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SERMÓN - BOSQUEJO: EL CENTURIÓN ROMANO

Bosquejo (versión corta)

Tema: El centurión romano Texto: Lucas 23:47. Título: El centurión. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.

Introducción:

A. Dentro de la multitud en el Gólgota hay dos hombres con una característica similar. Uno era un criminal que había venido al Calvario para morir. El otro era un centurión romano que había venido al Calvario ese día para matar a los hombres. Antes de que ese día terminara, ambos hombres serían criaturas nuevas, salvadas por la gracia.

B. Nos centraremos hoy solo en el centurión. ¿Alguna vez se preguntó: qué fue lo que convenció a este hombre para que se convirtiera? Además del terremoto final y la oscuridad, también el hombre de la cruz tocó su corazón.

C. Alguna o todas las cosas del carácter de Cristo que consideraremos hoy fueron lo que le convenció:

I. SU COMPASIÓN (Ver 34, 39 – 43).


A. Mientras Jesús estaba muriendo en la cruz, Él exhibió Su gracia y amor al mostrar compasión por las necesidades de los demás.

1. Mostró compasión a la multitud: Las multitudes alrededor de la cruz se burlaban de Él, lo ridiculizaban y lo atormentaban incluso mientras moría. Sin embargo, Él no los condenó. Él no los reprendió. Cuando abrió Su boca, fue para orar por ellos (v. 34).

2. Mostró compasión al criminal (v. 39-43): Cuando este hombre, que momentos antes se había unido al otro ladrón para burlarse de Jesús, le pidió ayuda con respecto a su condición espiritual, Jesús se acercó a él en gracia, amor y compasión. Él prometió a este ladrón la salvación, lo cual, después de todo, fue la razón de la cruz en primer lugar.

B. ¿Saber que Jesús, en sus horas de más agónico dolor, mostró semejante gracia toca tu corazón?


II. SUS PALABRAS (Ver 34, 43, 46)


A. Los escritores de los Evangelios registran que, en siete ocasiones, Jesús habló mientras estaba en la cruz. ¡Qué difícil hubiera sido esto para cualquier hombre! De este modo, se revela la importancia de estas declaraciones.

Tres de ellas se registran aquí por Lucas. Permítanme tomar un momento para recorrer todos los siete. Ya ve, aunque Lucas no los registra a todos, ¡el centurión los escuchó a todos! Vamos a escucharlos esta noche:

1. Palabras de amor - Lucas 23:34  
2. Palabras de perdón - Lucas 23:43  
3. Palabras de cumplimiento - Mateo 27:46  
4. Palabras de provisión - Juan 19:26-27  
5. Palabras de agonía - Juan 19:28  
6. Palabras de victoria - Juan 19:30  
7. Palabras de despedida - Lucas 23:46  

B. Para notar por qué estas palabras pudieron haber tocado el corazón de este hombre, debemos saber que todo lo que este hombre había oído de los crucificados y de la gente allí reunida ese día eran burlas, maldiciones, calumnias, injurias, pero no así de Jesús. Por ello, es muy probable pensar que esto le impresionó también.

C. ¿Cuál de estas palabras te toca más?

III. SU ENTEREZA (Ver 38).


A. Algo que es impresionante de Jesús es Su entereza, Su valentía, aun desde el comienzo. Ya hemos hecho notar cómo los ladrones injurian y se quejan, no así Jesús. Esto puede darnos pie para pensar que este centurión jamás había visto a ningún crucificado morir de esta manera. El letrero decía que Jesús era un rey, cosa que al comienzo el centurión no creía; sin embargo, al transcurrir las horas, él vio que realmente Jesús se comportaba como tal, como el mejor rey que él hubiera visto, y esto lo llevó a creer.

B. Tal vez es esto lo que sorprende y toca el corazón del centurión, pero ¿te sorprende a ti?


Conclusión:

La historia del centurión nos invita a reflexionar sobre el poder del amor y la compasión en momentos de dolor. A través de la conducta y palabras de Jesús, este hombre se convirtió, mostrando que la gracia puede cambiar vidas. Su transformación nos recuerda que siempre hay oportunidad de redención, sin importar el pasado.

