¡Bienvenido! Accede a mas de 1000 bosquejos bíblicos escritos y diseñados para inspirar tus sermones y estudios. El autor es el Pastor Edwin Núñez con una experiencia de 27 años de ministerio, el Pastor Núñez es teologo y licenciado en filosofia y educación religiosa. ¡ESPERAMOS QUE TE SEAN ÚTILES, DIOS TE BENDIGA!

BUSCA EN ESTE BLOG

SERMÓN: EL CIEGO BARTIMEO - FIN DE AÑO (BOSQUEJO)

BOSQUEJO (VERSIÓN CORTA)

Tema: Discipulado. Título: El ciego Bartimeo
Texto: Lucas 18: 35 – 43. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz 

Introducción:

A. Estamos llenándonos de fe, ánimo y esperanza para comenzar este 2016; estamos consolando el corazón de aquellos que pasan tribulación; estamos llenándonos de estrategias, ideas y herramientas para enfrentar la vida cuando esta se pone “cuesta arriba”.

B. Hoy estudiaremos la historia del ciego Bartimeo:

I. EL PERSONAJE NECESITADO (Ver 35).


A. El milagro sucedió en Jericó. La situación es que, al contarnos la misma historia, Mateo nos dice que el milagro no sucedió acercándose a Jericó, sino saliendo (Mat 20: 29). ¿Dónde sucedió realmente? La respuesta es que según la arqueología, había por lo menos dos Jericós, la antigua y la nueva, unidas por un camino, entonces el milagro pudo haber sucedido entrando a la una y saliendo de la otra o viceversa. 

Por otro lado, también los relatos discrepan en cuanto al número de ciegos. Mateo dice que son dos y Marcos y Lucas dicen que fue uno ¿Cómo se resuelve?, ya vimos como los tres evangelistas escriben desde su propio punto de vista (prueba de que no se pusieron de acuerdo para escribir), entonces cada quien enfatiza los detalles que le parecen pertinentes para su propósito. No son contradicciones en los relatos sino más bien los hechos contados de maneras diferentes.

Esto es importante conocerlo, pues es una prueba mas que nos habla de la perfección de la Biblia y que ella no se contradice, sus "contradicciones" solo son aparentes y con suficiente estudio sobre el contexto estas se solucionan fácilmente.

B. En cuanto al personaje necesitado sabemos cinco cosas de él:

1. Era ciego.
2. Era mendigo
3. Se llamaba Bartimeo (según Marcos)
4. Estaba sentado junto al camino (detalle relevante).
5. Necesitaba un milagro 

C. Note que lo primero que necesitamos para un milagro es precisamente eso: necesitarlo.


II. EL CLAMOR DEL NECESITADO (Ver 36 – 39).


A. Este hombre ciego escucha la algarabía de la gente que viene rodeando a Jesús (era tiempo de la Pascua, Jericó quedaba en camino a Jerusalén, la gente rodeaba a Jesús porque una de las maneras de enseñar de un rabí era hacerlo mientras caminaba; al mismo tiempo, aquellos que no irían a la Pascua salían a las orillas del camino a felicitar y animar a quienes peregrinaban a Jerusalén), el ciego  pregunta qué ocurre,   a lo que responden que Jesús de Nazareth se acerca, y allí comienza su clamor.

Grita: «!Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!», la gente alrededor de Jesús lo reprende, le dicen que se calle, pero el ciego, ante esto, intensificó su clamor. Tenemos, pues, que el ciego no solo sólo se enfrenta al silencio de Jesús, quien según el relato no le presta atención, sino que también se enfrenta al regaño de la multitud, así y a pesar de todo, él sigue adelante en la consecución de su propósito: ser sanado.

B. Cuando estamos buscando una bendición, es seguro que encontraremos obstáculos, muchos obstáculos. Bartimeo nos enseña que, a pesar de ellos, debemos seguir adelante, con decisión y determinación: así se alcanzan las bendiciones de Dios.


