Tema: Éxodo. Titulo: Cuando el desierto te encierra. Texto: Éxodo 14: 1 – 15.
I ES QUE DIOS LE HA LLEVADO ALLÍ (VER 2)
II ES QUE DIOS SE VA A GLORIFICAR (VER 4 - 9).
III ES QUE DEBE GUARDARSE (Ver 10 – 12)
IV ES QUE DEBE USAR SU FE (Ver 13)
El relato del Éxodo nos invita a reflexionar sobre cómo reaccionamos ante las adversidades. En momentos de crisis, como los israelitas, es común sentir miedo e ingratitud. Sin embargo, debemos recordar que Dios tiene un propósito en nuestras pruebas y que Su intervención es inminente. Fortalecer nuestra fe y mantenernos firmes en la oración son esenciales para superar los desiertos de la vida. A través de la historia, Dios demuestra Su poder y fidelidad, y al recordar Su obra en nuestras vidas, podemos enfrentar cualquier desafío con confianza. La clave está en clamar a Dios y aferrarnos a Sus promesas, sabiendo que Él siempre está presente y listo para actuar.
Pero la vida, en su infinita y a veces cruel sabiduría, tiene una predilección por los giros bruscos del destino. Y el destino de Israel, que parecía un río caudaloso de bendiciones, de repente se encajonó en un cañón. En un abrir y cerrar de ojos, en un instante donde la certeza se hizo polvo, la vista se tornó en un callejón sin salida. Delante, el mar. A los costados, la geografía de la tierra, como muros de piedra, como gigantes que los acorralaban. Y detrás, un rumor creciente, un estruendo que no era de naturaleza, sino de maldad; el sonido de las ruedas de los carros de guerra, el relincho de los caballos, el grito de un ejército sediento de venganza. El faraón, en su obstinación y su orgullo herido, había desatado el furor de su poderío militar. De la euforia a la desesperación, el salto fue abrupto, vertiginoso. Los israelitas se encontraron encerrados, atrapados en un punto geográfico llamado Pi-hahirot, que en su etimología, nos susurra su significado: la boca del desfiladero. La boca de los cañones. Un lugar de angustia, un lugar donde el mundo, o lo que ellos conocían de él, se había encogido hasta convertirlos en prisioneros de su propia huida.
¿Cuántas veces no hemos sentido en nuestras propias vidas ese mismo encierro? Hemos salido de nuestros "Egiptos" personales, de adicciones, de relaciones tóxicas, de patrones de pensamiento que nos esclavizaban. Hemos visto la mano de Dios obrar con poder, hemos sentido la euforia de la libertad, y hemos creído que el camino se extendería ante nosotros, liso y despejado. Pero de repente, sin previo aviso, la vida nos lleva a nuestra propia Pi-hahirot. Un diagnóstico médico que no esperábamos. Un revés económico que nos deja en la intemperie. Una traición que rompe el corazón en mil pedazos. Una crisis de fe que nos deja cuestionando todo lo que creíamos saber. Y en ese lugar, con la espalda contra el mar y el enemigo rugiendo a nuestras espaldas, nos preguntamos, con el mismo pánico que debió sentir Israel: ¿Cómo es que llegué aquí?
La respuesta, la primera y más difícil verdad, nos la ofrece el mismo texto sagrado: a veces, es Dios mismo quien nos lleva allí. No siempre. A veces es nuestra propia imprudencia, nuestros errores, nuestras decisiones necias, las que nos precipitan en el desierto. Otras veces, el enemigo nos tiende trampas, nos tienta, nos engaña, y caemos en ellas. Pero el relato del Éxodo es claro: "Habla a los hijos de Israel que den vuelta y acampen delante de Pi-hahirot, entre Migdol y el mar... yo endureceré el corazón de Faraón". Yahvé no fue un observador pasivo. No fue un Guía que perdió el rumbo. Fue un Estratega que diseñó la situación. Migdol, la torre, la ciudadela fortificada en la frontera, no era un simple punto de referencia; era un símbolo de la invencibilidad egipcia. Y al acampar entre esa torre inexpugnable y la inmensidad del mar, Israel quedaba en un lugar sin escape. Era un callejón sin salida, una trampa perfecta, una posición de total vulnerabilidad. Y fue Dios mismo quien, con su sabiduría infinita y su propósito inescrutable, los había llevado allí.
¿Con qué propósito? Es la pregunta que nos atormenta en nuestros desiertos. ¿Por qué el Creador del universo, Aquel que nos ama con un amor eterno, nos conduciría a un lugar de aparente ruina? La respuesta no es para nuestro castigo, ni para nuestra humillación, sino para nuestra preparación. Es en el encierro donde se nos quita toda posibilidad de confiar en nuestras propias fuerzas. En el desierto, no podemos depender de nuestro ingenio, de nuestras conexiones, de nuestra habilidad para negociar. Es un lugar donde lo único que queda es la fe. Dios nos lleva allí para despojarnos de la soberbia del alma y enseñarnos que nuestra salvación nunca dependió de nosotros, sino de Él. Como un alfarero que somete el barro al fuego para que la pieza adquiera solidez, así Dios nos expone a la presión del desierto para que nuestra fe se fortalezca y nuestro carácter sea forjado. Es un lugar de revelación, donde descubrimos no solo quiénes somos en nuestra debilidad, sino quién es Él en su inmenso poder.
Y es en ese encierro que el segundo punto del plan divino se revela: Dios se va a glorificar. El faraón recibió la noticia: el pueblo de Israel había “huido”. La ironía, la burla de un monarca que se creía dios, debió resonar en los pasillos de su palacio. Endurecido en su corazón por su propia terquedad y por la permisión divina, decidió salir a la caza. Un poderoso ejército, una máquina de guerra sin parangón en el mundo conocido, se puso en marcha. Seiscientos carros “escogidos” de la guardia real, con sus tres tripulantes, la élite de la guerra. Y a su lado, la caballería y el resto de los carros comunes, con sus conductores y sus guerreros, todos dotados de arcos, flechas y jabalinas. Un mar de hierro y carne que se movía con una furia implacable, alcanzándolos precisamente allí, en la boca del desfiladero, en ese lugar sin escape.
Todo esto, nos dice la Escritura, fue con un propósito dual, una estrategia maestra de Yahvé. Primero, quería demostrar una vez más su poder a Faraón y a su ejército, humillando la arrogancia de la mayor potencia de la época. Y segundo, y de manera más profunda, quería que Egipto supiera “que yo soy el Señor”. La humillación de un solo hombre no era el objetivo final; el objetivo era la revelación de la divinidad. La batalla no era entre Israel y Egipto, sino entre Yahvé y el panteón de los dioses egipcios, entre el Creador y las falsas deidades que pretendían gobernar el mundo. El desierto, el encierro, el miedo, todo era el telón de fondo para que Dios mismo pudiera subir al escenario y, con una demostración de fuerza incomparable, se glorificara ante los ojos de un mundo que no lo conocía.
Y aquí yace el ancla de nuestra alma en medio de las tormentas: Dios tiene un propósito con nuestra prueba, y ese propósito es Su gloria. Quizás no entendamos las circunstancias, no veamos el final del camino, pero podemos aferrarnos a esta verdad inmutable. Nuestras luchas, nuestros fracasos, nuestros dolores no son en vano. Son la arcilla que Dios utiliza para crear algo hermoso, la oscuridad que sirve de fondo para que la luz de Su poder brille con mayor intensidad. Cuando el mundo nos arrincona, cuando la enfermedad nos debilita, cuando la soledad nos oprime, es entonces cuando la oportunidad para que Dios se glorifique es más grande. Él quiere que el mundo vea que, en nuestra debilidad, Su fuerza se perfecciona. Que en nuestra ruina, Él levanta una nueva creación. Que en nuestro silencio, Él hace oír Su voz. Que en nuestro desierto, Él abre ríos de agua viva. Ese pensamiento debería ser el faro que nos guía en medio de la neblina.
Pero el miedo es un ladrón que roba la memoria. Cuando los israelitas vieron el polvo de los carros de guerra y la inminente llegada del faraón, su corazón se derrumbó. Clamaron a Yahvé, sí, y en eso debemos imitarlos. La oración es el primer instinto de un alma en apuros. Pero el clamor se mezcló con la amargura, con la queja, con el olvido. "¿No había sepulcros en Egipto, que nos has sacado para que muramos en el desierto? ¿Por qué has hecho esto con nosotros, al sacarnos de Egipto?". Sus palabras son un grito de ingratitud, una amnesia espiritual que es tan común en la humanidad como el aire que respiramos. Habían olvidado las plagas, la Pascua, la columna de fuego y de nube. Lo único que veían era el peligro presente, y ese peligro les había nublado la vista, les había robado el recuerdo de lo que Dios ya había hecho por ellos.
