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SERMÓN - BOSQUEJO: EL LAMADO DE GEDEON: El Eco Eterno de la Valentía y la Transformación.

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BOSQUEJO

Tema: Jueces. Título: EL LAMADO DE GEDEON: El Eco Eterno de la Valentía y la Transformación. Texto: Jueces 6: 22 – 27. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.


Introducción:

A. Repaso. El llamado es un llamado a no quejarse y a actuar, en el llamado no importa quienes somos sino quien es Dios, debemos estar seguros de nuestro llamado.

B. Hoy veremos otros aspectos que implica el llamado.

I. NO TEMER A UNA RELACIÓN (Ver 22 – 24).


A. Cuando Gedeón se da cuenta que el Ángel de Jehová en realidad era Dios mismo tiene miedo, ya que, se creía que nadie podía ver a Dios y seguir vivo. Aun así, Dios mismo lo fortalece y le invita a tener miedo, acto seguido nuestro personaje construye un altar al que llama “Jehová – salom” (Salom o Shalom se traduce paz pero en realidad no hay palabra en castellano que pueda describir lo que Shalom quiere decir, Shalom necesita una amplia variedad de palabras para ser comprendida por nosotros, palabras como paz, seguridad, concordia, prosperidad, bienestar y vida vivida en plenitud).

B. El llamado es una invitación a una relación muy profunda con el Ángel de Jehová la cual no debe ser temida. Muchas personas temen al llamado, temen perder en el y por eso se apartan de este. 

Este temor se vence al comprender que obedecer a Dios traerá Shalom a nuestra vida (Mateo 19:29).


II. ENFRENTARSE A LA FAMILIA (Ver 25ª).


A. La primera comanda que Gedeón recibe de Dios tiene que ver con enfrentarse a su Padre, no solo a él, pero entre todo, el seria el personaje relevante.

B. A menudo el ministerio es un llamado a enfrentarnos y comprometer la relación con nuestra familia. Mientras usted permanece quieto puede que tenga persecución. Sin embargo, a la hora de aceptar al llamado seguramente usted tendrá oposición y sobre todo de su familia (Lucas 14:26)


III. DERRIBAR ÍDOLOS (Ver 25 – 27)


A.Hemos dicho que la primera misión que tiene Gedeón tenía que ver con su padre, al leer se hace evidente cual es esta. Derribar los altares, los ídolos (Asera y Baal) a los cuales su Padre adoraba y sustituirlos por un altar a Jehová.

B. Cualquiera que sea su llamado ministerial implícito en el está el hecho de tener que derribar ídolos propios y ajenos y sustituirlos por un altar de adoración a Dios. 


IV. NO TEMER MORIR (Ver 27 – 30).


A. Gedeón toma 10 hombres y de noche, pues temía, cumplió la orden del Señor.

B. ¿Qué temía? A su padre y a los demás hombres, estos seguramente se enojarían y hasta querrían matarlo por lo que había hecho con los ídolos.

C. Si usted quiere ganarse enemigos métase con los ídolos de los demás, le aseguro que se ganara su ira y con ella quien sabe que cosas. El siervo de Dios debe estar consciente y dispuesto a recibir el desprecio de otros.


Conclusiones.

Aceptar el llamado de Dios, como Gedeón, significa abrazar una relación profunda, enfrentar la oposición familiar y derribar ídolos. No temas las consecuencias, pues obedecer trae paz y plenitud a tu vida, preparándote para servirle con valentía y sin miedo a las críticas.

