¡Bienvenido! Accede a mas de 1000 bosquejos bíblicos escritos y diseñados para inspirar tus sermones y estudios. El autor es el Pastor Edwin Núñez con una experiencia de 27 años de ministerio, el Pastor Núñez es teologo y licenciado en filosofia y educación religiosa. ¡ESPERAMOS QUE TE SEAN ÚTILES, DIOS TE BENDIGA!

BUSCA EN ESTE BLOG

BOSQUEJO - SERMÓN: JEHOVA NISSI - EXPLICACION ÉXODO 17: 8 - 16

VIDEO

BOSQUEJO

Tema: Éxodo. Titulo: Jehova Nissi. Texto: Éxodo 17: 8 – 16. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz

Introducción:

A. El pueblo de Israel como un todo estuvo en el desierto, allí como un todo hombre vivió sus experiencias peregrinas, algunas ya vistas como el terror, el hambre, la sed, ejércitos enemigos etc., de la misma manera hoy, la iglesia del Señor (el nuevo Israel) peregrina por el desierto hasta que llegue a su tierra prometida que es el cielo, en este desierto enfrenta también enemigos como: la naturaleza pecadora de sus miembros, lo que la misma Biblia llama el mundo y a Satanás y sus demonios, así la iglesia vive en una constante batalla. 

En esta ocasión tenemos al pueblo de Israel enfrentando su primera batalla contra un ejército, el ejército de Amalec batalla en la que logro vencer pero ¿Cómo lo hizo? En este sermón nos dedicaremos a contestar esta pregunta y a su vez contestaremos también la pregunta ¿Cómo debe pelear  la iglesia sus batallas? 

B. Debe pelearlas:


I.  CON PERSONAS ESCOGIDAS (Ver 9).


A. Por primera vez en la Escritura aparece Josué (su nombre significa el Señor es salvación), aparece como jefe del ejercito de Israel bajo las ordenes de Moisés quien le insta a escoger entre el pueblo a hombres que salgan a la guerra, No fue todo el pueblo a la guerra y tampoco fue cualquiera fueron hombres escogidos.

B. Lastimosamente toda la iglesia de Jesús no ha tomado su lugar en las batallas que a lo largo de la historia le ha tocado enfrentar, es lo que debería ser. Al contrario, solo unos cuantos hombres y mujeres escogidas se han lanzado con valentía a enfrentar los desafíos y son ellos los usados por Dios los que han sacado la iglesia de Jesús adelante.


II. CON ACCIÓN Y NO OMISIÓN (Ver 10).


A. Notemos que ellos no se quedaron solo en palabras, en ideas, en deseos, en planes, ellos hicieron, ellos fueron, ellos pelearon contra Amalec.

B. De la misma manera las batallas se pelean peleándolas, no podemos quedarnos solo en palabras, necesitamos ser personas de acción, de los que se levantan y enfrentan las cosas con la determinación de vencerlas.


III.  CON CONSTANTE ORACIÓN (Ver 11).


A. Mientras Josué y los hombres escogidos peleaban abajo en el llano, Moisés, Aarón y Hur subieron a un monte y desde allí oraban, lo sabemos por que Moisés alzaba sus manos y con ella su vara, posición usual de oración. Fijémonos que algo peculiar ocurría,  mientras la vara y las manos permanecían arriba Josué lograba vencer en al Batalla pero cuando la mano y la vara bajaban Josué era derrotado.

B. Que texto mas diciente es este para explicarnos la relación que tiene la oración y nuestras batallas. Mientras permanezcamos como iglesia orando las batallas se vencen, por el contrario, cuando abandonamos la oración las batallas se pierden y esto es cierto en todo ámbito de la vida.


IV.  CON TRABAJO EN EQUIPO (Ver 12 - 13).


A. Al ver Aarón y Hur que esto ocurría idearon una estrategia, trajeron una piedra donde sentaron a Moisés y acto seguido procedieron a levantar sus manos para que este pudiera orar sin desmayar, de esta manera Josué y el ejército pudieron vencer totalmente a los Amalecitas.

De esta manera tenemos a: Moisés que oraba, Aaron y Hur que le sostenían en al oración, Josué y el ejercito que batallaba.

B. Las batallas de la iglesia se gana juntos, se ganan cuando cada cual toma su puesto, unos oran, otros apoyan la oración, otros trabajan, otros trabajan y oran. De esta manera podemos vencer lo que se venga.



V.  CON YAHVE NISSI (Ver 15).


A. Al final del relato Moisés edifica un altar y le pone por nombre Yahve Nissi o Jehova Nissi que quiere decir literalmente el Señor es mi bandera o mi estandarte, interpretado quiere decir: el Señor es mi triunfo o Señor, refugio mío o también.

Con este monumento Moisés reconocía a Dios como el único autor de la victoria. 

B. Al fin y al cabo la iglesia ganara sus batallas por que cuenta con Dios de su lado y es el quien en realidad las pelea por ella, esta es nuestra fe, el es nuestra bandera, nuestro poderos gigante, nuestro hombre de guerra.


Conclusiones: 

La historia de Israel en Éxodo 17 refleja el camino de la iglesia hoy. Enfrentamos enemigos internos y externos, pero con personas elegidas, acción, oración constante y trabajo en equipo, podemos vencer. Reconocer a Yahvé Nissi como nuestro estandarte nos recuerda que, aunque luchamos, es Dios quien nos da la victoria. La fe en Su poder es esencial para triunfar en nuestras batallas diarias.

VERSIÓN LARGA
Jehová Nissi
Éxodo 17: 8 – 16

La travesía, en su vasta y abrasiva soledad, es el crisol donde se forja la fe del peregrino. No es un relato geográfico lo que nos convoca, sino el eco resonante de una experiencia arquetípica: el tránsito por el desierto. Israel, la estirpe elegida, se adentró en aquella extensión de piedra, polvo y promesas incumplidas, y en el ámbito existencial de esa tierra yermo, cada hombre y cada mujer de la congregación vivió una epopeya privada de terror, de hambre, de sed, y del súbito asalto de los enemigos que el mapa físico no registraba, pero que el alma conocía bien.

Esta jornada primigenia de Israel no es una mera nota a pie de página en los anales de la historia antigua. Es, para nosotros, la iglesia del Señor, el Nuevo Israel convocado y redimido, el espejo fiel de nuestra propia peregrinación. También nosotros, revestidos de gracia, marchamos a través de un desierto secular, un intersticio entre la liberación y la Tierra Prometida, que no es otra sino la consumación celestial. Y en este páramo, la hostilidad no cesa. Los enemigos son trinos, perpetuos y feroces: la naturaleza pecadora incrustada en el tejido mismo de nuestros miembros, esa fuerza centrífuga que San Pablo llamó la carne; el mundo, esa matriz cultural y material que nos seduce con sus espejismos y nos tiraniza con sus sistemas; y la sombra más antigua y astuta, Satanás y su legión demoníaca, que acecha en la periferia de nuestra columna de marcha. La Iglesia, por ende, existe en un estado de constante y fatigosa batalla.

La primera escaramuza abierta y frontal, la que sacude el alma y demanda la sangre, tuvo lugar en Refidim. De pronto, sin previo aviso, el horizonte se oscureció con la irrupción de Amalec. Amalec, el símbolo de la maldad artera, del asalto por la espalda, de la fatiga del espíritu que se abate sobre los cansados y rezagados. Israel, que apenas había aprendido a beber de la roca, se vio compelido a aprender a blandir la espada. El triunfo se logró, pero su naturaleza no fue ni obvia ni puramente militar. ¿Cómo venció este pueblo de siervos recién liberados a un ejército de depredadores? Y, por extensión, ¿cómo debe la Iglesia contemporánea, en su propia Refidim, librar sus batallas existenciales y espirituales?

La victoria es una arquitectura construida sobre cimientos inesperados.

En medio del tumulto y el terror del inminente choque, emerge una voz de autoridad, la de Moisés, el intercesor y caudillo. Y esa voz no clama a la multitud enardecida, sino que se dirige a un hombre en particular: Josué, cuyo nombre es, ya en sí mismo, una profecía resonante: Yahvé es Salvación. Es la primera vez que este joven aparece en la trama, y lo hace no como un siervo de la tienda, sino como un jefe militar, investido de una confianza que solo puede venir de una elección superior. Moisés le ordena: “Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec.” El texto es de una elocuencia devastadora: la guerra, la primera gran gesta épica del pueblo, no fue un asunto de movilización total. No marchó la congregación en pleno; no fue una masa indiferenciada la que tomó las armas. Fueron hombres escogidos. Es una lección brutal y tierna sobre la economía del Reino: la totalidad del pueblo es la base, el soporte, el cuerpo que peregrina; pero la acción decisiva, la vanguardia del asalto, recae siempre sobre una minoría de la voluntad. En el devenir de los siglos, la Iglesia ha tropezado con esta misma y dolorosa verdad. La vocación al combate espiritual es universal, sí, pero la asunción efectiva del lugar en la trinchera, la valiente renuncia a la molicie, no lo es. Cuántas veces el cuerpo místico de Cristo ha avanzado no por la efervescencia de todos sus miembros, sino por el empuje decidido, la fe intransigente y el celo incombustible de unos pocos hombres y mujeres, verdaderos elegidos por su entrega, que han osado enfrentar el desafío en primera línea. Son los que han salido de la seguridad de la retaguardia para ser los Josués que, por su acción y no por su número, han rescatado a la Iglesia del estancamiento. La fe que vence es la fe que selecciona y se deja seleccionar para el frente de batalla.

Pero la elección no es un fin en sí mismo, sino la habilitación para el movimiento. La instrucción de Moisés a Josué no contenía una cláusula de deliberación o de espera. No le dijo: "Ve y piensa cómo planificar la guerra"; le dijo: "Sal a pelear." Y notemos la respuesta de Josué: “E hizo Josué como le dijo Moisés.” La palabra se convierte instantáneamente en acto. No se quedaron en el parloteo del campamento, en elucubraciones teológicas sobre la naturaleza del mal, en deseos piadosos o en complejos planes estratégicos esbozados en la arena. Ellos hicieron. Ellos fueron. Ellos pelearon. La polvareda de la marcha se mezcló con la de la refriega. El verbo se hizo carne, en el sentido más inmediato y físico. La Iglesia, en su peregrinaje por el desierto moderno, se encuentra a menudo paralizada por el exceso de análisis y la insuficiencia de la acción. Las batallas no se ganan con sermones elocuentes ni con ideas brillantes que nunca descienden del púlpito de la mente. Las batallas se pelean, simplemente, peleándolas. El mal, en todas sus formas, es una realidad activa que exige una resistencia que es también activa, cinética. No podemos permitirnos el lujo del ocio espiritual, esa cómoda postura del espectador que espera que la providencia o el destino resuelvan la confrontación. La fe genuina es aquella que se levanta de la estera de la pasividad y se lanza a la refriega con la determinación de vencer, de transformar, de redimir, convirtiendo el lamento en luz, y la súplica en una obra concreta.