El desierto es un lugar peligroso, no solo por lo que nos rodea, sino por lo que nos acecha por dentro. Es un campo de batalla para la fe, para la gratitud, para la esperanza. Y en ese campo de batalla, debemos estar en guardia. Contra el miedo, que paraliza y distorsiona la realidad. Contra la amargura, que envenena el corazón y nos hace creer que Dios nos ha abandonado. Y contra la ingratitud, que borra el recuerdo de los milagros pasados y nos deja sin cimientos. Es en el desierto donde el diablo nos susurra las mentiras más seductoras: "Dios te ha olvidado. Fue un error creerle. Es mejor volver a la esclavitud conocida que morir en una libertad incierta". Pero la única manera de sobrevivir a estas trampas del alma es clamar. Clamar hasta que el dolor se convierta en súplica. Y, al mismo tiempo, recordar. Volver la mirada atrás, no para quejarnos de dónde venimos, sino para ver el camino que Dios ha abierto, los obstáculos que ha vencido, las cadenas que ha roto. Cada milagro, cada provisión, cada pequeño gesto de gracia en nuestra historia se convierte en un testimonio. Y esos testimonios son los cimientos de nuestra fe en la prueba actual.
Y es en el desierto, cuando nos hemos guardado, que llega el momento de usar nuestra fe. Moisés, con el clamor y la desesperación del pueblo resonando en sus oídos, se planta ante ellos no con un plan, sino con una palabra de Dios. Su discurso es un manifiesto de fe en tres partes, un faro que ilumina la oscuridad. "No temáis", les dice. No es un simple consejo, sino una orden. En medio de la tribulación, la fe exige que le cerremos la puerta al pánico que intenta apoderarse de nuestra alma. Es un acto de voluntad, un rechazo activo a la esclavitud emocional del miedo. Luego, les ordena: "Estad firmes". No corran, no huyan. No intenten salvarse a sí mismos con sus propias fuerzas, ni buscando una salida rápida o un atajo. El impulso natural del ser humano en la crisis es huir, abandonar el hogar, el matrimonio, el trabajo, el ministerio. Pero la fe nos llama a permanecer. A estar quietos, a no movernos hasta que la mano de Dios se manifieste. Es un acto de resistencia espiritual, un ancla en medio de la tempestad.
Y la culminación de su mensaje, el clímax de la fe, es la promesa: "Ved la salvación que Jehová hará hoy". Moisés no sabía cómo. No tenía un mapa, no tenía un bote. No tenía ni un plan B. Todo lo que tenía era una palabra, una promesa de su Dios. Sabía que Él haría algo. No sabía qué, pero tenía la certeza de que la salvación vendría. Y es ahí donde nuestra fe es llamada a entrar en acción. En el desierto de nuestras vidas, no tenemos que tener un plan para el futuro. No tenemos que ver la salida. Lo único que necesitamos es una Palabra de Dios, una promesa, que nos diga que Él hará algo. ¿Acaso no tenemos nosotros esa misma promesa? ¿No ha dicho Él en su Palabra que no nos dejará ni nos desamparará? ¿No ha prometido que en la debilidad Su poder se perfecciona? ¿No ha asegurado que nada nos separará de Su amor? Esas promesas son la brújula que necesitamos para navegar el desierto. Son la única garantía que tenemos de que, aunque el mar esté delante y el enemigo detrás, la victoria es inevitable.
La historia del éxodo no es un simple relato de un pueblo antiguo. Es la radiografía del alma humana y del corazón de Dios. Es un espejo donde vemos reflejadas nuestras propias luchas, nuestros miedos, nuestras debilidades. Pero es, sobre todo, una ventana que nos permite ver la fidelidad de un Dios que nos conduce a los desiertos no para dejarnos morir, sino para revelarse de una manera más profunda. El desierto te encierra, sí, pero es en ese encierro donde se nos quita todo pretexto para no confiar en Él. Es donde se nos da la oportunidad de ver una salvación que no es de este mundo. Y es donde, en el momento más oscuro, la gloria de Dios brilla con una luz que no puede ser apagada por ningún ejército, por ninguna montaña, ni por ningún mar. El desierto es un lugar de transformación, un crisol donde el oro de nuestra fe es purificado para que podamos, al fin, ver la salvación que el Señor hará hoy.
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