III. LA RESPUESTA AL NECESITADO (Ver 40 – 41).


A. Las respuesta a su clamor está antecedida de la perseverancia, pero no sólo de ella, sino también de un acto de fe. El relato de Marcos nos informa que cuando fueron a decirle que Jesús lo llamaba, él arrojo su capa. Sucede que en tierra Tierra santa Santa, cierto tipo de  de capa era la que identificaba a los ciegos y mendigos, el arrojar la capa es una acto de fe que proclama: «nunca más seré un ciego mendigo»; lo más significativo es que lo hace cuando aún está ciego, él tiene fe que su día de sanidad ha llegado.

B. Un acto de fe es “ensillara el caballo sin haberlo montado”, así actúa la fe, da pasos sin que las condiciones para hacerlo sean perfectas.

C. Acto seguido llega a Jesús y le hace una pregunta: «¿Qué quieres que te haga?» (curiosa pregunta para alguien en quien es evidente su enfermedad y condición).

D. Jesús también nos pregunta a nosotros: ¿Qué quieres que te haga?, y no se valen repuestas generales. Así como el ciego, debemos saber específicamente qué es lo que queremos y decirlo.

E. Al momento, el ciego recibe la sanidad.


IV. EL SEGUIMIENTO DEL NECESITADO (Ver 43).


A. A mi parecer, este es el detalle más importante de esta historia. El ciego hizo dos cosas al recibir la sanidad:

1. Dio la gloria a Dios. Los milagros deben glorificar a Dios y solo únicamente a Él debe recibir la gloria en ellos, ningún hombre, iglesia o ministerio debe ser glorificado como el hacedor de milagros. 

2. Le siguió: El detalle del ciego junto al camino no es menor, así inicia la historia, pero el fin de la historia el ciego seguía a Jesús por el camino. Para entender lo que este detalle quiere decir necesitamos saber que este fue el último milagro de sanidad de Jesús, debemos saber que Jesús se dirigía a la su última Pascua, se dirigía a Jerusalén a morir, es decir, su camino es el camino de la muerte, el camino de la cruz y el ciego lo siguió en el.

Es verdad que no hay manera de pagarle a Dios todo lo que hace por nosotros, pero por lo menos debemos ser agradecidos y podemos ser agradecidos siguiéndole y siguiéndole por en el camino de la cruz.


Conclusiones:

La historia del ciego Bartimeo nos enseña sobre la perseverancia en la fe y la importancia de reconocer nuestras necesidades. A pesar de las dificultades y obstáculos que enfrentó, su clamor por ayuda fue sincero y persistente, lo que le llevó a experimentar un milagro transformador. Al recibir su sanidad, no solo glorificó a Dios, sino que también decidió seguir a Jesús en su camino. Este relato nos invita a reflexionar sobre nuestras propias vidas: ¿Estamos dispuestos a clamar y seguir a Cristo, aun en tiempos difíciles, reconociendo su poder y misericordia?

 
 

ESCUCHE AQUI EL AUDIO DEL SERMÓN 

Version larga
El Ciego Bartimeo: Un Modelo de Discipulado

El polvo de Jericó no era un sedimento inerte; era una memoria geológica, una fina harina rojiza, molida por el paso de los siglos, impregnada del olor a especias de caravana y el aliento viciado de las multitudes que, anualmente, se dirigían a la Pascua, una marea humana arrastrada por la inercia del rito hacia la inminente inmolación de Jerusalén. Era este el escenario, el exacto umbral entre la antigua ciudad de los muros caídos y la Jericó romana recién fundada, un no-lugar en el trayecto, donde la verdad debía desdoblarse en paradoja. La primera dificultad, y la más fértil para el espíritu, se presenta en la ambigüedad del espacio y del testigo: Lucas nos dice que el milagro de la luz aconteció acercándose a la ciudad, mientras Mateo insiste en que fue saliendo de ella. Esta disyunción, que para el arqueólogo es un mero acertijo de coordenadas, para el creyente es una lección sobre la naturaleza de la Gracia: la Visitación no se sujeta a la cronología del peregrino ni a la topografía estricta del camino; ella es un evento que puede interceptarnos en el inicio o en la consumación de nuestro propio viaje, ocurriendo siempre en el punto medio exacto de nuestra mayor vulnerabilidad.

