Tema: La
muerte de Jesús. Título: El
poder de la sangre de Jesús. Texto:
Romanos 3: 23 – 24.
Autor:
Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz
I. SACRIFICIO.
II. LA ESCLAVITUD.
III. EL TRIBUNAL.
Conclusiones:
Pero en ese punto de quiebre, en el momento de la más profunda desesperanza humana, se alza un faro de luz que ilumina la diferencia fundamental entre el cristianismo y todos los demás sistemas religiosos. El cristianismo no se trata de lo que tú haces, sino de lo que Dios ha hecho por ti. Es un mensaje de gracia, no de mérito. Es la proclamación de la fe, no de las obras. Es la revelación del amor inmerecido, la bondad que no buscamos, la misericordia que nunca podríamos ganar. Es la verdad más radical y liberadora que jamás se haya susurrado al oído de la humanidad. Es la salvación por la fe, un regalo puro y sin ataduras, nacido del corazón de un Dios que nos amó mientras éramos sus enemigos. Para que podamos comprender la magnitud de este regalo, el apóstol Pablo nos ofrece tres comparaciones monumentales, tres espejos a través de los cuales podemos ver el poder infinito de la sangre de Jesús, derramada en la cruz del Calvario. Es en esa sangre, y solo en ella, donde se encuentra la respuesta a la pregunta más antigua de la humanidad.
La primera de estas poderosas comparaciones nos habla de un sacrificio, un concepto ancestral que se remonta a los albores de la civilización. Pablo usa la palabra propiciación, un término que a primera vista puede parecer oscuro, pero que en su núcleo guarda la esencia misma de nuestra redención. La propiciación es, en su sentido más literal, el acto de aplacar o hacer propicio. Para comprenderlo en su plenitud, debemos primero aceptar una verdad dolorosa, una realidad que la Biblia nos revela sin adornos: el ser humano, en su estado natural, está bajo la justa ira de Dios. Somos, como dice la Escritura, hijos de ira, nacidos en una condición de rebelión que nos separa de la santidad divina. No hay rito, no hay penitencia, no hay obra de caridad lo suficientemente grande como para pagar la deuda de un solo pecado. La distancia entre el hombre y un Dios perfectamente santo es un abismo que no podemos cruzar por nosotros mismos. Es en este punto que la propiciación se hace no solo necesaria, sino la única esperanza. La idea es simple pero conmovedora: el sacrificio perfecto de Jesús, el derramamiento de Su sangre inmaculada, aplacó la justa ira de Dios. No la extinguió en un acto de ignorancia, sino que la satisfizo en un acto de justicia y amor perfectos.
Para los judíos de la época, esta idea no era abstracta; se conectaba con el ritual más solemne y sagrado de su fe: el Día del Perdón, donde el sumo sacerdote entraba al Lugar Santísimo y rociaba la sangre de un animal sobre la tapa que cubría el Arca del Pacto, conocida como el “propiciatorio”. Era el lugar donde la santidad de Dios y la pecaminosidad del pueblo se encontraban, y la sangre era el puente que hacía posible esa comunión temporal. Pero la sangre de toros y machos cabríos era solo una sombra de la realidad venidera. Pablo nos revela la verdad: Jesucristo, el Cordero de Dios, se convirtió en el propiciatorio definitivo. En Él, Dios trató con el pecado de Su pueblo de una vez por todas. Su sangre derramada en la cruz es la única ofrenda capaz de quitar la ira divina. Es la manifestación tangible del amor de Dios, que nos amó tanto que proveyó el único sacrificio capaz de reconciliarnos con Él. Y este beneficio, esta paz con el Creador, no se gana con obras, sino que se obtiene al ejercer fe en el sacrificio de Cristo. Solo al clamar a Él y creer en Su obra completa en la cruz, el abismo se cierra y el alma encuentra su verdadero descanso.
La segunda gran comparación que nos ofrece la palabra de Dios, que nos invita a reflexionar sobre la naturaleza de nuestra condición anterior, es la de la esclavitud. Es una verdad cruda y a menudo incómoda: la Biblia no solo nos ve como pecadores incorregibles, sino también como esclavos. En un mundo donde la libertad es un ideal tan preciado, esta idea nos golpea con una fuerza reveladora. Éramos, antes del llamado de Cristo, esclavos de Satanás, el príncipe de este mundo, y esclavos de nuestro propio pecado, una cadena invisible pero irrompible que nos mantenía cautivos. Los deseos de la carne, las mentiras de la maldad, el vacío de una vida sin propósito, eran nuestros amos, y sus órdenes eran nuestra única ley. En este estado de cautiverio, la redención se hace indispensable. Es el único camino hacia la libertad.
¿Y qué es la redención? Es una palabra que resuena con la promesa de la liberación. La redención significa, literalmente, rescate y liberación por un pago. En el gran mercado de almas que es el mundo caído, la humanidad había sido vendida como esclava, pero no había ninguna moneda humana que pudiera comprar su libertad. La redención no es una liberación sin costo, no es una amnistía general sin un precio. No, el rescate fue pagado. El precio fue Cristo mismo. El apóstol Pablo nos lo recuerda una y otra vez: fuimos redimidos del poder de Satanás, del pecado, de la muerte y de la misma ley de Moisés, pero no con oro ni plata, sino con la sangre preciosa de Jesús. La sangre de Cristo es la moneda que pagó nuestra libertad. Al ser pagado el precio, el pacto de esclavitud fue roto. Nuestra realidad y nuestra posición cambiaron para siempre. Antes éramos propiedad de nuestros amos de la oscuridad, esclavos sin esperanza, pero al ser redimidos, ahora pertenecemos a Cristo. Somos de Él, comprados por un precio tan alto que nos convierte en Sus siervos, no por obligación, sino por amor y gratitud. Ya no vivimos para el pecado, sino para Aquel que murió para darnos vida. Y, una vez más, esta maravillosa redención se obtiene por la fe en el sacrificio de Cristo. Solo al creer en Él y en la obra que hizo, podemos pasar de la esclavitud a la libertad.
Finalmente, Pablo nos lleva a una escena solemne y definitoria, la de un tribunal. Es aquí, en el juicio de Dios, donde la tercera y última comparación se hace vital para nuestra salvación. La palabra que utiliza es justificación. Para entender su significado, debemos confrontar una vez más la antropología bíblica del hombre, que es, sin duda, la más pesimista. El ser humano es visto como un pecador, y como tal, está destituido de la gloria de Dios. En el tribunal celestial, el pecador no tiene defensa. La ley nos acusa, mostrando cada una de nuestras fallas y transgresiones. Satanás, el acusador de los hermanos, susurra al oído de Dios cada uno de nuestros errores. Y nuestra propia conciencia, ese testigo interno, a menudo nos condena sin piedad. En esta escena, donde la evidencia contra nosotros es abrumadora, la justificación entra en juego como el acto más extraordinario y glorioso de toda la historia.
¿Qué es la justificación? No es simplemente un perdón de pecados; es algo mucho más profundo. Es el acto a través del cual un pecador, completamente culpable, es declarado y tratado como un inocente por Dios. Es el acto soberano de Dios que declara al pecador justo y santo, a pesar de que continúa en un estado pecaminoso. Es un veredicto que va en contra de toda lógica humana y de todo principio de justicia terrenal. Se podría preguntar: ¿Cómo puede un Dios justo declarar inocente a alguien que es culpable? La respuesta es la sangre de Jesús. La justificación es posible gracias a Su muerte. Su sacrificio perfecto nos imputa una justicia que no es nuestra, sino la de Él. Es un regalo de la pura gracia de Dios. Para recibirla, no hay que hacer nada. No se trata de obras, ni de méritos, ni de rituales. El pecador únicamente tiene que creer que la tiene gracias al sacrificio de Cristo y a la bondad inmerecida de Dios. Es un acto de fe.
Esta verdad es tan poderosa que a menudo provoca una pregunta obvia y, a veces, una excusa para la indiferencia: “Si la salvación es un regalo, ¿continuaremos en el pecado para que la gracia abunde?” Y la respuesta de Pablo, rotunda y firme, resuena a través de los siglos: “¡En ninguna manera!” El poder de la sangre de Jesús no solo nos salva del pecado, sino que nos libera para una vida de santidad. La justificación no es una licencia para pecar, sino el fundamento de una nueva vida en Cristo. Cuando comprendemos la magnitud del amor de Dios en el Calvario, nuestra respuesta natural no es la de la complacencia, sino la de la adoración y una vida de obediencia. La gracia nos transforma, nos inspira a vivir de manera que honremos a Aquel que nos amó primero.
La muerte de Jesús es el fundamento de nuestra fe, el ancla de nuestra alma en medio de las tormentas de la vida. A través de Su sacrificio propiciatorio, la ira de Dios ha sido aplacada, y el puente ha sido construido para reconciliarnos con Él. Por Su sangre redentora, hemos sido liberados de la esclavitud del pecado y de Satanás, y ahora pertenecemos a Él por toda la eternidad. Y por Su acto de justificación, hemos sido declarados inocentes ante el trono de Dios, un veredicto que nos libera de toda culpa y acusación. Todo esto no se logra por nuestras obras, sino mediante la fe en Su sangre derramada. Reflexionar sobre este sacrificio nos lleva a una adoración más profunda y a una gratitud que nos llena hasta las lágrimas. Nos recuerda que nuestra relación con Dios no se basa en nuestros méritos, sino en Su inmensurable gracia y en el amor que no tiene fin. La sangre de Jesús es el poder que transformó la historia, y es el poder que transforma nuestra vida, hoy y para siempre.
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