Tema: Navidad. Título: El nacimiento de Jesucristo fue así. Texto: Mateo 1: 18 - 26. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz
(2 MINUTOS DE LECTURA)Introducción:
A. Se celebra esta noche como una tradición, el nacimiento de Jesús, históricamente sabemos que no ocurrió hoy tal evento. Algunos afirman que en realidad la fiesta tiene su origen en la adoración del sol, al cristianizarse Roma se cristianizaron también muchas fiestas paganas, ya que Cristo era el SOL DE JUSTICIA, se decretó que el día 25 de diciembre, día de adoración al sol, fuera instituido como el día del nacimiento de Cristo o sol de justicia. Así mismo el árbol, las bolas, el dar regalos suelen ser rastreados hasta orígenes no cristianos. Por ello, yo animo a los creyentes a no participar de esta fiesta como lo hace “el mundo”; les invito a verla más como un tiempo de meditación y de expresar agradecimiento a nuestros familiares y amigos.
B. Como parte de este ejercicio reflexivo les invito hoy a pensar en varias cosas que nos entrega el relato Bíblico de la navidad.
I. EL PODER DE DIOS (Ver 18)
A. La historia Bíblica comienza aclarando que María estaba comprometida para casarse; pero que antes de casarse, de tener una relación sexual ella resulto embarazada. Aquí es bueno entender algo que nos ayudara más adelante. El procedimiento judío normal para el matrimonio constaba de tres pasos:
1. Estaba el compromiso. Este se hacía a menudo cuando la pareja no eran más que niños. Lo hacían corrientemente los padres, o por medio de un casamentero profesional. Se hacía a menudo sin que los que formaban la pareja se hubieran visto nunca. El matrimonio se consideraba que era un paso demasiado serio para dejarlo a los dictados del corazón humano.
2. Estaba el desposorio. Este era lo que podríamos llamar la ratificación del compromiso que ya había contraído la pareja. Hasta este momento, el compromiso que se había establecido por medio de los padres o del casamentero, se podía romper si una de las dos partes no quería continuar con él. Pero una vez que se llegaba al desposorio era absolutamente vinculante. Duraba un año, durante ese año la pareja se consideraban marido y mujer, aunque todavía no tenían esa relación. El desposorio no se podía dar por concluido de ninguna manera más que por el divorcio. En esta etapa se encontraban José y María. Estaban desposados; y si José quería acabar el desposorio no lo podía hacer más que con el divorcio; en ese año de desposorio a María se la conocía legalmente como su esposa.
3. La tercera etapa era el matrimonio propiamente dicho, que tenía lugar al final del año de desposorio.
(Barclay)
B. Para el escritor es muy importante aclarar que tal embarazo se dio como un milagro del Espíritu Santo, lo repite en el verso 18, en el 20, en el 23, Lucas 1:35 - 37 especifica algo más acerca de cómo sucedido esto y termina dando una aplicación teológica al suceso: ¡NADA HAY IMPOSIBLE PARA DIOS¡
Del hecho que María contuvo a Jesús en su vientre y que el mismo fue engendrado por el poder de E.S. sabemos que Jesús tenía una naturaleza humana y divina en sí.
C. El nacimiento de Jesús debe traer esperanza a nuestra vida al enseñarnos y recordarnos que no hay nada imposible para Dios. El es el Dios que puede engendra un bebe sin la intervención de un agente humano y si es así imagínese lo que de allí en adelante puede hacer nuestro Señor.
II. LA PROVIDENCIA DE DIOS (Ver 20 – 21)
A. La persona con quien María se casaría se llamaba José, este hombre era bueno y obediente a Dios por ello cuando se enteró de lo que ocurría PENSÓ dejarla en secreto, no quiso infamarla (escarnecerla). José Podría hacer varias cosas:
1. Denunciarla ante un tribunal para que anulase “legalmente” el desposorio.
2. Repudiarla. Bien en público, excusándola, sin pedir castigo o bien pidiendo castigo en tal caso sería apedreada hasta morir; o privadamente, mediante “libelo de repudio” ante dos testigos y sin alegar motivo.