VERSION LARGA
El Centurión en la Crucifixión - Lucas 23:47  

En la colina del Gólgota, bajo un cielo que se había fatigado de su propia luz, el tiempo no transcurría, sino que se coagulaba en un punto de dolor absoluto. Aquel día, el madero vertical no era solo un instrumento de castigo romano, sino el eje silencioso alrededor del cual se reordenaba la conciencia del mundo. Y en la base de esa cruz central se encontraba un hombre, el Centurión. No era un hombre de filosofía ni de fe, sino un hombre de orden, de jerarquía, de rutina. Su vida era el engranaje bien aceitado del Imperio, la prueba palpable de que la brutalidad, cuando se viste de ley, se convierte en la normalidad. Había venido al Calvario a cumplir una tarea, a asegurarse de que el aliento de los condenados no regresara, que la muerte fuera, como siempre, eficiente y final.

Pero la crucifixión de Jesús no fue un trámite. Desde el principio, la escena se rompió, desafiando la experiencia endurecida del soldado. Había en la multitud un murmullo de burla, el ruido acostumbrado de la crueldad. Y había, colgado junto a Jesús, un criminal, un hombre que se había ganado su destino y que, en sus últimas horas, se unió al coro del escarnecimiento. Sin embargo, en medio de ese estruendo de odio, el Centurión escuchó una voz que se abría paso no con un grito de agonía, sino con una intercesión.

La primera herida que traspasó el corazón de hierro del soldado no fue la lanza, sino la compasión del moribundo. ¿Quién, en la agonía terminal, tiene espacio en su alma para la necesidad ajena? Un hombre, incluso un rey, clama por sí mismo, por venganza o por piedad. Pero Aquel que moría no clamó por nada propio. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, fue el primer susurro de la cruz que el Centurión retuvo. Eran los verdugos, los que habían clavado los clavos, los que echaban suertes sobre Sus ropas, la multitud que se mofaba—y Él oraba por el perdón de ellos. La justicia romana que el Centurión servía era inflexible, un sistema de ojo por ojo. Pero el Hombre en la cruz no devolvía el mal. Respondía al mal con una gracia tan vasta que desmantelaba toda la estructura moral del Imperio. Para el soldado, aquello era una imposibilidad metafísica. Era como escuchar un canto de amor desde el infierno.

Su asombro se hizo aún más agudo ante el diálogo con el criminal arrepentido. El otro ladrón, en su desesperación, se unió a la burla. Pero este, el que halló la luz en su última hora, le suplicó a Jesús, no por el descenso de la cruz, sino por la memoria, por la pertenencia al Reino futuro: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. Era una petición absurda, sin mérito alguno, pronunciada por un hombre sin tiempo para la penitencia. Y el Centurión fue testigo de la respuesta de un Rey que no demoró Su gracia, que no impuso condiciones: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. En el lugar de la ejecución, Jesús concedió la vida eterna. Era el colmo de la compasión, la absoluta disolución de la culpa. El Centurión había visto al Imperio negar la vida hasta el último aliento; ahora veía a un Crucificado prometer la vida en el instante mismo de la muerte. La razón misma de la cruz, la salvación, se reveló en un acto privado, un milagro concedido al despojado. ¿Qué clase de Rey era este, cuyo primer acto de coronación era la salvación de un ladrón? El Centurión, experto en la crueldad, comenzó a sentir la fisura de la gracia en su propia alma. Saber que Jesús, en la cúspide de Su agonía, era capaz de extender semejante amor, no como un deber, sino como un acto espontáneo de Su ser, debió conmover hasta el tuétano a un hombre acostumbrado a la ley seca del deber.

El impacto no fue un relámpago, sino una erosión lenta causada por la cadencia inusual de Sus Palabras. Los crucificados maldecían; Jesús hablaba. Y cada una de las frases que resonaron en esa colina eran un contrapunto a la miseria humana. El Centurión escuchó un evangelio articulado desde el madero, un testamento que se iba completando con cada aliento.

Escuchó el clamor de la responsabilidad filial en medio del dolor inexpresable, cuando Jesús le entregó el cuidado de Su madre al discípulo, estableciendo lazos de amor y provisión donde solo debería haber habido caos. “Mujer, he ahí tu hijo; he ahí tu madre”. Un acto de ternura en la hora más brutal.

Luego, a medida que la vida se escurría, escuchó el grito de la humanidad plena y sufriente, una declaración que vinculaba al Cielo con el polvo: “Tengo sed”. No era solo un grito físico, sino la afirmación de Su encarnación, el Hombre de Dolor que sentía el mismo tormento que cualquier mortal.

