Tema: 1 Samuel. Titulo: Israel pide un rey Texto: 1 Samuel 8: 5 – 22. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. LA PETICIÓN (Ver 5 – 9).
II. LA ADVERTENCIA (ver 10 – 18).
III. LA REBELDÍA (ver 19 – 22).
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La narrativa de 1 Samuel, en el capítulo 8, no es un mero relato de transición política; es una profunda lección teológica sobre la ceguera humana y la paciencia divina. Nos sitúa en el crepúsculo de la era de los jueces, un tiempo que debió ser de fe y comunión directa, pero que se deshacía entre el caos y la desilusión. El escenario es Samuel, el último de los grandes profetas, anciano y cansado, enfrentándose a la demanda más radical que el pueblo jamás había planteado. Esta es la historia de cómo las buenas intenciones se convierten en el velo que nos impide ver la voluntad de Dios, y cómo el deseo de ser "como los demás" nos roba la corona de nuestra singularidad.
El corazón de la tragedia comienza con La Petición, que se eleva desde los ancianos con el sonido de la lógica irrefutable. La causa inmediata, y muy visible, era la decepción con la casa del profeta. Samuel ya era viejo y su vida estaba menguando, pero la verdadera alarma la daban sus hijos, que habían torcido la justicia y aceptado sobornos, contaminando el pozo del liderazgo. Era una amenaza real de vacío de poder. Por ello, el pueblo articuló su demanda en términos que parecían inobjetables: querían un rey que juzgara sus asuntos, alguien que pusiera orden en la anarquía espiritual y política. Querían, sobre todo, un rey que los unificara en la guerra y que marchara al frente de sus ejércitos, como lo hacían, con tanta aparente seguridad, todas las demás naciones (v. 5, 20).
Si lo analizamos con ojos humanos, sus intenciones no eran malvadas. No buscaban el mal; buscaban la estabilidad, la eficacia y la seguridad. Querían resolver el problema de la corrupción con una estructura nueva y visible. Pero aquí reside la sutil y peligrosa trampa de la carne: su solución, aunque bien intencionada, no era la voluntad de Dios (v. 7-8). Al pedir un rey de carne y hueso, un líder que pudiera ser visto y tocado, estaban sustituyendo la fe en el Rey invisible por la comodidad de un líder terrenal. El Señor mismo se lo reveló a Samuel con dolor: “No te han desechado a ti, sino que me han desechado a mí, para que no reine sobre ellos.” Este es el recordatorio crucial para nuestra vida espiritual: cuando se trata de agradar a Dios, las buenas intenciones, por muy puras que parezcan, no son suficientes. Debemos sujetar esas intenciones a Su voluntad soberana, porque cuando buscamos lograr metas “buenas” a través de métodos que comprometen Su Palabra, lo que logramos es desechar a Dios de nuestro propio trono. .
Ante la obstinación de Su pueblo, el amor de Dios no se manifestó en el castigo inmediato, sino en La Advertencia, una oportunidad final para que recapacitaran. Él no es un déspota que exige obediencia ciega, sino un Padre que, con detalle minucioso, enumera las consecuencias del camino equivocado. Dios mandó a Samuel a exponer el derecho del rey, el código no escrito de la monarquía que, tarde o temprano, devoraría su libertad.
La lista que Samuel presentó no era una profecía de un rey maligno, sino una descripción precisa de lo que el poder humano siempre hace cuando se le permite concentrarse sin un contrapeso divino: El rey tomaría a vuestros hijos para el servicio militar obligatorio, forzándolos a ser soldados, carros de guerra y labradores de sus tierras (v. 11-12). La promesa de la juventud, el futuro de las familias, sería consumido por las ambiciones bélicas del monarca. Tomaría a vuestras hijas para el servicio doméstico, como perfumadoras y cocineras, despojándolas de su lugar en el hogar para satisfacer las necesidades del palacio (v. 13). Arrebataría vuestras mejores tierras, viñas y olivares, dándolas a sus servidores y a su séquito, aniquilando la herencia familiar y la prosperidad forjada con el sudor del campo (v. 14). El rey les exigiría impuestos, la décima parte de la siembra y de las cosechas, un diezmo político que financiaría su opulencia y no el servicio de Dios (v. 15). Finalmente, tomaría vuestros siervos, siervas y animales, consolidando un control total sobre cada aspecto de la vida productiva del pueblo (v. 16-17).
Pero la parte más escalofriante de la advertencia no era el robo de la tierra o el ganado, sino el postrero silencio: se les dijo que cuando el yugo del rey se volviera insoportable, orarían a Dios para ser librados, y Dios no los libraría (v. 18). Esta es la sentencia de la auto-elección: cuando rechazamos la libertad que Él ofrece y elegimos la servidumbre humana, Él, por respeto a nuestra voluntad, puede retirarse. Esta advertencia resuena hoy en día. Dios nos advierte constantemente antes y durante nuestras rebeldías, enumerándonos las consecuencias de nuestras elecciones por amor y por el deseo de que seamos verdaderamente libres.
Lamentablemente, la luz de la advertencia fue ahogada por el clamor de La Rebeldía. El pueblo no escuchó el sonido de la verdad, sino el eco de su propia terquedad. Sin importarles la pérdida de sus hijos, sus tierras o la promesa del silencio divino, igual insistieron en su petición (v. 19). Se negaron a aceptar las palabras de Dios a través de Samuel, prefiriendo la ilusión de la estabilidad tangible a la realidad de la soberanía invisible. “No, sino que habrá rey sobre nosotros, para que también nosotros seamos como todas las naciones,” gritaron. .
Ante esta inquebrantable obstinación, Dios tomó una decisión terrible y solemne: los dejó a su decisión y les concedió un rey (v. 22). Terminó así la era de los jueces, inaugurándose la de la monarquía, que traería consigo gloria, pero también la sombra larga y sangrienta de Saúl, David y Salomón. El punto crucial de esta conclusión no es la ira de Dios, sino Su permiso.
También nosotros, hermanos, nos vemos reflejados en esta escena. Cuántas veces, sabiendo la sentencia de Dios sobre el adulterio, la codicia, o la ambición desenfrenada, tratamos de convencernos a nosotros mismos de que podemos manejar la situación, que todo estará bien. Y es en esos momentos donde la mayor tragedia ocurre: Dios nos deja a nuestra propia sabiduría. Él nos permite seguir nuestra voluntad, nos da rienda suelta al camino que elegimos. Y es allí, al final de ese camino que no era el Suyo, donde tantas veces tendremos que lamentarnos, pidiendo ayuda por el problema que nosotros mismos elegimos crear. La corona que nos pusimos por capricho, se vuelve el yugo que nos ahoga.
La historia de Israel al pedir un rey es el recordatorio perpetuo de que la fe no reside en la lógica o en la imitación de "las demás naciones", sino en la sumisión a la voluntad de Dios. La rebeldía, por muy racional que parezca, siempre trae consigo consecuencias graves. Reflexionemos sobre nuestra propia vida y la corona que hemos colocado en ella: ¿Estamos buscando la guía divina en el camino que Él ya ha marcado, o estamos simplemente siguiendo nuestros deseos y pidiendo un rey para que nos haga sentir seguros y "como los demás"? ¿Qué parte de Su Palabra estamos desechando hoy por la conveniencia de una solución humana?
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