No menos vital es la aparente discordancia en el número de los agraciados: ¿era uno solo, el Bartimeo lírico y memorable, el Hijo de Timeo cuya ceguera se hizo proverbial, o eran dos, como testifica la contabilidad más sobria de Mateo? La fe, en su esencia, no teme a los ángulos múltiples. Los evangelistas, lejos de conspirar en un pacto editorial para uniformar la historia, cada uno desde su propia sensibilidad teológica y su propósito pastoral, fijaron la vista en el detalle que más servía a su narración. Lucas se centra en el individuo, en la singularidad del alma rescatada, en la potencia de un nombre que debe ser recordado; Mateo nos recuerda, con su duplicidad, que la misericordia nunca es exclusiva y que, detrás de cada rostro visible, siempre hay una sombra, un segundo sufriente, un dolor silenciado que también es atendido por el Verbo. Lejos de socavar su autoridad, estas aparentes contradicciones son el sello de la autenticidad textual, la prueba de que el Espíritu no exige la unanimidad robótica, sino la polifonía de la experiencia humana ante lo Divino, una perfección que se revela no en la rigidez geométrica, sino en la inabarcable riqueza del contexto. La Biblia, por tanto, se erige no como un monolito de datos, sino como un prisma de Verdades que, al ser estudiadas en su profundidad, resuelven sus dilemas en una armonía insospechada.

Y en el centro de esta polifonía se hallaba el personaje necesitado, Bartimeo, cuya existencia era un compendio de privaciones concretas. Primero, era ciego; no solo privado de la visión retiniana, sino un habitante forzoso de la penumbra metafísica, un alma a la que el mundo le había sido robado y reducido al tacto, al olor y a la voz. La ceguera no era solo su enfermedad, era su destino social: el ciego en la antigüedad era la metáfora de la descalificación, del hombre incompleto para el Reino, cuyo único rol permitido era el de la resignación estática. Segundo, era mendigo, una identidad forjada en la dependencia, cuyo sustento estaba ligado al capricho o a la culpa de los que pasaban. Su vida no era una búsqueda activa, sino una espera pasiva, una mano extendida en la humedad de la sombra.

Tercero, y crucialmente, estaba sentado junto al camino. No estaba en el camino, dueño de su propia trayectoria, sino al lado, exiliado de la marcha de la vida, espectador mudo del flujo de los que sí tenían destino. El camino (Hodos) era la metáfora de la vida con propósito, el peregrinaje a Jerusalén, el discipulado; y Bartimeo, por su condición, solo podía aspirar a ser el mobiliario permanente de la orilla, el hombre cuya única certeza era el lugar exacto de su miseria.

Y, sin embargo, en esta suma de carencias—ceguera, dependencia, inmovilidad—residía su única y más alta calificación para el milagro: Necesitaba un milagro. El reconocimiento honesto de la necesidad no es una debilidad; es la primera y más profunda virtud del discipulado. Nadie que se sienta autosuficiente permite que la Gracia actúe; solo la conciencia abrumadora de la propia insuficiencia abre el espacio para la irrupción de lo Absoluto. La necesidad, despojada de su vergüenza, se convierte en la oración más eficaz.

El murmullo de la multitud se hizo estruendo. El eco de los pasos, el arrastre de las túnicas, las voces elevadas en expectación, todo ello se precipitó sobre el lugar donde Bartimeo, esa estatua de la miseria, se consumía en su sombra. El ciego, cuyo oído se había agudizado por la ausencia de luz hasta convertirse en su principal órgano de inteligencia, detectó la singularidad de ese rumor. No era el ruido habitual del mercado; era la algarabía de la Presencia. Preguntó, con la urgencia del que percibe que el tren del destino está a punto de pasar: ¿Qué es esto? Y la respuesta, lanzada sin ceremonia por la indiferencia, se clavó en su corazón con la fuerza de un rayo: Jesús de Nazareth pasa.

La mera mención del nombre actuó como la llave que desbloquea la jaula de la esperanza. Pero Bartimeo, en el instante de su entendimiento, no se conformó con la esperanza común; su fe, nacida de la necesidad, fue inmediatamente teológica. Él no gritó: ¡Maestro, ayúdame! o ¡Rabí, sé bueno conmigo! Él gritó: ¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí! La invocación "Hijo de David" no era un cumplido social; era una declaración subversiva, el reconocimiento público y arriesgado de Su Mesianismo, el título que conectaba la figura ambulante del Rabí con el linaje de la realeza restauradora de Israel. Era, en sí mismo, un acto de fe que desafiaba la teología oficial y la política romana.

Y fue entonces cuando se levantó la figura del obstáculo, ese fantasma que siempre se interpone entre el alma y su redentor. La gente, la misma que iba de camino a honrar a Dios en el templo, los "devotos" del séquito, aquellos que se sentían propietarios del acceso al Maestro, comenzaron a reprenderlo. ¡Cállate! fue el mandato. ¡Guarda silencio! ¡No ensucies este momento de piedad con tu clamor vulgar! La multitud se convirtió en la policía de la gracia, el guardián de la etiqueta espiritual, exigiendo que el milagro se pidiera en susurros y en el momento que ellos consideraran oportuno. El ciego se enfrentó, de pronto, a una doble resistencia: el aparente silencio de Jesús, que aún no había fijado Su mirada, y el rugido censor de la comunidad religiosa que lo quería devolver al anonimato de la orilla.

Pero Bartimeo, en ese punto exacto de fricción, nos entrega la lección más vital sobre perseverancia activa. Lejos de ser intimidado o de retractarse por la vergüenza, él clamaba mucho más fuerte. El obstáculo no actuó como un disuasivo, sino como un intensificador. El grito se hizo un acto de voluntad pura, una afirmación existencial de que su necesidad era más importante que el decoro de la muchedumbre. La fe verdadera no es silenciosa; es ruidosa, importuna, insistente. Es en esa intensidad, en ese rechazo a ser silenciado por la apatía propia o la censura ajena, donde reside la clave de la bendición. Bartimeo comprendió que las bendiciones de Dios se alcanzan no en el reposo, sino en la determinación inquebrantable de seguir adelante, a pesar de las voces interiores que nos piden bajar el tono y de las barreras exteriores que nos exigen rendición.

Y el universo se detuvo. Lo Absoluto se sometió a la urgencia de lo singular. Jesús, el que caminaba con la inevitabilidad de la profecía hacia el Gólgota, se detuvo. La marea de la historia, el flujo imparable del destino, se interrumpió por el clamor de un solo hombre anclado en la periferia. Esta detención no es un mero detalle narrativo; es la manifestación radical de la compasión divina, la prueba de que, para el Creador, ninguna alma es una cifra estadística.

Una vez detenido, el Maestro emite la orden que invierte la jerarquía: Llamadle. Y los mismos que antes vociferaban el silencio, ahora se convirtieron en los mensajeros de la Gracia. Sus palabras, Ten ánimo; levántate, te llama, adquirieron la autoridad del heraldo. Y Bartimeo, al escuchar que el Maestro se había detenido por él, realizó el acto de fe que selló su destino y que es la clave de toda la narrativa del discipulado.

Lucas es breve, pero el detalle de Marcos —que arrojó su capa— es de una profundidad telúrica. La capa, el himation, no era solo su abrigo nocturno; era su identidad funcional, el tapete sobre el cual mendigaba, su certificado de incapacidad. Era, en una palabra, su seguridad en la miseria. Era lo único que poseía y lo que definía su lugar en el cosmos social. Arrojar la capa en ese instante, antes de que la sanidad fuera un hecho, fue un juramento de irreversibilidad, una ruptura violenta con su pasado. Fue la proclamación audaz: Ya no la necesito, porque no volveré a ser el hombre que se sienta aquí.

Esto es el evangelio de la fe en acción, el ensillar el caballo sin haberlo montado. Es el dar el paso sin que las condiciones sean perfectas, es el acto de despojarse de la última posesión porque la esperanza del futuro es más sustancial que la miseria del presente. Bartimeo se despojó de su única certeza visible, confiando en una certeza invisible, y al hacerlo, se vació para que el milagro pudiera llenarlo.