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LLAMADO DE GEDEON: El Eco Eterno de la Valentía y la Transformación

Hay momentos en la vida, instantes fugaces pero eternos, en los que el velo entre lo ordinario y lo trascendente se desgarra, y una voz, que no es de este mundo, susurra nuestro nombre. No es un llamado cualquiera; es una invitación a la existencia misma, a la plenitud que solo se encuentra en la rendición. Gedeón, aquel hombre de viñas y temores, no fue una excepción. Su historia, grabada en el pergamino de los Jueces, no es solo un relato antiguo, sino un espejo donde se refleja la esencia de cada alma que ha sentido el tirón de lo divino. Porque en este llamado, en esta danza entre el hombre y su Creador, lo que importa no es quiénes somos en nuestra fragilidad, sino quién es Él en Su inmensidad. Es una certeza que debe anidar en lo más profundo de nuestro ser: la convicción inquebrantable de que hemos sido elegidos, no por mérito, sino por gracia, para un propósito que trasciende nuestra comprensión. Y es en esa seguridad donde reside la fuerza para no quejarse, para no dudar, sino para actuar.

La primera revelación de un llamado divino a menudo llega envuelta en el manto del asombro y, paradójicamente, del temor. Gedeón, escondido entre los lagares, vio en el Ángel de Jehová no solo un mensajero, sino la inconfundible presencia de Dios mismo. Y el miedo, ese viejo compañero de la humanidad, se apoderó de él. La creencia ancestral de que nadie podía ver el rostro de Dios y sobrevivir se cernía como una sombra sobre su espíritu. Sin embargo, en ese preciso instante de terror existencial, el Eterno, con una ternura que solo la divinidad puede poseer, no lo reprendió, sino que lo fortaleció. "Paz a ti; no temas, no morirás," fue el bálsamo derramado sobre su alma atribulada. Y en respuesta a esa gracia inmerecida, Gedeón, con manos temblorosas pero un corazón que comenzaba a comprender, erigió un altar. Lo llamó "Jehová-Salom." Ah, Shalom. Qué palabra tan vasta, tan insondable, que ninguna lengua humana puede confinar en un solo vocablo. No es meramente la ausencia de conflicto, sino una constelación de bendiciones: paz, seguridad, concordia, prosperidad, bienestar, la vida vivida en su más sublime plenitud. Es la armonía del universo reflejada en el alma, el suspiro de Dios sobre la creación. El llamado, entonces, es una invitación a sumergirnos en esta relación profunda y transformadora con el Ángel de Jehová, una relación que, aunque pueda parecer abrumadora al principio, jamás debe ser temida. Cuántas almas, al borde de la grandeza, se han apartado de su destino por el miedo a lo desconocido, por el temor a lo que podrían perder. Pero el Maestro nos lo prometió: "El que pierda su vida por causa de mí, la hallará" (Mateo 19:29). Es en esa entrega, en esa obediencia valiente, donde el verdadero Shalom se despliega en nuestras vidas, como un río caudaloso que inunda cada rincón del ser.

Pero la senda del llamado no es un camino sembrado de rosas y alabanzas. A menudo, la primera gran prueba no viene de extraños, ni de enemigos declarados, sino de aquellos que comparten nuestra sangre, nuestro techo, nuestra historia. La primera orden que Gedeón recibió de Dios fue una que le heló la sangre en las venas: enfrentarse a su propio padre. No solo a él, sino a la tradición arraigada, a las costumbres idolátricas que habían echado raíces en el corazón de su linaje. Es una verdad incómoda, pero ineludible: el ministerio, el servicio a lo divino, es con frecuencia un llamado a comprometer, e incluso a veces a confrontar, las relaciones más íntimas. Mientras uno permanece en la quietud, en la complacencia de lo establecido, puede que la persecución sea un murmullo lejano. Pero en el instante en que el alma se atreve a decir "sí" al llamado, cuando se levanta para actuar, la oposición se vuelve una realidad palpable, y a menudo, la más dolorosa, proviene de la propia familia. Jesús, con una franqueza que desgarra la comodidad, lo advirtió: "Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo" (Lucas 14:26). No es un llamado al odio literal, sino a una reordenación radical de las prioridades, a colocar el amor y la obediencia a Dios por encima de cualquier otro afecto humano, por profundo que sea. Es un desgarro necesario, una poda dolorosa que permite que el árbol de la fe crezca con mayor vigor y dé frutos más abundantes. La valentía de Gedeón al enfrentar a su padre no fue un acto de rebeldía, sino de amor supremo, un amor que buscaba la verdadera libertad y el Shalom para toda su casa.

Y en el corazón de esa confrontación familiar, latía la esencia misma del llamado: la imperiosa necesidad de derribar ídolos. La misión de Gedeón era clara y contundente: destruir los altares de Baal y la imagen de Asera, símbolos de una fe corrompida y de una adoración desviada, y en su lugar, edificar un altar a Jehová, el Dios verdadero. Esta no es una tarea relegada a los anales de la historia antigua; es una labor viva y urgente en cada generación, en cada corazón. Porque los ídolos no son solo figuras de madera o piedra; son todo aquello que ocupa el lugar de Dios en nuestras vidas, todo aquello a lo que rendimos nuestra lealtad, nuestro tiempo, nuestra energía, nuestra esperanza. Puede ser el confort, la seguridad material, la reputación, el éxito mundano, el apego a las tradiciones que han perdido su espíritu, o incluso la aprobación de los demás. Cualquiera que sea nuestro llamado ministerial, implícito en él está el mandamiento ineludible de derribar esos ídolos, tanto los propios que hemos levantado en el santuario de nuestro corazón, como los ajenos que se alzan en la cultura que nos rodea. Y no es solo un acto de destrucción; es un acto de sustitución sagrada. Es reemplazar lo falso con lo verdadero, lo vacío con lo eterno, la idolatría con la adoración genuina. Es un ministerio de demolición y construcción, donde cada ídolo derribado abre espacio para que se eleve un altar de alabanza y obediencia al único Dios digno de toda adoración. Es un acto de purificación, un retorno a la fuente, un recordatorio de que solo en Él encontramos nuestra verdadera identidad y propósito.

Finalmente, el llamado nos confronta con la más profunda de las renuncias: la de no temer morir. Gedeón, con una prudencia teñida de temor, tomó a diez de sus siervos y, bajo el manto protector de la noche, cumplió la orden del Señor. ¿Qué temía? Temía la ira de su padre, el juicio de sus vecinos, la condena de su pueblo. Sabía que al tocar los ídolos, al desafiar las creencias arraigadas, se ganaría enemigos, y con ellos, la posibilidad de la muerte. Y así fue. Al amanecer, la furia se desató. La multitud, ciega por la tradición y la idolatría, clamaba por su vida. Si uno desea ganarse la animadversión del mundo, basta con tocar sus ídolos, con desafiar sus falsas seguridades. La ira y el desprecio serán la recompensa. El siervo de Dios, el alma que ha respondido al llamado, debe estar consciente y dispuesto a recibir el desprecio de otros, a ser señalado, a ser incomprendido, incluso a ser perseguido. No se trata necesariamente de una muerte física, sino de una muerte al ego, a la necesidad de aprobación, al confort, a la propia voluntad. Es la muerte a la vida que conocíamos para abrazar la vida que Dios ha diseñado para nosotros. Es tomar nuestra cruz cada día, sabiendo que el camino del discipulado es un camino de sacrificio, pero también de resurrección. Es la paradoja divina: solo al morir a nosotros mismos, podemos verdaderamente vivir, y solo al no temer la pérdida, podemos alcanzar la plenitud.

Aceptar el llamado de Dios, como lo hizo Gedeón en su momento, es embarcarse en una odisea del espíritu. Significa abrazar una relación tan profunda con el Creador que disipa todo temor. Implica la valentía de enfrentar la oposición, incluso la más íntima, la que brota del seno familiar. Exige la audacia de derribar los ídolos, tanto los que habitan en nuestro propio corazón como aquellos que la sociedad ha erigido en su ceguera. No temas las consecuencias, las críticas, el desprecio, ni siquiera la posibilidad de morir a lo que conoces. Porque la obediencia a ese susurro divino no trae consigo la pérdida, sino la promesa de Shalom, de una paz y plenitud que superan todo entendimiento. Es un llamado a la valentía, a la transformación, a servirle con un corazón intrépido, sin miedo a las sombras que proyecta la crítica, sabiendo que en cada paso de fe, la mano del Eterno nos sostiene.

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