Tema: Libro de Números. Título: Balaam y la burra. Texto: Números 22. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. EXISTEN HÍBRIDOS.
Parece ser que era muy famoso por la efectividad de sus maldiciones y bendiciones (Ver 6) y cuando los emisarios de Moab y Madian van a él, la Escritura dice que llevaban consigo: “DADIVAS DE ADIVINACIÓN” (Ver 7), lo que lo ubica como un adivino, un brujo.
II. HAY QUE CERRARSE A LA TENTACIÓN.
III. DIOS USA VARIADOS INSTRUMENTOS.
VERSION LARGA
Los hijos de Israel, esa multitud que se ha forjado en el crisol del desierto, ahora se erigen, como una fuerza indomable, en la frontera de la tierra prometida. Sus campamentos se extienden por los campos de Moab, y la noticia de sus victorias resuena como un trueno distante, un eco inquietante que se propaga por las tierras vecinas. El rey Balac de Moab, un hombre cuya astucia se mezcla con un pavor gélido, y la nación de Madián, se unen en una alianza forzada por el miedo. Han visto lo que Israel ha hecho a otros pueblos, la facilidad con la que sus ejércitos se disuelven ante esta marea de determinación divina. Comprenden, con una certeza que hiela los huesos, que no hay fuerza militar capaz de enfrentarlos y vencerlos en campo abierto. Entonces, en la penumbra de su desesperación, urden una estrategia que va más allá de las espadas y los escudos; una intriga que busca torcer la voluntad del cielo, una maniobra que se adentra en el territorio inasible de lo espiritual. Su plan es contratar a un brujo, un adivino, un hombre cuya fama de maldiciones efectivas y bendiciones certeras es tan conocida como el sol que quema la arena. Su nombre es Balaam, y es hacia él que se vuelven todas sus esperanzas y sus miedos.
Esta historia, con su intrincado ballet de personajes y propósitos, es un espejo en el que podemos ver reflejadas muchas de las sombras y luces de nuestra propia travesía espiritual. Nos habla de la naturaleza de la fe, de la insidiosa seducción de la tentación, y de la sorprendente manera en que lo divino se entrelaza con lo más mundano.
Imaginen a Balaam. No es un judío, nos dice el texto, sino un hombre de Mesopotamia, de la lejana Peor, junto a las aguas milenarias del río Éufrates. La Escritura, en su precisión sutil, nunca lo nombra como profeta de Dios. Más bien, cuando los emisarios de Moab y Madián acuden a él, el relato es claro: traen consigo "DADIVAS DE ADIVINACIÓN". Esto lo sitúa inequívocamente en el reino de lo oculto, un brujo, un adivino de renombre. Sin embargo, y aquí reside una de las primeras grandes paradojas que nos sacuden, este hombre, tan enraizado en lo pagano, no duda en invocar a Yahvé, el Dios de Israel, llamándolo con una familiaridad asombrosa: "mi Dios". Pronuncia expresiones que suenan piadosas, frases que denotan una aparente obediencia: "No puedo traspasar el dicho de Yahvé mi Dios para hacer cosa chica ni grande". Hay en él una dualidad que nos perturba, un eco de lo sagrado que se mezcla con el hedor de lo profano. Es un ser híbrido, un alma que pronuncia palabras de luz mientras sus pies, sin embargo, caminan por senderos oscuros.
¿Acaso no vemos, en los pasillos de nuestras iglesias, en los rincones más íntimos de nuestros corazones, reflejos inquietantes de esta dualidad? Personas que dicen "mi Dios" con una devoción superficial, con labios que recitan oraciones y versículos, pero cuyas acciones, cuando se examinan bajo la luz cruda de la verdad, revelan una realidad dolorosamente diferente. Este estado híbrido, esta falta de cohesión entre lo que se profesa y lo que se vive, esta constante oscilación entre dos mundos, solo puede conducir, al final, a una vida de problemas, a un espíritu que se convierte en un nido de contradicciones y angustias. Es como intentar servir a dos señores, una tarea imposible que desgarra el alma y nos deja en un estado perpetuo de desequilibrio.
La naturaleza híbrida, esta mezcla de lo que debería ser y lo que en verdad es, nos arrastra inexorablemente hacia un abismo de problemas. Uno de los más insidiosos y devastadores es la incapacidad de resistir la tentación. No es que un verdadero creyente, uno con un corazón totalmente entregado a Cristo, no caiga en tentación. La diferencia fundamental reside en las herramientas que posee, en la fortaleza interior que le ha sido dada para vencerla, para levantarse después de la caída. La historia de Balaam es un manual de advertencia, una parábola viva sobre la fragilidad de la voluntad humana frente al brillo seductor de la avaricia.
