Tema: Jueces. Título: El llamado de Gedeón. Texto: Jueces 6: 11 ss. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. NO TE QUEJES, ACTÚA (Ver 11 – 14).
II. LO VITAL ES QUIEN TE ENVIA (Ver 15 – 16).
III. ASEGURATE DE TU LLAMADO (Ver 17 – 24).
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La historia de Israel, narrada a través de la polvorienta epopeya de Jueces, es un ciclo de hierro y gracia, una coreografía dolorosa donde la infidelidad humana se encuentra, una y otra vez, con la paciencia inagotable de lo Divino. Un estudio de los jueces es, en esencia, un estudio de la condición humana: la caída, el grito desesperado y la provisión inesperada. Hemos visto a Otoniel, Aod, Samgar, Débora; nombres grabados en el barro y la sangre de la memoria, cada uno un punto de inflexión donde la mano de Dios se posó sobre la debilidad. Hoy nos detenemos ante el quinto de ellos, Gedeón, y su historia es menos un trueno en el Sinaí y más un susurro en la penumbra de un lagar.
El país gemía. Siete años de saqueo constante habían reducido a Israel a la condición de alimañas que se esconden. La cosecha, el pan de cada día, era devorada por las langostas de Madián y Amalec, pueblos del desierto cuya mera presencia significaba ruina. Es en este ambiente de derrota total donde el Ángel de Jehová, la misma presencia de Dios, encuentra a Gedeón. El lugar no es el campo abierto y orgulloso; es la clandestinidad de un lagar. Los lagares, por diseño, eran hundidos y discretos, destinados a la alegre y pública tarea de pisar la uva. Pero aquí, en Jueces 6:11, vemos a un hombre, Gedeón, trillando trigo en un lugar diseñado para el vino, en una caverna subterránea, tratando de engañar al cielo y a los ojos de los madianitas. El acto mismo es un testimonio de la desesperación: miedo disfrazado de labor. Y es allí, en el rincón más temeroso y desordenado de su vida, donde se produce la colisión de lo eterno con lo temporal.
El saludo divino resuena en el eco frío de la piedra: "Jehová está contigo, varón esforzado y valiente". La frase, lejos de ser un reconocimiento de su realidad presente (pues Gedeón tiembla), se erige como un decreto profético, una declaración de identidad que todavía no se ha manifestado. Ante tal magnificencia, ¿cuál es la respuesta del hombre? No es la postración, ni la adoración. Es la queja. Gedeón levanta sus ojos, empapados en el sudor del miedo y la amargura, y recita un guion que se ha repetido en cada generación humana: “Ah, señor mío, si Jehová está con nosotros, ¿por qué nos ha sobrevenido todo esto? ¿Dónde están todas esas maravillas que nuestros padres nos han contado, diciendo: ‘¿No nos sacó Jehová de Egipto?’ Y ahora Jehová nos ha desamparado y nos ha entregado en manos de los madianitas”.
Su queja es un tapiz tejido con confusión, agravio y amnesia histórica. Él pide explicaciones que ya se han dado, ignora la verdad que sus propios profetas (capítulo 6:7-10) han declarado: que la opresión es una consecuencia directa de la idolatría del pueblo. La voz del creyente que exige un "por qué" de Dios, mientras ignora Su propia responsabilidad y la claridad de Su Palabra, es una voz que se repite en la modernidad. Nos quejamos de la esterilidad de la iglesia, de la tibieza espiritual, de las crisis personales que nos agobian, y elevamos una letanía de lamentos que buscan culpables fuera de nosotros, buscando explicaciones divinas para consecuencias humanas. El alma se vuelve un lagar donde solo se pisa la amargura y se fermenta la queja.
Pero la respuesta de Dios es una bofetada de gracia, un llamado a la acción que desmantela toda la retórica del dolor. Dios no se detiene a debatir el por qué de la crisis que Gedeón ya conoce. Simplemente le dice: "Ve con esta tu fuerza y salvarás a Israel de manos de los madianitas." Esta es la primera y más crucial característica del mover de Dios: Él no necesita un lamento para moverse; Él solo exige la voluntad para actuar. Nos confronta en el lugar de nuestra inercia y nos recuerda que la fuerza necesaria para cambiar la realidad no es una fuerza sobrenatural que descenderá de los cielos, sino la fuerza latente, esa "tu fuerza" que ya está en nosotros por Su presencia prometida, esperando ser activada por el ejercicio de la obediencia. El tiempo de la recriminación ha terminado. La hora de levantarse y hacer algo—aunque sea en el oscuro y estrecho lagar—ha llegado. La queja es un lujo que la fe no puede permitirse. La acción, por humilde que sea, es la única respuesta digna a la promesa de Su presencia.
El llamado a la acción encuentra inmediatamente su barrera natural: la baja estima. Habiendo superado la queja general, Gedeón retrocede hacia la excusa personal. Se mira al espejo de su linaje y ve solo polvo. "Ah, señor mío, ¿con qué salvaré yo a Israel? He aquí que mi familia es pobre en Manasés, y yo el menor en la casa de mi padre" (v. 15). Este es el segundo gran encuentro con el Divino: el alma que se mide por su currículum. Gedeón utiliza la pobreza de su clan y la insignificancia de su posición para levantar una barricada contra el destino. Es la voz de la humildad mal entendida, de la insuficiencia que se declara incapaz ante la grandeza de la misión.
Y es aquí donde el libro de Jueces nos regala una verdad reticente y gloriosa: el Evangelio es la historia de los incalificables. Recordamos a Otoniel, insignificante; a Aod, lisiado o zurdo (una desventaja en una sociedad diestra); a Samgar, un extranjero; a Débora, una mujer en un tiempo de hombres; y ahora a Gedeón, el más pobre del más pequeño. La estrategia de Dios no es seleccionar a los más aptos, sino a los más ineptos según el criterio humano, para que la gloria no pueda ser atribuida a la vasija. El ministerio, el llamado, la misión, es un ámbito donde el mérito es una ofensa. Si Dios buscara aptitud, no nos habría buscado en el lagar, ni en el exilio, ni en la orilla del mar. Él habría buscado a los príncipes de la tierra, a los maestros de la ley, a los valientes probados.
Pero Dios, en un acto que redefine toda lógica de poder, anula el argumento de Gedeón. No lo anima con halagos baratos ni le dice que se sobreestime. Dios sencillamente ignora la lista de excusas y devuelve el foco al único punto que importa, la segunda y más vital característica del mover de Dios: Lo esencial es Quién te envía. "Ciertamente yo estaré contigo, y tú derrotarás a los madianitas como a un solo hombre" (v. 16). La garantía del éxito no reside en la fuerza del brazo de Gedeón, ni en el tamaño de su clan, ni en su habilidad para trillar trigo a escondidas. La certeza está en la cláusula inmutable: "Yo estaré contigo." Es la misma fórmula de gracia dada a Moisés, a Josué, a Jeremías. El poder reside en el Sender, no en el enviado.
Esta es la verdad que libera al creyente del yugo del perfeccionismo y la comparación. Cuando nos sentimos tentados a creer que somos demasiado jóvenes, demasiado viejos, demasiado inexpertos, demasiado pobres, o simplemente demasiado fallidos para la tarea, debemos repetirnos esta única frase. El llamado no es un concurso de talentos, sino un acto de voluntad divina. El peso de la responsabilidad es infinitamente aligerado cuando comprendemos que la victoria no es nuestra obra, sino una consecuencia inevitable de la presencia y la autoridad del que nos comisiona. La fe no se afirma diciendo "Yo puedo", sino "Yo iré porque Él está conmigo." La única calificación necesaria es la disponibilidad ante la elección soberana.
A pesar de la promesa irrevocable de Su presencia, Gedeón, siendo humano, exige una prueba tangible. La palabra ha sido dada, el mandato ha sido pronunciado, pero el corazón pide una señal que le hable a los sentidos. Él pide tiempo para preparar una ofrenda: un cabrito y pan sin levadura. Gedeón planea una comida de comunión, un acto de hospitalidad para confirmar la identidad de su visitante. Lo que obtiene es mucho más que una cena; es el tercer y fundamental acto en la dinámica del llamado: Asegurarse de tu llamado.
El Ángel de Jehová transforma el intento de hospitalidad en una teofanía. Se le ordena colocar la carne y el pan sin levadura sobre la roca; luego, el Ángel toca la ofrenda con el báculo, y de la roca, seca y fría, sube fuego que consume la carne y el pan. Lo que estaba destinado a ser alimento se convierte en un sacrificio consumido. El fuego que sale de la piedra es la rúbrica divina, el sello inconfundible de la santidad. Es la transmutación de lo mundano en lo sagrado.
Gedeón, al presenciar esta manifestación, se da cuenta con terror: "Ah, Señor Jehová, que he visto al ángel de Jehová cara a cara" (v. 22). Su miedo es el terror natural ante la santidad; es la comprensión fulminante de que ha estado debatiendo con la Divinidad misma. La respuesta de Dios, sin embargo, es la paz: "Paz a ti; no temas, no morirás" (v. 23). En respuesta a esta certeza, Gedeón erige allí un altar, al que llama "Jehová-salom" (El Señor es Paz).
Esta secuencia nos enseña que el llamado debe ser asegurado. La fe no es una fantasía; es una certeza que ha sido confirmada por la voluntad de Dios. Hoy, el creyente es llamado a un ministerio, a una vocación, a un propósito que no se descubre por accidente. El llamado debe ser un objeto de búsqueda responsable y sobria. Aunque no pedimos fuego que consuma cabritos, el proceso de autenticación sigue tres pautas claras, que son los equivalentes modernos al fuego sobre la roca. Primero, la Oración perseverante (es el diálogo continuo que nos pone en la presencia del Ángel); segundo, el Descubrimiento de la Habilidad y la Pasión (Dios no nos llama a hacer lo que odiamos o donde somos consistentemente ineptos, sino que alinea nuestras habilidades naturales con Su propósito); y tercero, la Confirmación de la Comunidad o de los Resultados (el llamado se valida cuando, al hacerlo con fidelidad, vemos frutos y paz, el Jehová-salom). La fe se convierte en certeza cuando el sacrificio de nuestra obediencia es tocado por el fuego del Espíritu y la roca de nuestra vida se convierte en un altar de paz, donde el miedo ya no puede habitar.
El relato de Gedeón, que comienza en la cueva oscura del lagar y termina con un altar de paz, nos deja tres movimientos esenciales para la vida de fe. El llamado divino no depende de nuestras apariencias, de nuestra elocuencia o de la extensión de nuestra lista de habilidades, sino de la autoridad de Dios que nos envía. Muchas veces, podemos sentirnos inseguros, podemos caer en la espiral de la queja y el miedo, o podemos minimizar nuestro valor por la pobreza de nuestro linaje. Pero la clave de la victoria se nos entrega en la primera conversación: la queja debe cesar y la acción debe comenzar, usando la fuerza que ya poseemos. La autoevaluación debe ser silenciada por la certeza de quién nos envía, y esa certeza debe ser cimentada en la paz y la convicción del Espíritu que confirma nuestra vocación. La clave está en actuar, buscar nuestro propósito y permanecer firmes, confiando en que el Dios que nos encuentra en el lagar está con nosotros en cada paso del camino, transformando nuestro miedo en Su paz, nuestro trigo escondido en una ofrenda consumida y nuestra debilidad en Su fuerza.
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