El Centurión también fue testigo de la fractura del universo. Escuchó, con un terror que heló la sangre de todos los presentes, la frase más aterradora: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Para el soldado, esta no era una blasfemia, sino un misterio. Un hombre que moría con tanta entereza, que oraba por Sus enemigos, ahora sentía el abandono del Padre. Era la conciencia de un castigo metafísico, la asunción de una soledad que el Centurión, en su profesión de muerte, jamás podría haber concebido. Era el precio de la redención resonando en el vacío.

Y al final, el Centurión, al igual que los demás, escuchó las Palabras de victoria. No el gemido final, sino una declaración de cumplimiento: “Consumado es”. No era el grito de quien se rinde, sino la afirmación de quien ha terminado una obra. El sacrificio no había sido una derrota, sino el acto final de una misión cumplida. El Centurión, cuyo mundo estaba regido por la lucha y la conquista, se enfrentó a un concepto de victoria que trascendía la espada y el imperio.

Y la última frase, la de la entrega final, fue un acto de voluntad soberana: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. El Centurión había visto almas escaparse de cuerpos desfallecidos. Pero este Hombre no exhaló Su espíritu; Él lo entregó. Era una elección, un acto de autoridad sobre la propia muerte. El soldado, acostumbrado a los moribundos que se aferraban a la vida, vio a uno que la soltaba con la dignidad de quien regresa a casa. Todas estas palabras, despojadas de las burlas, las injurias y los lamentos que él conocía, forzaron al Centurión a una conclusión ineludible: este Hombre no era un criminal común.

Lo más impresionante para el Centurión fue, sin duda, Su Entereza. Él era un experto en la muerte por crucifixión. Sabía cómo debía morir un condenado. Los crucificados perdían la compostura, su espíritu se rompía antes que sus huesos. Eran una colección de dolor, rabia y humillación. Pero Jesús no. El letrero, colocado por orden de Pilato, decía en tres lenguas que Él era el "Rey de los Judíos". Al principio, esto fue una broma política, una mofa de Roma. Pero a medida que pasaban las horas, la entereza de Jesús comenzó a dar un peso de verdad a esa inscripción.

Mientras los ladrones a Su lado se quejaban y se injuriaban, Jesús permaneció en una compostura que no era resignación, sino majestad. Su sufrimiento no le robó Su dignidad. Su cuerpo era un mapa de dolor, pero Su alma permanecía íntegra, inquebrantable. El Centurión jamás había presenciado una muerte así. La valentía del soldado es la de quien mata. La valentía de Jesús era la de quien muere perdonando.

La imagen del Crucificado se alzó como el patrón de la verdadera realeza, una realeza que no se mide por la fuerza de las legiones, sino por el poder del sacrificio. Lo que el Centurión vio fue a un Hombre que, en la máxima vulnerabilidad, ejercía el máximo control. La obediencia no era una sumisión forzada, sino una elección. Y esta entereza fue el argumento final que quebró la indiferencia del soldado. Cuando la tierra tembló bajo sus pies, cuando la oscuridad se hizo palpable, y cuando la última palabra de entrega resonó, el Centurión no pudo ya mantener su distancia profesional. El universo mismo se había puesto de lado del Crucificado.

El Centurión, ese hombre de acero que había venido a ejecutar, fue el primer testigo, el primer converso de los gentiles en esa colina. Su declaración no fue un acto de fe ciega, sino un juicio profesional y personal, una verdad arrancada de su conciencia por el terror y la admiración: “Verdaderamente este hombre era justo”. O, como otros lo recuerdan, “Verdaderamente este era Hijo de Dios”. Era el reconocimiento de que la justicia romana había crucificado a la Inocencia misma, que el poder del Imperio había colisionado con el poder de Dios, y que, en esa colisión, la gracia había vencido a la ley. Su corazón, que había sido una herramienta del Imperio, se abrió a la posibilidad de la redención. El Centurión, el hombre que había venido a matar, se fue transformado por Aquel a quien había presenciado morir. Su historia es un testimonio eterno de que el amor y la compasión de Cristo tienen la fuerza para penetrar la coraza más gruesa, encontrándonos justo allí donde creemos estar más seguros y más lejos de Dios: en la periferia de nuestro propio deber.

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