Balaam fue tentado, no con la fuerza de un ejército, sino con el tintineo de monedas y la promesa de reputación, a actuar en contra de la voluntad expresa de Dios: a maldecir a Israel. Su debilidad ante esta oferta fue, como veremos, su propia perdición. Él, en su vulnerabilidad, cedió lentamente, pero con una determinación fatal, a la seducción del pecado.
Primero, con una curiosidad que abrió la puerta a su caída, escuchó lo que decían los emisarios de Balac. Las palabras de promesa, de riqueza, de fama se filtraron en su mente como gotas de veneno dulce, una melodía que resonaba con sus deseos más ocultos. Luego, en un acto que sella su destino, durmió con ellos. Compartió su espacio, su intimidad, permitiendo que la atmósfera de la tentación lo envolviera, que el olor de la ambición se impregnara en su ser. Y a pesar de las claras y directas palabras de Dios, que le prohibían ir, Balaam, obnubilado por el deseo, repitió el proceso, como si creyera que una segunda súplica forzaría a Dios a ceder a sus propios anhelos. La segunda oferta fue mucho mayor, más tentadora, más irresistible, una red dorada tejida para atrapar su alma. Y así, paso a paso, en una danza lenta y seductora con el pecado, finalmente cayó.
Balaam debió haber cerrado la puerta a la tentación con una decisión férrea en el segundo intento. Dios había sido claro. Pero al no hacerlo, al dejar una rendija abierta para la avaricia, al permitir que la semilla de la codicia germinara en su corazón, cedió. Su camino se desvió irreversiblemente hacia la desobediencia, hacia un abismo que lo consumiría.
Hay un detalle en este relato que a menudo confunde a quienes lo leen y nos obliga a escudriñar más profundamente la mente divina, que es tan superior a la nuestra. Dios, en un primer momento, parece decirle a Balaam que vaya con los emisarios, y luego, en una aparente contradicción que desafía nuestra lógica limitada, se enoja con él por haber ido. ¿Qué ocurrió en ese intersticio, en ese breve lapso entre el permiso divino y la ira ardiente de Dios?
Aquí reside una verdad sutil pero poderosa sobre la naturaleza de Dios y la complejidad insondable del corazón humano. La primera vez que Balaam pide permiso para ir, la respuesta inicial de Dios es una prohibición rotunda y sin ambages: "No irás con ellos, ni maldecirás al pueblo, porque bendito es". Pero la intención de Balaam, incluso entonces, no era simplemente obedecer. Él quería ir, su corazón ya estaba inclinado a la avaricia, dispuesto a hacer lo que fuera por dinero, a lucrarse a pesar de saber que no podía maldecir a un pueblo bendito. Era una avaricia encubierta, un deseo de explotar la situación para su propio beneficio. Sin embargo, cuando los príncipes de Moab regresan con una oferta aún mayor y Balaam vuelve a consultar a Dios, el Señor le permite ir, pero con una condición crucial: "Ve con ellos, pero la palabra que yo te diga, esa harás." Parece ser que en ese momento, Balaam profesó una intención de obediencia, de que iría allí a hacer la voluntad de Dios, que no importaría lo que le ofrecieran, él no maldeciría a Israel. Pero el viaje es una metáfora de la vida, un camino lleno de pruebas y tentaciones. A medida que el camino transcurría, el paisaje de su corazón cambió drásticamente. El brillo de los regalos, el poder de la influencia, la seducción de la avaricia, todo conspiró para torcer su rumbo. Su "camino se volvió perverso", nos dice la Escritura, su intención se corrompió, y fue entonces, y solo entonces, que la ira de Dios se encendió sobre él. No fue el acto de ir en sí mismo, sino la corrupción de la intención, la perversión del propósito durante el viaje, lo que provocó la divina indignación. Balaam se dejó arrastrar por la "senda de la avaricia", un camino del que el Nuevo Testamento nos advierte con vehemencia (2 Pedro 2:15-16; Judas 11), ligándolo a aquellos que hacen la obra de Dios por dinero, a quienes comercializan la fe y la usan para su propio beneficio. Este es un mal perenne en la historia de la humanidad y en la iglesia, una trampa sutil y peligrosa en la que debemos cuidarnos de no caer. La teología de la prosperidad mal entendida, el seguir y servir a Dios con un corazón dividido, motivado por el lucro, es algo que Su corazón detesta, algo que corrompe la pureza de la fe.
Y aquí viene el asombro, la maravilla que nos deja sin aliento y nos humilla hasta el polvo. En medio de esta trama de ambición humana, desobediencia y divina indignación, Dios, en Su soberanía inescrutable, utiliza los instrumentos más inesperados para cumplir Sus propósitos. Llama la atención que Dios elija usar a alguien ajeno a Su pueblo, un adivino, un brujo, para una tarea tan trascendental como la de bendecir a Su pueblo elegido. Pero aún más sorprendente, más allá de nuestra comprensión limitada, es el instrumento que elige para corregir a este hombre obstinado y cegado por la codicia: un burro.
El relato nos dice que el ángel del Señor se aparece tres veces a la asna de Balaam. Y en cada una de esas ocasiones, el animal, con una sabiduría que trasciende su naturaleza, intenta apartarse del camino, en una obediencia instintiva a una realidad invisible para los ojos de su amo. Y en cada una de esas ocasiones, la asna es azotada, maltratada, por la mano de Balaam, quien, en su ceguera espiritual y su frustración, no comprende la visión celestial que su humilde montura sí percibe. La burra ve el peligro, la espada desenvainada, la ira divina; Balaam solo ve un animal obstinado.
Hasta que, en un momento que desafía toda lógica y que irrumpe en la narrativa con la fuerza arrolladora de lo milagroso, el asna habla. Sí, una criatura muda, sin razón, sin la capacidad de articular pensamientos, se convierte en la voz de la verdad, en el instrumento de Dios para reprender a su amo y, asombrosamente, para salvar su vida de la muerte inminente que acechaba en el camino.
¿Qué nos enseña esto, amados hermanos y hermanas? Una verdad profunda y liberadora, una que debería humillarnos y al mismo tiempo inspirarnos: Dios usa a quien Él quiere y como Él quiere para cumplir Sus propósitos. Dios puede usar incluso el pecado y a los pecadores, en Su soberanía inescrutable, para llevar a cabo Su plan eterno. Su plan no está limitado por nuestras imperfecciones o por la maldad humana. Pero si Dios, en Su infinita sabiduría, en Su poder ilimitado, puede usar a un burro, una criatura considerada por muchos como tonta y obstinada, para corregir a un hombre cegado por la avaricia y para salvar una vida, ¿cuánto más podrá usarnos a nosotros? A nosotros, que somos creados a Su imagen y semejanza, dotados de razón, de voluntad, de un espíritu capaz de comulgar con Él, de discernir Su voz y Su propósito. Piense en la vastedad de Su poder, en la creatividad inagotable de Su plan. Si nos disponemos en Sus manos, si entregamos nuestras vidas, nuestras habilidades, nuestras imperfecciones, nuestras luchas, nuestras debilidades a Su servicio, si nos rendimos completamente a Su voluntad, ¿qué milagros no podrá realizar a través de nosotros? Si un animal fue un instrumento de salvación, ¡imaginen el potencial que reside en un corazón humano rendido a Él, un corazón dispuesto a ser moldeado y usado para Su gloria!
La historia de Balaam y su burra es mucho más que un relato curioso. Es una enseñanza perenne sobre la dualidad que a menudo reside en nuestra propia fe, sobre los peligros insidiosos de la avaricia y la seducción constante de la tentación. Nos invita, nos implora a una introspección profunda y honesta, a preguntarnos con una sinceridad brutal: ¿estamos firmes en nuestra convicción de seguir a Dios con un corazón indiviso, con una entrega total, o cedemos a las influencias sutiles y a veces descaradas del mundo que buscan desviarnos del camino, torcer nuestro propósito, corromper nuestra alma? Al igual que el burro, en nuestra humildad y en nuestra aparente insignificancia, podemos ser, y estamos llamados a ser, instrumentos poderosos de Su voluntad soberana, si tan solo nos abrimos a Su dirección. Por ello, es crucial, es vital, que examinemos nuestro corazón, que purifiquemos nuestras intenciones, que renunciemos a cualquier rastro de avaricia o doblez, y que alineemos cada faceta de nuestra vida con Sus propósitos divinos. Solo entonces, en esa rendición total y en esa obediencia de fe, podremos experimentar la plenitud de Su presencia, Su poder transformador, y ser verdaderamente útiles en Sus manos, glorificando Su nombre con cada paso. Es hora de dejar de ser híbridos, de cerrar la puerta a la tentación, y de escuchar, con oídos espirituales abiertos y un corazón dispuesto, la voz del cielo que nos llama a un propósito más elevado, a una vida de integridad y poder divino. Que así sea en cada uno de nosotros.
4 comentarios:
Dios los bendiga. Muchas gracias por este mensaje. Es de mucha ayuda para entender más.
Gracias por tu comentario
ME GUSTO MUCHO EÑ MENSAJE. GRACIAS
Muchas gracias por tu comentario
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