3. Dejarla ocultamente marchándose de Nazaret y dejando que las cosas se olvidasen.
B. Mientras José planeaba como hacer las cosas de manera que María no fuera afectada un ángel se le apareció en sueños y le explico todo lo que había sucedido.
Notemos como Dios mismo le pone el nombre a su hijo, él dice que deberá llamarse: JESÚS (Jehová es salvación) y así le ordena a José colocarle. Tal nombre indica su misión: SALVAR A SU PUEBLO DE SUS PECADOS. Su pueblo aquí es Israel.
D. José tenía varias opciones incorrectas pero Dios le dio la correcta: casarse con María (Ver 24). En el texto aprendemos sobre la maravillosa guía de Dios, tenemos un Dios que nos guía, debemos ser receptivos a su voz, su Palabra y a las señales providenciales que él nos dé.
III. LA VERACIDAD DE DIOS (Ver 22 – 23)
A. El escritor está muy interesado en hacernos saber que todos estos sucesos se dieron como respuesta a una profecía bíblica. Esta se encontraba en Isaías 7:14. Esta profecía tuvo un doble cumplimiento. La primera fue cuando Acaz era rey de Juda. Peka, rey de Israel, y Rezín, rey de Siria, vinieron contra Jerusalén para conquistarla. Dios mandó un mensaje a Acaz, por medio de Isaías el profeta, asegurándole su protección. Además, le mandó que pidiera una señal que serviría para confirmar la promesa de Jehová. Acaz se negó a pedir una señal, pero igual Jehová le mandó unal. La señal consistía en una promesa de que Jehová libraría a su pueblo de las amenazas de los enemigos dentro del plazo necesario para que una doncella se casara, tuviera un hijo, y que ese hijo llegara a la edad para distinguir entre lo bueno de lo malo.
Esta profecía se cumplió cuando Dios levantó a Asiria como su instrumento para castigar a los enemigos de Judá, de modo que Asiria llegó a ser "el garrote de mi furor" (Isa_10:5). Pero su segundo cumplimiento tuvo lugar en el nacimiento de Jesús cuando una virgen dio a luz un niño que sería Dios con nosotros.
Emmanuel: Dios con nosotros indica que Jesús es Dios viviente, palpable, visible en forma de hombre convirtiéndose así en la revelación suprema de Dios. Este nombre indica la naturaleza del niño.
B. Todo esto es un ejemplo de la confianza que podemos tener en las palabras salidas de la boca de Dios que seguramente se cumplirán.
ESCUCHE AQUÍ EL AUDIO DEL SERMÓN
VERSIÓN LARGA
Reflexiones sobre la Navidad: El Nacimiento de Jesús y su Significado Espiritual
Y es en este ejercicio reflexivo, en este acto de detenerse y mirar hacia adentro, hacia el pasado que aún respira en el presente, donde los invito hoy a sumergirnos. A buscar, con la delicadeza de quien desentierra un tesoro olvidado, las verdades que el relato bíblico de la navidad nos entrega. Son como gemas ocultas en la arena de lo familiar, esperando ser descubiertas, esperando desvelar su luz.
La historia se abre, despacio, como una flor en la penumbra. Una verdad sencilla, pero con un peso monumental. María, nos dice el texto, estaba comprometida para casarse. Un lazo que la ataba, no por capricho, sino por la antigua usanza. Pero antes de que el velo del matrimonio cayera sobre ella, antes de que el lecho compartido tejiera la carne en un solo ser, ella, la virgen, resultó embarazada. Aquí, se hace imperioso detenerse. Comprender el armazón de aquel tiempo, el andamiaje sobre el que se levantaba la vida, es crucial. El procedimiento judío para el matrimonio, ese rito ancestral que unía familias y destinos, constaba de tres actos, como una obra silenciosa que la sociedad observaba con severidad.
El primero era el compromiso. Era una promesa, un acuerdo, y a menudo, casi siempre, se fraguaba cuando la pareja apenas había florecido más allá de la infancia. Los padres, con la sabiduría que el tiempo les había otorgado, o un casamentero, un artesano de uniones, tejiendo los hilos invisibles del destino, eran los artífices de este pacto. Y lo más inusual, para nuestros ojos modernos, es que se realizaba sin que los futuros esposos se hubieran visto nunca. Imaginen la distancia, el misterio. El matrimonio, se consideraba, era un paso de tal magnitud, de tal seriedad, que no podía dejarse al capricho volátil del corazón humano, a esas pasiones que nacen y mueren con la rapidez de una chispa.
Después venía el desposorio. Este era, en su esencia, la ratificación formal del compromiso. Una especie de sello, una firma que ya no se podía borrar sin consecuencias graves. Hasta este punto, la promesa inicial podía desvanecerse si una de las partes sentía que su espíritu no podía continuar, si el alma se resistía a la unión. Pero una vez que se llegaba al desposorio, la cadena se forjaba con un metal más denso. Era absolutamente vinculante. Su duración era de un año. Durante ese largo año, la pareja, aunque aún no compartía el lecho, se consideraba, a los ojos de la ley y de la comunidad, marido y mujer. Con toda la dignidad, el respeto y las implicaciones sociales que ello conllevaba. El desposorio no podía disolverse sino por el divorcio, un desgarro del tejido social, un acto público que conllevaba vergüenza. En esta delicada, esta crítica etapa, se encontraban José y María. Estaban desposados. Y si José, en su honor y en su rectitud, quería romper ese lazo, no tenía más camino que el doloroso sendero del divorcio. En ese año, María era, legalmente, su esposa. Su destino parecía atado a esa verdad.
Finalmente, la tercera etapa era el matrimonio propiamente dicho. La culminación. Tenía lugar al final del año de desposorio. Era la consumación de la unión, la fusión de dos vidas en una sola, la entrada en la intimidad plena.
Pero el escritor, Mateo, en su narrativa sobria pero profunda, tiene una urgencia. Un punto que debe aclarar, que debe grabar en la mente del lector con la fuerza de un cincel: este embarazo, este evento que trastocaba la lógica humana, no fue un accidente de la carne. Fue un milagro del Espíritu Santo. Y lo repite, casi con obsesión, con una insistencia que subraya la maravilla de lo incomprensible: en el versículo 18, donde se asienta la verdad fundamental; en el 20, donde la voz angélica la confirma; en el 23, donde la profecía antigua la sella. Y Lucas, en su propio relato, como un pintor que añade pinceladas de color a un lienzo (Lucas 1:35-37), especifica los detalles con una precisión aún mayor, concluyendo con una afirmación teológica que es como una luz que irrumpe en la oscuridad más densa: ¡NADA HAY IMPOSIBLE PARA DIOS! Es una sentencia que resuena, que se graba en el alma, una verdad que desborda los límites de nuestra razón finita.
Del hecho innegable de que María, una mujer de carne y hueso, con la fragilidad inherente a lo humano, contuvo a Jesús en su vientre, y de que Él fue engendrado no por la voluntad del hombre, sino por el poder inefable, el aliento mismo del Espíritu Santo, brota una verdad fundamental. Es una verdad que se abre como una flor en el centro del misterio: Jesús no era simplemente una cosa u otra. No era solo espíritu ni solo carne. Tenía una naturaleza humana completa, con sus alegrías y sus tristezas, sus tentaciones y sus dolores, su sed y su cansancio, como la nuestra, en su plenitud. Y, al mismo tiempo, una naturaleza divina inmaculada, sin sombra de pecado, sin tacha. Dos realidades, dos esencias, tejidas en un solo ser, entrelazadas de manera perfecta e incomprensible para la mente humana.