Y mientras el fragor de la batalla se libraba abajo, en el llano, se desarrollaba otra guerra en la cumbre, una que dictaba el compás de la victoria. Moisés, acompañado de Aarón y Hur, asciende a un monte. Desde allí, el estratega visible del pueblo se convierte en el intercesor invisible. Y el gesto es inequívoco: Moisés alza sus manos y con ellas, su vara, esa extensión de su voluntad y del poder de Dios. Es la posición clásica, universal, de la súplica, y en la cúspide de aquel peñasco, el texto revela el misterio central de la victoria: “Y sucedía que cuando alzaba Moisés su mano, Israel prevalecía; mas cuando él bajaba su mano, prevalecía Amalec.” Qué imagen más sobrecogedora, en su desnuda sencillez. La victoria en el valle no dependía del número de Josué, ni de su estrategia, ni de la calidad de sus espadas, sino del pulso y la perseverancia de la oración. Este texto es un sismógrafo del alma, que registra la íntima y directa relación causal entre la oración constante y la suerte de nuestras batallas terrenales. La oración no es un mero adorno piadoso; es la fuerza motriz, la única fuente de energía sostenible en el combate. Mientras la Iglesia permanece en actitud de constante intercesión —manos alzadas, corazón despierto—, los Josués de hoy logran prevalecer, pues la gracia fluye en el canal de la súplica, invirtiendo la lógica del conflicto. Pero cuando el brazo cae, cuando el alma se fatiga y la oración se abandona, la derrota es inmediata. La fatiga de la carne de Moisés se traduce en la debilidad de las espadas. El desmayo en el monte es el preludio del desastre en el valle.

Y es precisamente en este punto de la fatiga donde la soledad del líder se rompe para dar paso a la sinfonía de la fraternidad. Los brazos de Moisés, como los nuestros, se cansaron. La oración no es inmune a la gravedad de la biología y el desaliento. La fatiga es real, y aquí se revela la teología de la comunidad. Aarón y Hur, cual teólogos de la solidaridad, percibieron la terrible oscilación ligada al simple y agotador descenso del brazo de su líder. No se limitaron a observar o a rezar por un milagro de fuerza; idearon una estrategia práctica, una obra de pura y sencilla misericordia: trajeron una piedra, símbolo de la solidez y la verdad inamovible (prefiguración de la Roca que es Cristo), y sentaron a Moisés sobre ella. Y luego, el acto más sublime de la fraternidad: “Y uno a un lado, y el otro al otro, le sostenían las manos.” No sostuvieron la vara; sostuvieron la debilidad humana del intercesor. Reconocieron que la batalla era demasiado grande para un solo hombre, y que la oración, en su máxima eficacia, es un ejercicio compartido, una carga aliviada por el vínculo del amor. De esta manera, con la piedra como asiento y con Aarón y Hur como pilares humanos, Moisés pudo orar sin desmayar hasta que el sol se puso sobre la derrota total de Amalec.

El cuadro de la victoria es ahora completo, una arquitectura de roles interdependientes: Moisés, el intercesor incansable; Aarón y Hur, los sustentadores de la oración, el apoyo logístico y espiritual; y Josué con su ejército, los que peleaban y ejecutaban en la llanura. Aquí reside una clave fundamental para la Iglesia en su lucha: las batallas se ganan juntos, en una sinergia de dones y funciones. Es la gloriosa polifonía del cuerpo de Cristo. No se trata solo de la oración, ni solo del trabajo, ni solo del apoyo; se trata de que cada cual asuma su puesto sin celos ni vanidad, comprendiendo que el que sostiene el brazo en el monte es tan vital como el que hiere en el valle. Cuando el apoyo logístico y la intercesión se encuentran, cuando el que trabaja y el que ora unen sus esfuerzos, entonces la victoria deja de ser un esfuerzo heroico solitario y se convierte en el testimonio colectivo de una fe robusta.

Pero toda esta compleja arquitectura de la batalla, toda esta convergencia de manos que oran y manos que luchan, no es sino la herramienta de un poder superior. El triunfo sobre Amalec no fue el resultado de una estrategia militar brillante o de una proeza de resistencia humana. Fue, al final de cuentas, una dádiva.

Por eso, después de la victoria, Moisés no levantó un monumento a Josué, ni una estatua a la constancia de Aarón y Hur, ni siquiera un memorial a la propia fatiga de sus brazos. No. Moisés edificó un altar. Y el acto de edificar un altar es, en sí mismo, la máxima declaración teológica, el reconocimiento de que la tierra sagrada se produce donde la intervención divina se manifiesta. Y a ese altar le puso un nombre que encapsula toda la narrativa del desierto, toda la historia de la redención y toda la esperanza de la Iglesia: Yahvé Nissi, o Jehová Nissi.

