Bosquejo (versión corta)
Tema: El centurión romano Texto: Lucas 23:47. Título: El centurión. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. SU COMPASIÓN (Ver 34, 39 – 43).
II. SUS PALABRAS (Ver 34, 43, 46)
III. SU ENTEREZA (Ver 38).
Pero la crucifixión de Jesús no fue un trámite. Desde el
principio, la escena se rompió, desafiando la experiencia endurecida del
soldado. Había en la multitud un murmullo de burla, el ruido acostumbrado de la
crueldad. Y había, colgado junto a Jesús, un criminal, un hombre que se había
ganado su destino y que, en sus últimas horas, se unió al coro del
escarnecimiento. Sin embargo, en medio de ese estruendo de odio, el Centurión
escuchó una voz que se abría paso no con un grito de agonía, sino con una intercesión.
La primera herida que traspasó el corazón de hierro del
soldado no fue la lanza, sino la compasión del moribundo. ¿Quién, en la agonía
terminal, tiene espacio en su alma para la necesidad ajena? Un hombre, incluso
un rey, clama por sí mismo, por venganza o por piedad. Pero Aquel que moría no
clamó por nada propio. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, fue
el primer susurro de la cruz que el Centurión retuvo. Eran los verdugos, los
que habían clavado los clavos, los que echaban suertes sobre Sus ropas, la
multitud que se mofaba—y Él oraba por el perdón de ellos. La justicia romana
que el Centurión servía era inflexible, un sistema de ojo por ojo. Pero el
Hombre en la cruz no devolvía el mal. Respondía al mal con una gracia tan vasta
que desmantelaba toda la estructura moral del Imperio. Para el soldado, aquello
era una imposibilidad metafísica. Era como escuchar un canto de amor desde el
infierno.
Su asombro se hizo aún más agudo ante el diálogo con el criminal
arrepentido. El otro ladrón, en su desesperación, se unió a la burla. Pero
este, el que halló la luz en su última hora, le suplicó a Jesús, no por el
descenso de la cruz, sino por la memoria, por la pertenencia al Reino futuro: “Acuérdate
de mí cuando vengas en tu reino”. Era una petición absurda, sin mérito alguno,
pronunciada por un hombre sin tiempo para la penitencia. Y el Centurión fue
testigo de la respuesta de un Rey que no demoró Su gracia, que no impuso
condiciones: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. En el
lugar de la ejecución, Jesús concedió la vida eterna. Era el colmo de la
compasión, la absoluta disolución de la culpa. El Centurión había visto al
Imperio negar la vida hasta el último aliento; ahora veía a un Crucificado prometer
la vida en el instante mismo de la muerte. La razón misma de la cruz, la
salvación, se reveló en un acto privado, un milagro concedido al despojado.
¿Qué clase de Rey era este, cuyo primer acto de coronación era la salvación de
un ladrón? El Centurión, experto en la crueldad, comenzó a sentir la fisura de
la gracia en su propia alma. Saber que Jesús, en la cúspide de Su agonía, era
capaz de extender semejante amor, no como un deber, sino como un acto
espontáneo de Su ser, debió conmover hasta el tuétano a un hombre acostumbrado
a la ley seca del deber.
El impacto no fue un relámpago, sino una erosión lenta
causada por la cadencia inusual de Sus Palabras. Los crucificados maldecían;
Jesús hablaba. Y cada una de las frases que resonaron en esa colina eran un
contrapunto a la miseria humana. El Centurión escuchó un evangelio articulado
desde el madero, un testamento que se iba completando con cada aliento.
Escuchó el clamor de la responsabilidad filial en medio
del dolor inexpresable, cuando Jesús le entregó el cuidado de Su madre al
discípulo, estableciendo lazos de amor y provisión donde solo debería haber
habido caos. “Mujer, he ahí tu hijo; he ahí tu madre”. Un acto de ternura en la
hora más brutal.
Luego, a medida que la vida se escurría, escuchó el grito
de la humanidad plena y sufriente, una declaración que vinculaba al Cielo con
el polvo: “Tengo sed”. No era solo un grito físico, sino la afirmación de Su
encarnación, el Hombre de Dolor que sentía el mismo tormento que cualquier
mortal.
El Centurión también fue testigo de la fractura del
universo. Escuchó, con un terror que heló la sangre de todos los presentes, la
frase más aterradora: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Para
el soldado, esta no era una blasfemia, sino un misterio. Un hombre que moría
con tanta entereza, que oraba por Sus enemigos, ahora sentía el abandono del
Padre. Era la conciencia de un castigo metafísico, la asunción de una soledad
que el Centurión, en su profesión de muerte, jamás podría haber concebido. Era
el precio de la redención resonando en el vacío.
Y al final, el Centurión, al igual que los demás, escuchó
las Palabras de victoria. No el gemido final, sino una declaración de
cumplimiento: “Consumado es”. No era el grito de quien se rinde, sino la
afirmación de quien ha terminado una obra. El sacrificio no había sido una
derrota, sino el acto final de una misión cumplida. El Centurión, cuyo mundo
estaba regido por la lucha y la conquista, se enfrentó a un concepto de
victoria que trascendía la espada y el imperio.
Y la última frase, la de la entrega final, fue un acto de
voluntad soberana: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. El Centurión
había visto almas escaparse de cuerpos desfallecidos. Pero este Hombre no
exhaló Su espíritu; Él lo entregó. Era una elección, un acto de autoridad sobre
la propia muerte. El soldado, acostumbrado a los moribundos que se aferraban a
la vida, vio a uno que la soltaba con la dignidad de quien regresa a casa.
Todas estas palabras, despojadas de las burlas, las injurias y los lamentos que
él conocía, forzaron al Centurión a una conclusión ineludible: este Hombre no
era un criminal común.
Lo más impresionante para el Centurión fue, sin duda, Su
Entereza. Él era un experto en la muerte por crucifixión. Sabía cómo debía
morir un condenado. Los crucificados perdían la compostura, su espíritu se
rompía antes que sus huesos. Eran una colección de dolor, rabia y humillación.
Pero Jesús no. El letrero, colocado por orden de Pilato, decía en tres lenguas
que Él era el "Rey de los Judíos". Al principio, esto fue una broma
política, una mofa de Roma. Pero a medida que pasaban las horas, la entereza de
Jesús comenzó a dar un peso de verdad a esa inscripción.
Mientras los ladrones a Su lado se quejaban y se
injuriaban, Jesús permaneció en una compostura que no era resignación, sino majestad.
Su sufrimiento no le robó Su dignidad. Su cuerpo era un mapa de dolor, pero Su
alma permanecía íntegra, inquebrantable. El Centurión jamás había presenciado
una muerte así. La valentía del soldado es la de quien mata. La valentía de
Jesús era la de quien muere perdonando.
La imagen del Crucificado se alzó como el patrón de la
verdadera realeza, una realeza que no se mide por la fuerza de las legiones,
sino por el poder del sacrificio. Lo que el Centurión vio fue a un Hombre que,
en la máxima vulnerabilidad, ejercía el máximo control. La obediencia no era
una sumisión forzada, sino una elección. Y esta entereza fue el argumento final
que quebró la indiferencia del soldado. Cuando la tierra tembló bajo sus pies,
cuando la oscuridad se hizo palpable, y cuando la última palabra de entrega
resonó, el Centurión no pudo ya mantener su distancia profesional. El universo
mismo se había puesto de lado del Crucificado.
El Centurión, ese hombre de acero que había venido a
ejecutar, fue el primer testigo, el primer converso de los gentiles en esa
colina. Su declaración no fue un acto de fe ciega, sino un juicio profesional y
personal, una verdad arrancada de su conciencia por el terror y la admiración: “Verdaderamente
este hombre era justo”. O, como otros lo recuerdan, “Verdaderamente este era
Hijo de Dios”. Era el reconocimiento de que la justicia romana había
crucificado a la Inocencia misma, que el poder del Imperio había colisionado
con el poder de Dios, y que, en esa colisión, la gracia había vencido a la ley.
Su corazón, que había sido una herramienta del Imperio, se abrió a la
posibilidad de la redención. El Centurión, el hombre que había venido a matar,
se fue transformado por Aquel a quien había presenciado morir. Su historia es
un testimonio eterno de que el amor y la compasión de Cristo tienen la fuerza
para penetrar la coraza más gruesa, encontrándonos justo allí donde creemos
estar más seguros y más lejos de Dios: en la periferia de nuestro propio deber.
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