Llega ante Jesús, que, con una lucidez desconcertante, le hace la pregunta ya mencionada: «¿Qué quieres que te haga?» La pregunta es curiosa para un hombre en el que la condición era su tarjeta de presentación. Pero esta interpelación es una exigencia de especificidad del deseo. Jesús no permite la oración genérica, la súplica vaga. Él obliga a Bartimeo, y a nosotros, a nombrar con precisión lo que anhelamos, a sacar el deseo de las brumas de la generalidad y a enfocarlo en un punto de luz. La fe debe ser específica para ser poderosa. Bartimeo lo sabía: «Señor, que yo reciba la vista.»

Y la respuesta fue instantánea, la sanidad se produjo sin fricción ni ceremonia: Vete, tu fe te ha salvado. La luz estalló en sus retinas, la oscuridad milenaria se disolvió en el sol de Jericó. Pero el milagro no se detuvo en el ojo físico; la salvación (sōzō) fue completa, abarcando no solo la visión, sino la totalidad del ser.

El verdadero drama de esta historia, su profunda lección de discipulado, se desarrolla en el instante posterior a la luz. Es el epílogo que redefine el propósito del milagro. El ciego sanado realizó dos actos que constituyen el destino de todo aquel que es tocado por la Gracia:

Primero, dio la gloria a Dios. Su primer acto visible, su primera acción en la luz, fue una afirmación teológica y pública de la Fuente. Los milagros no tienen como fin glorificar la destreza del obrador o la eficacia del método; son, en esencia, teofanías que deben dirigir la mirada del beneficiario y de los testigos al Único Dador. El hombre que recibe el milagro y se queda con él sin dar gloria a Dios, ha convertido la gracia en una propiedad privada, y ha fallado en el examen final del discipulado.

Segundo, y este es el detalle que eleva la historia a la categoría de la alegoría eterna: le siguió. La narrativa, que comenzó con Bartimeo sentado junto al camino, termina con él siguiéndole por el camino. Este cambio de posición es la única respuesta aceptable a la sanidad. La Gracia no es un seguro para una vida cómoda en la orilla; es un llamamiento a la marcha. Es una dotación para el camino.

Pero el sendero que Jesús emprendía era el más estrecho y exigente de todos: el camino a Jerusalén. El camino de la Pasión. Este milagro, al ser el último de sanidad, sirve como pórtico; el sanado entra directamente al Via Crucis. La vista que Bartimeo acababa de recibir no era para contemplar las flores del campo o el rostro de los mercaderes, sino para fijarla en el rostro resuelto de Aquel que se dirigía a la muerte.

No existe una forma humana de pagar la deuda de la gracia; el pago es una imposibilidad teológica. Pero la única ofrenda que se asemeja a una respuesta, la única gratitud que el Cielo considera digna, es la entrega total al seguimiento. Es el tomar la vista recuperada y usarla para ver la dirección correcta, y usar las piernas recién liberadas para avanzar en la única dirección que importa: la de la negación propia y la de la cruz. La sanidad de Bartimeo fue su habilitación para el martirio, su pasaporte para la jornada difícil del discipulado.

La historia del ciego Bartimeo se convierte, así, en la plantilla para la vida cristiana. Nos enseña que la perseverancia es la única forma de fe que rompe el silencio; que la especificidad del deseo es la madurez del alma; que el arrojar la capa es la liberación de nuestra falsa seguridad; y que el fin último de todo encuentro con la Gracia no es la recuperación de lo perdido, sino el seguimiento incondicional en el camino de la Cruz. Al renunciar a la quietud de la orilla y tomar la marcha hacia el sacrificio, Bartimeo no solo recuperó la vista, sino que encontró la razón de ser de su existencia: ser un discípulo en el camino. Y en esa marcha, en ese discipulado, se encuentra no solo la sanidad, sino la razón de ser del hombre redimido, el propósito final de la gracia que nos alcanza. Su historia nos pregunta, a nosotros que hemos sido iluminados: ¿Hemos arrojado ya nuestra capa? ¿Estamos sentados todavía junto al camino, o hemos comenzado, por fin, a seguirle en el camino que lleva al Reino? La respuesta se encuentra en la dirección de nuestros pies.

No hay comentarios: