Tema: Éxodo. Titulo: Jehova Nissi. Texto: Éxodo 17: 8 – 16. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz
II. CON ACCIÓN Y NO OMISIÓN (Ver 10).
III. CON CONSTANTE ORACIÓN (Ver 11).
IV. CON TRABAJO EN EQUIPO (Ver 12 - 13).
V. CON YAHVE NISSI (Ver 15).
Esta jornada primigenia de Israel no es
una mera nota a pie de página en los anales de la historia antigua. Es, para
nosotros, la iglesia del Señor, el Nuevo Israel convocado y redimido, el espejo
fiel de nuestra propia peregrinación. También nosotros, revestidos de gracia,
marchamos a través de un desierto secular, un intersticio entre la liberación y
la Tierra Prometida, que no es otra sino la consumación celestial. Y en este
páramo, la hostilidad no cesa. Los enemigos son trinos, perpetuos y feroces: la
naturaleza pecadora incrustada en el tejido mismo de nuestros miembros, esa
fuerza centrífuga que San Pablo llamó la carne; el mundo, esa matriz cultural y
material que nos seduce con sus espejismos y nos tiraniza con sus sistemas; y
la sombra más antigua y astuta, Satanás y su legión demoníaca, que acecha en la
periferia de nuestra columna de marcha. La Iglesia, por ende, existe en un
estado de constante y fatigosa batalla.
La primera escaramuza abierta y frontal,
la que sacude el alma y demanda la sangre, tuvo lugar en Refidim. De pronto,
sin previo aviso, el horizonte se oscureció con la irrupción de Amalec. Amalec,
el símbolo de la maldad artera, del asalto por la espalda, de la fatiga del
espíritu que se abate sobre los cansados y rezagados. Israel, que apenas había
aprendido a beber de la roca, se vio compelido a aprender a blandir la espada.
El triunfo se logró, pero su naturaleza no fue ni obvia ni puramente militar.
¿Cómo venció este pueblo de siervos recién liberados a un ejército de
depredadores? Y, por extensión, ¿cómo debe la Iglesia contemporánea, en su
propia Refidim, librar sus batallas existenciales y espirituales?
La victoria es una arquitectura
construida sobre cimientos inesperados.
En medio del tumulto y el terror del
inminente choque, emerge una voz de autoridad, la de Moisés, el intercesor y
caudillo. Y esa voz no clama a la multitud enardecida, sino que se dirige a un
hombre en particular: Josué, cuyo nombre es, ya en sí mismo, una profecía
resonante: Yahvé es Salvación. Es la primera vez que este joven aparece
en la trama, y lo hace no como un siervo de la tienda, sino como un jefe
militar, investido de una confianza que solo puede venir de una elección
superior. Moisés le ordena: “Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec.”
El texto es de una elocuencia devastadora: la guerra, la primera gran gesta
épica del pueblo, no fue un asunto de movilización total. No marchó la
congregación en pleno; no fue una masa indiferenciada la que tomó las armas.
Fueron hombres escogidos. Es una lección brutal y tierna sobre la
economía del Reino: la totalidad del pueblo es la base, el soporte, el cuerpo
que peregrina; pero la acción decisiva, la vanguardia del asalto, recae siempre
sobre una minoría de la voluntad. En el devenir de los siglos, la Iglesia ha
tropezado con esta misma y dolorosa verdad. La vocación al combate espiritual
es universal, sí, pero la asunción efectiva del lugar en la trinchera, la
valiente renuncia a la molicie, no lo es. Cuántas veces el cuerpo místico de Cristo
ha avanzado no por la efervescencia de todos sus miembros, sino por el empuje
decidido, la fe intransigente y el celo incombustible de unos pocos hombres y
mujeres, verdaderos elegidos por su entrega, que han osado enfrentar el desafío
en primera línea. Son los que han salido de la seguridad de la retaguardia para
ser los Josués que, por su acción y no por su número, han rescatado a la
Iglesia del estancamiento. La fe que vence es la fe que selecciona y se deja
seleccionar para el frente de batalla.
Pero la elección no es un fin en sí
mismo, sino la habilitación para el movimiento. La instrucción de Moisés a
Josué no contenía una cláusula de deliberación o de espera. No le dijo:
"Ve y piensa cómo planificar la guerra"; le dijo: "Sal a
pelear." Y notemos la respuesta de Josué: “E hizo Josué como le dijo
Moisés.” La palabra se convierte instantáneamente en acto. No se quedaron en el
parloteo del campamento, en elucubraciones teológicas sobre la naturaleza del
mal, en deseos piadosos o en complejos planes estratégicos esbozados en la
arena. Ellos hicieron. Ellos fueron. Ellos pelearon. La
polvareda de la marcha se mezcló con la de la refriega. El verbo se hizo carne,
en el sentido más inmediato y físico. La Iglesia, en su peregrinaje por el
desierto moderno, se encuentra a menudo paralizada por el exceso de análisis y
la insuficiencia de la acción. Las batallas no se ganan con sermones elocuentes
ni con ideas brillantes que nunca descienden del púlpito de la mente. Las
batallas se pelean, simplemente, peleándolas. El mal, en todas sus formas, es
una realidad activa que exige una resistencia que es también activa, cinética.
No podemos permitirnos el lujo del ocio espiritual, esa cómoda postura del
espectador que espera que la providencia o el destino resuelvan la
confrontación. La fe genuina es aquella que se levanta de la estera de la pasividad
y se lanza a la refriega con la determinación de vencer, de transformar, de
redimir, convirtiendo el lamento en luz, y la súplica en una obra concreta.
Y mientras el fragor de la batalla se
libraba abajo, en el llano, se desarrollaba otra guerra en la cumbre, una que
dictaba el compás de la victoria. Moisés, acompañado de Aarón y Hur, asciende a
un monte. Desde allí, el estratega visible del pueblo se convierte en el
intercesor invisible. Y el gesto es inequívoco: Moisés alza sus manos y con
ellas, su vara, esa extensión de su voluntad y del poder de Dios. Es la
posición clásica, universal, de la súplica, y en la cúspide de aquel peñasco,
el texto revela el misterio central de la victoria: “Y sucedía que cuando
alzaba Moisés su mano, Israel prevalecía; mas cuando él bajaba su mano,
prevalecía Amalec.” Qué imagen más sobrecogedora, en su desnuda sencillez. La
victoria en el valle no dependía del número de Josué, ni de su estrategia, ni
de la calidad de sus espadas, sino del pulso y la perseverancia de la oración.
Este texto es un sismógrafo del alma, que registra la íntima y directa relación
causal entre la oración constante y la suerte de nuestras batallas terrenales.
La oración no es un mero adorno piadoso; es la fuerza motriz, la única fuente
de energía sostenible en el combate. Mientras la Iglesia permanece en actitud
de constante intercesión —manos alzadas, corazón despierto—, los Josués de hoy
logran prevalecer, pues la gracia fluye en el canal de la súplica, invirtiendo
la lógica del conflicto. Pero cuando el brazo cae, cuando el alma se fatiga y
la oración se abandona, la derrota es inmediata. La fatiga de la carne de
Moisés se traduce en la debilidad de las espadas. El desmayo en el monte es el
preludio del desastre en el valle.
Y es precisamente en este punto de la
fatiga donde la soledad del líder se rompe para dar paso a la sinfonía de la
fraternidad. Los brazos de Moisés, como los nuestros, se cansaron. La oración
no es inmune a la gravedad de la biología y el desaliento. La fatiga es real, y
aquí se revela la teología de la comunidad. Aarón y Hur, cual teólogos de la
solidaridad, percibieron la terrible oscilación ligada al simple y agotador
descenso del brazo de su líder. No se limitaron a observar o a rezar por un
milagro de fuerza; idearon una estrategia práctica, una obra de pura y sencilla
misericordia: trajeron una piedra, símbolo de la solidez y la verdad inamovible
(prefiguración de la Roca que es Cristo), y sentaron a Moisés sobre ella. Y
luego, el acto más sublime de la fraternidad: “Y uno a un lado, y el otro al
otro, le sostenían las manos.” No sostuvieron la vara; sostuvieron la debilidad
humana del intercesor. Reconocieron que la batalla era demasiado grande para un
solo hombre, y que la oración, en su máxima eficacia, es un ejercicio
compartido, una carga aliviada por el vínculo del amor. De esta manera, con la
piedra como asiento y con Aarón y Hur como pilares humanos, Moisés pudo orar
sin desmayar hasta que el sol se puso sobre la derrota total de Amalec.
El cuadro de la victoria es ahora
completo, una arquitectura de roles interdependientes: Moisés, el intercesor
incansable; Aarón y Hur, los sustentadores de la oración, el apoyo logístico y
espiritual; y Josué con su ejército, los que peleaban y ejecutaban en la
llanura. Aquí reside una clave fundamental para la Iglesia en su lucha: las
batallas se ganan juntos, en una sinergia de dones y funciones. Es la
gloriosa polifonía del cuerpo de Cristo. No se trata solo de la oración, ni
solo del trabajo, ni solo del apoyo; se trata de que cada cual asuma su puesto
sin celos ni vanidad, comprendiendo que el que sostiene el brazo en el monte es
tan vital como el que hiere en el valle. Cuando el apoyo logístico y la
intercesión se encuentran, cuando el que trabaja y el que ora unen sus
esfuerzos, entonces la victoria deja de ser un esfuerzo heroico solitario y se
convierte en el testimonio colectivo de una fe robusta.
Pero toda esta compleja arquitectura de
la batalla, toda esta convergencia de manos que oran y manos que luchan, no es
sino la herramienta de un poder superior. El triunfo sobre Amalec no fue el
resultado de una estrategia militar brillante o de una proeza de resistencia
humana. Fue, al final de cuentas, una dádiva.
Por eso, después de la victoria, Moisés
no levantó un monumento a Josué, ni una estatua a la constancia de Aarón y Hur,
ni siquiera un memorial a la propia fatiga de sus brazos. No. Moisés edificó un
altar. Y el acto de edificar un altar es, en sí mismo, la máxima declaración
teológica, el reconocimiento de que la tierra sagrada se produce donde la
intervención divina se manifiesta. Y a ese altar le puso un nombre que
encapsula toda la narrativa del desierto, toda la historia de la redención y
toda la esperanza de la Iglesia: Yahvé Nissi, o Jehová Nissi.
Yahvé Nissi.
El Señor es mi Estandarte. El Señor es mi Bandera.
El nombre es, a la vez, poesía y verdad
militar. Un estandarte no es un arma, sino un punto de reunión, un símbolo de
identidad y un signo visible de la autoridad a la que se pertenece. Al llamarle
“Mi Estandarte”, Moisés estaba diciendo: esta victoria, este momento, no es la
medida de la fuerza de Israel, sino la manifestación de la fuerza de Aquel que
nos convoca. La Bandera de la batalla no era una tela bordada con la imagen de
un león o una insignia tribal; era el Nombre Santo, el Yo Soy, que se había interpuesto
entre el pueblo y su destrucción. Es la interpretación más profunda: El Señor
es mi Triunfo. El Señor es mi Refugio.
En este monumento de piedra, Moisés
reconoció a Dios como el único y absoluto autor de la victoria, el único capaz
de pelear y ganar la guerra que se libra en el plano existencial. Para el
cristiano de hoy, fatigado por el mundo, acosado por la carne y acechado por el
adversario, Yahvé Nissi es el ancla de la esperanza.
¿Qué bandera levantamos hoy en nuestras
propias batallas? ¿Es el estandarte de nuestra propia sabiduría, de nuestra
resiliencia psicológica, de la eficacia de nuestra organización, o de la
elocuencia de nuestras palabras? Si la bandera es el yo, el fracaso está
prefigurado por el simple agotamiento de la biología, tal como le ocurrió a
Moisés. Pero si, en medio de la llanura de la desesperanza y la cumbre de la
oración fatigada, el estandarte que izamos es el de Yahvé Nissi,
entonces nuestra victoria es ontológica, no coyuntural. Él es el Estandarte que
no desmaya. Es la Bandera que no se rinde ante el viento del desaliento ni se
doblega ante el asalto del enemigo. Es la señal que nos dice que, aunque somos
llamados a la acción y a la constancia en la oración, la carga del resultado no
recae sobre nuestros hombros, sino sobre la potencia de Su Nombre. La fe que se
apropia de Yahvé Nissi es la fe que comprende que la lucha es real, pero
que el final de la historia ya está escrito. Y esta es la promesa que nos
sostiene en el desierto secular: la Iglesia, el Nuevo Israel, ganará sus
batallas no porque sea más lista, más fuerte o más numerosa, sino porque cuenta
con el Dios de la Batalla de su lado. Él es quien en realidad pelea por ella.
Él es nuestro Poderoso Gigante, nuestro Hombre de Guerra, que un día en el
Gólgota, en el enfrentamiento final con Amalec, la maldad y la muerte, alzó un
madero que se convirtió en el estandarte definitivo de la victoria.
La historia de Israel en Éxodo 17
refleja, con una precisión dolorosa y gloriosa, el camino de la iglesia hoy. La
peregrinación nunca está exenta de conflicto. Enfrentamos enemigos trinos —lo
interno, lo mundano y lo demoníaco—, y para vencer, la receta de Refidim
permanece inalterable. Se requiere la valentía de las personas elegidas que se
lanzan a la acción, la constancia tenaz de la oración que conecta el llano con
el cielo, y la gracia humilde del trabajo en equipo que sostiene al intercesor
para que la fe no desmaye. Sin embargo, la conclusión más profunda y más
inspiradora de todas es la que se levanta en la piedra del altar. No se trata
de cuánto luchamos, sino de a Quién le atribuimos el triunfo. Reconocer a Yahvé
Nissi como nuestro estandarte significa aceptar que, aunque estamos
llamados a empuñar la espada, es Dios quien blande el poder. La fe en Su Nombre
es la victoria que ya ha vencido al mundo, y en esa certeza inamovible,
hallamos el refugio, la fuerza y la promesa del triunfo final.
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