El nacimiento de Jesús, este evento que, a pesar de las tradiciones y las costumbres, se alza con una luz propia, debe infundir esperanza en cada fibra de nuestra existencia. Debe recordarnos, con una voz que atraviesa los siglos y los milenios, que no hay nada imposible para Dios. Él es el Creador de los universos, el que pronuncia la palabra y la vida brota. Es el Dios que puede engendrar un bebé sin la intervención de un agente humano, sin la lógica fría de la biología, sin las reglas que rigen nuestra carne. Si Él es capaz de lo inconcebible, de lo que desborda nuestra comprensión más audaz, de lo que desafía las leyes naturales que creemos inamovibles, entonces, solo entonces, imaginemos lo que de allí en adelante, en el vasto lienzo de nuestra vida, en las circunstancias más áridas, en los callejones sin salida de nuestra desesperación, puede hacer nuestro Señor. Las montañas se mueven, los mares se abren, los corazones más duros se ablandan, las vidas rotas se reconstruyen. Todo, absolutamente todo, es posible para aquel que tiene fe en el Dios de lo imposible. La esperanza brota como un manantial en el desierto.
La persona con quien María estaba destinada, por designio divino y por costumbre humana, a unir su vida, se llamaba José. Un hombre de esencia buena, de alma recta, un artesano humilde pero un corazón obediente a los designios de Dios. Cuando la noticia del embarazo, esa verdad inexplicable, esa bomba silenciosa, le llegó, su mundo, su lógica, se hicieron añicos. Su mente, habituada a las reglas claras de la vida judía, se agitó como un junco en la tormenta. Pensó dejarla en secreto. No quiso infamarla, no deseó que su nombre, ya delicado por la situación, fuera arrastrado por el barro del escarnecimiento público, por las habladurías maliciosas que son como cuchillos que cortan el alma. En su nobleza, en su compasión que trascendía la ley, José se enfrentaba a un abismo de opciones, cada una con su propia sombra, su propio peso de dolor.
Podría haberla denunciado ante un tribunal, exponiéndola a la mirada escrutadora de los ancianos, para que el desposorio se anulara "legalmente", con el estigma público que ello implicaría para María. Su nombre, su reputación, su futuro, quedarían irremediablemente manchados, como una mancha de tinta en un lienzo blanco. O podría repudiarla, esa acción de rechazo que podía ser pública, pronunciando las palabras de repudio ante la comunidad, excusándola de alguna manera para evitar el castigo más severo, aunque la vergüenza, esa sombra persistente, seguiría su rastro dondequiera que fuera. O, la opción más cruel, pidiendo el castigo que la ley dictaba para una prometida que resultaba embarazada antes de la unión: la lapidación hasta la muerte, bajo el peso de las piedras y el juicio implacable de la multitud. O, en un acto de piedad más íntima, podía darle un “libelo de repudio”, un documento formal ante dos testigos, sin necesidad de alegar un motivo explícito, simplemente desapareciendo silenciosamente de Nazaret, dejando que el olvido, si era posible, cubriera el escándalo y el dolor.
Pero mientras José, en su angustia silenciosa, tejía en su mente los planes más honorables, buscando la forma menos dañina para María, para mitigar el dolor de una situación incomprensible para su lógica humana, un susurro del cielo irrumpió en sus sueños. Un ángel se le apareció, una figura luminosa en la oscuridad de su inconsciencia, y le explicó todo lo que había sucedido, la verdad de lo inefable. La semilla divina, el poder del Altísimo. La concepción sin mancha.
(Aquí, se impone un paréntesis crucial, una aclaración que, como un rayo de luz, disipa la confusión: en este texto, se dibuja una clara distinción entre la persona del Espíritu Santo, ese aliento divino que insufla vida y milagro, y la persona de Jesús, el Verbo encarnado, el Hijo. Dos entidades divinas, con su propia identidad, su propio propósito, aunque inseparables en la esencia de la Trinidad.)
Y noten cómo Dios mismo, con la autoridad que le es propia, con una voz que no admite réplica, pone el nombre a su Hijo. No es un nombre elegido al azar, ni por conveniencia humana. Le dice a José que deberá llamarse Jesús. Un nombre que, en sí mismo, es un eco de su misión, un resumen de su propósito en la tierra: "Jehová es salvación". Y así, le ordena a José que lo haga, que imponga ese nombre a la criatura que nacerá. Ese nombre, Jesús, no es un simple apelativo; es un resumen de su destino, de su obra redentora: salvar a su pueblo de sus pecados. Su pueblo, en ese contexto inicial, en la mente de aquellos que escuchaban la profecía, era Israel, el pueblo elegido, el depositario de las promesas divinas, la nación que esperaba a su Mesías.
José, en su humanidad vulnerable, tenía varias opciones ante sí, todas ellas, desde la perspectiva de Dios, eran caminos incorrectos, sendas que llevarían al dolor, a la incomprensión y al desvío del plan divino. Pero Dios, en su infinita providencia, le ofreció la correcta: casarse con María (versículo 24). Aceptar el misterio, abrazar lo inexplicable, confiar en la palabra de un ángel. En este pasaje, tan breve pero tan cargado de significado, aprendemos sobre la maravillosa guía de Dios. No estamos solos en el laberinto de nuestras decisiones. Tenemos un Dios que nos guía, un Dios que no nos abandona en la encrucijada de la vida, incluso cuando la brújula humana se desorienta. Pero para escuchar Su voz, para sentir Su dirección en medio del ruido del mundo, debemos ser receptivos. Receptivos a su voz que a veces habla en el silencio del corazón, en esa intuición que nos empuja hacia un camino determinado. Receptivos a su Palabra que se despliega en las páginas de las Escrituras, esas letras antiguas que aún respiran vida. Y receptivos a las señales providenciales que Él nos da, esos pequeños giros del destino, esas coincidencias que no son casuales, esos encuentros inesperados que nos muestran el camino, si tenemos los ojos del alma abiertos para ver y el corazón dispuesto a obedecer. La mano invisible de Dios nos guía, si nos dejamos llevar.
El escritor, Mateo, tiene un interés particular, una obsesión casi sagrada, que se repite como un estribillo en su relato. Desea, con una urgencia que no admite dilación, que sepamos que todos estos sucesos, este tejido de vidas humildes y milagros deslumbrantes, se dieron como una respuesta directa a una profecía bíblica. Una profecía que resonaba desde tiempos inmemoriales, como un eco de un canto antiguo, encontrada en el venerable libro de Isaías 7:14. Esta profecía, como un río que se bifurca en su cauce, tuvo un doble cumplimiento. Dos momentos en el tiempo donde su verdad se hizo carne.
El primero tuvo lugar en los días de Acaz, rey de Judá. Una época de oscuridad, de amenazas. Peka, el rey de Israel, y Rezín, el rey de Siria, se unieron en un pacto de guerra, sus ejércitos como una marea inminente, y vinieron contra Jerusalén con la única intención de someterla, de aniquilarla. En esa hora de angustia, cuando el miedo se extendía como una sombra, Dios envió un mensaje de consuelo y una promesa inquebrantable a Acaz, a través de Isaías, el profeta. Le aseguró su protección, su mano firme que detendría la marea. Y más aún, le desafió a pedir una señal, un prodigio que sirviera para confirmar la promesa de Jehová, para que su fe no vacilara. Pero Acaz, con una fe que se deshilachaba como un viejo tapiz, se negó a pedirla, su corazón encogido por el temor. Sin embargo, Jehová, en su infinita soberanía, en su plan que trasciende la debilidad humana, le dio una señal de todos modos. La señal consistía en una promesa doble: Jehová libraría a su pueblo de las amenazas de los enemigos en un plazo determinado, el tiempo necesario para que una doncella se casara, concibiera, tuviera un hijo, y que ese hijo llegara a la edad de discernir entre lo bueno y lo malo. Un lapso de tiempo preciso, que anunciaba una intervención divina.
Esta profecía se cumplió, en su primera iteración, cuando Dios levantó a Asiria como su instrumento, su látigo, para castigar a los enemigos de Judá (Isaías 10:5). Asiria, en su poderío implacable, se convirtió en el "garrote de mi furor", un instrumento divino para ejecutar justicia sobre aquellos que amenazaban a Su pueblo.
Pero su segundo cumplimiento, el que nos concierne hoy en el brillo tenue de las luces navideñas, en el misterio que se revela en un pesebre humilde, tuvo lugar en el nacimiento de Jesús. Allí, una virgen, una joven sin experiencia de hombre, dio a luz un niño que no sería solo carne, no sería solo un mortal, sino Dios con nosotros. Ese nombre, Emmanuel, es la esencia misma de la divinidad hecha palpable, una verdad que se teje en el corazón de la historia. Indica que Jesús es Dios viviente, que se hizo carne, que se hizo visible, que se hizo tangible en forma de hombre. Convirtiéndose así en la revelación suprema de Dios, el rostro mismo del invisible, la voz del inefable, la presencia divina que camina entre nosotros. Este nombre, Emmanuel, no solo es un simple apelativo que se pronuncia; indica la naturaleza misma del niño, una dualidad perfecta, un misterio sagrado que la razón no puede abarcar, pero el corazón puede abrazar.
Todo esto, este tejido intrincado de profecías y cumplimientos, de promesas hechas en el tiempo y realidades que las sellan en la eternidad, es un ejemplo irrefutable de la confianza inquebrantable que podemos tener en las palabras salidas de la boca de Dios. Cada una de ellas, como una semilla sembrada en la tierra fértil del tiempo, con la certeza de que germinará y dará fruto, seguramente se cumplirá. No son meras palabras vacías, promesas al viento; son decretos eternos, irrevocables. Son promesas que sostienen el universo en su delicado equilibrio, verdades que nos anclan en medio de la incertidumbre, en la marea de la vida que a menudo nos arrastra sin rumbo. Son el fundamento de nuestra fe, la roca sobre la que edificamos nuestra esperanza.
En conclusión, la celebración de la Navidad, más allá de sus capas de tradición, de su brillo comercial que a menudo distrae y desvirtúa, nos invita a una profunda introspección. Nos empuja, con la fuerza de una corriente subterránea, a reflexionar sobre el milagroso nacimiento de Jesucristo, un evento que se alza como un faro de esperanza en la historia de la humanidad. Este nacimiento resalta, con una luminosidad que disipa las sombras de la duda, el poder inmenso de Dios, su providencia amorosa que teje los destinos, y la veracidad inquebrantable de su Palabra. A través de la historia sencilla pero profunda de María y José, esas almas humildes que se convirtieron en instrumentos de lo divino, vemos con una claridad asombrosa cómo Dios actúa de manera sobrenatural, rompiendo los límites de lo posible, desbordando nuestra lógica. Y cómo guía a sus siervos con una mano invisible pero firme, con una certeza que no admite errores, hacia el cumplimiento de sus promesas eternas, esas que se anidaron en el corazón del tiempo.
El nacimiento de Jesús, ese niño que cambió el curso de la historia, no es solo un evento aislado en un pesebre remoto. Es el cumplimiento de la profecía, el punto de convergencia de milenios de espera. Es la llegada de Emmanuel, "Dios con nosotros", la encarnación del amor divino, la presencia de lo eterno en lo temporal. Y al meditar en ello, al permitir que esa verdad penetre en el tuétano de nuestro ser, se nos recuerda una verdad que debe anclarse en lo más profundo de nuestro corazón: que, en cualquier circunstancia, en la vastedad de la vida, en la soledad, en la alegría, en la desesperación, en la incertidumbre, nada es imposible para Dios. Es una verdad que libera, que da aliento, que abre caminos donde solo había muros.
Por lo tanto, al celebrar esta época, más allá de la algarabía y las tradiciones del mundo que a menudo nos arrastran lejos de lo esencial, debemos enfocar nuestra alma. Enfocarnos en la gratitud que brota de un corazón verdaderamente tocado por lo divino, una gratitud que es más que una emoción, es un estado del ser. Y enfocarnos en el reconocimiento de su amor y propósito inquebrantable en nuestras vidas, ese amor que nos envuelve, ese propósito que nos da dirección. No es solo un cuento de antaño; es una verdad viva, palpitante, que respira en cada instante. Nos desafía a mirar más allá de lo visible, a escuchar el susurro de lo eterno en el ruido cotidiano, y a encontrar en el nacimiento de Jesús la promesa eterna de que, con Dios, todo, incluso lo más inverosímil, lo que creíamos perdido o imposible, puede nacer de nuevo en nosotros, transformándonos, sanándonos, dándonos una nueva luz en el camino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario