierten en tu mayor pesar.
Y en este punto, la narrativa de Samuel y sus hijos se eleva por encima de la anécdota bíblica para convertirse en una verdad universal. La historia de Joel y Abías nos recuerda que, a menudo, sucede lo impensable: criamos a nuestros hijos en el camino del Señor, los guiamos con la mejor de nuestras intenciones, les damos nuestro tiempo, les ofrecemos el mejor ejemplo, y sin embargo, ya crecidos, deciden apartarse. Y esta verdad, lejos de ser un castigo, es una liberación para el alma del padre. Tu responsabilidad, la de cualquier padre o madre que lucha por el alma de sus hijos, no es la de garantizar el resultado. Tu responsabilidad es la de ser un buen padre. Si, de adultos, ellos toman decisiones equivocadas que los alejan de Dios, que no sea porque usted les dio un mal ejemplo o los malcrió.
La Palabra de Dios, en su infinita sabiduría, nos ofrece un consuelo profundo y una verdad que nos libera de una carga que no nos corresponde llevar. Cuando 1 Timoteo 3:4 y 12 habla de los requisitos para un líder de la iglesia, usa la palabra griega tek-non, que significa "niños". La Escritura responsabiliza al padre por la crianza de sus hijos mientras son niños, no por las decisiones que toman como jóvenes o adultos. Hay un punto en la vida en el que la voluntad humana toma las riendas, donde el alma de cada individuo se enfrenta a una elección soberana que solo ellos pueden tomar. El corazón de un hijo, ya crecido, no es un territorio que el padre pueda gobernar, sino un jardín que ha sido plantado y regado, cuyo fruto final es un misterio entre el libre albedrío y la gracia de Dios.
La historia de Samuel nos enseña que un buen padre da tiempo, ejemplo y formación a sus hijos. Los guía, los ama, los disciplina, pero la fe no es una herencia que se pasa de padre a hijo como un apellido. La fe es una elección personal, un acto soberano del alma, una respuesta individual a la voz de Dios. Tu responsabilidad es ser un buen padre, pero las decisiones de tus hijos como adultos no son tu culpa. Al final del día, el dolor de Samuel no fue por haber fallado en su labor, sino por la angustia de ver a sus hijos rechazar el camino que él tanto amaba. La lección final es una de humildad y de paz: a veces, la siembra es fiel, la tierra es buena, y aun así, la cosecha no es lo que esperamos. Y en esos momentos, nuestra tarea es seguir confiando en el Dios que ama a nuestros hijos más que nosotros, el que los persigue con un amor que no se rinde, el que espera, con paciencia eterna, el día en que un hijo pródigo decida, por su propia voluntad, regresar a casa.
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