Yahvé Nissi. El Señor es mi Estandarte. El Señor es mi Bandera.

El nombre es, a la vez, poesía y verdad militar. Un estandarte no es un arma, sino un punto de reunión, un símbolo de identidad y un signo visible de la autoridad a la que se pertenece. Al llamarle “Mi Estandarte”, Moisés estaba diciendo: esta victoria, este momento, no es la medida de la fuerza de Israel, sino la manifestación de la fuerza de Aquel que nos convoca. La Bandera de la batalla no era una tela bordada con la imagen de un león o una insignia tribal; era el Nombre Santo, el Yo Soy, que se había interpuesto entre el pueblo y su destrucción. Es la interpretación más profunda: El Señor es mi Triunfo. El Señor es mi Refugio.

En este monumento de piedra, Moisés reconoció a Dios como el único y absoluto autor de la victoria, el único capaz de pelear y ganar la guerra que se libra en el plano existencial. Para el cristiano de hoy, fatigado por el mundo, acosado por la carne y acechado por el adversario, Yahvé Nissi es el ancla de la esperanza.

¿Qué bandera levantamos hoy en nuestras propias batallas? ¿Es el estandarte de nuestra propia sabiduría, de nuestra resiliencia psicológica, de la eficacia de nuestra organización, o de la elocuencia de nuestras palabras? Si la bandera es el yo, el fracaso está prefigurado por el simple agotamiento de la biología, tal como le ocurrió a Moisés. Pero si, en medio de la llanura de la desesperanza y la cumbre de la oración fatigada, el estandarte que izamos es el de Yahvé Nissi, entonces nuestra victoria es ontológica, no coyuntural. Él es el Estandarte que no desmaya. Es la Bandera que no se rinde ante el viento del desaliento ni se doblega ante el asalto del enemigo. Es la señal que nos dice que, aunque somos llamados a la acción y a la constancia en la oración, la carga del resultado no recae sobre nuestros hombros, sino sobre la potencia de Su Nombre. La fe que se apropia de Yahvé Nissi es la fe que comprende que la lucha es real, pero que el final de la historia ya está escrito. Y esta es la promesa que nos sostiene en el desierto secular: la Iglesia, el Nuevo Israel, ganará sus batallas no porque sea más lista, más fuerte o más numerosa, sino porque cuenta con el Dios de la Batalla de su lado. Él es quien en realidad pelea por ella. Él es nuestro Poderoso Gigante, nuestro Hombre de Guerra, que un día en el Gólgota, en el enfrentamiento final con Amalec, la maldad y la muerte, alzó un madero que se convirtió en el estandarte definitivo de la victoria.

La historia de Israel en Éxodo 17 refleja, con una precisión dolorosa y gloriosa, el camino de la iglesia hoy. La peregrinación nunca está exenta de conflicto. Enfrentamos enemigos trinos —lo interno, lo mundano y lo demoníaco—, y para vencer, la receta de Refidim permanece inalterable. Se requiere la valentía de las personas elegidas que se lanzan a la acción, la constancia tenaz de la oración que conecta el llano con el cielo, y la gracia humilde del trabajo en equipo que sostiene al intercesor para que la fe no desmaye. Sin embargo, la conclusión más profunda y más inspiradora de todas es la que se levanta en la piedra del altar. No se trata de cuánto luchamos, sino de a Quién le atribuimos el triunfo. Reconocer a Yahvé Nissi como nuestro estandarte significa aceptar que, aunque estamos llamados a empuñar la espada, es Dios quien blande el poder. La fe en Su Nombre es la victoria que ya ha vencido al mundo, y en esa certeza inamovible, hallamos el refugio, la fuerza y la promesa del triunfo final.

 

No hay comentarios: