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BOSQUEJO - SERMÓN: ACCIONES DE GRACIAS EN LA BIBLIA - GUÍA DE GRATITUD

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BOSQUEJO (Versión resumida)


Tema: Acción de gracias. Titulo: Acción de gracias en la Biblia - Guía de gratitud. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz


INTRODUCCIÓN

A. “Dios es el que da, y el hombre es el que agradece”. Esa frase es de Filón, un judío, filósofo y escritor nota­ble que vivió en Alejandría. Dios es quien concede su gracia y el hombre el que le da gracias por ella. El da y nosotros recibimos. Lo único que podemos devolverle es nuestra acción de gracias.

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I. DEBE SER POR TODO (1 TES 5:18)


A. El texto nos dice dos cosas sobre la gratitud:

1. Debe ser una actitud constante que no dependa de las circunstancias. Es decir, soy agradecido en todo suceso de mi vida sea este a mí parecer bueno o malo. 

El Salmo 34:1 es muy parecido este nos insta a bendecir (agradecer) a Dios en todos los momentos y a tener una actitud de alabanza constante

El Salmo 145: 1 – 2 también nos motiva a tener una constante actitud de alabanza en nuestra vida.

2. Esta actitud de agradecimiento es lo que Dios quiere de mí como hijo suyo. Los hijos de Dios son agradecidos

B. En este fin de año tomémonos un tiempo para recordar lo que este ha sido para nosotros y sin importar el resultado de dicha reflexión agradezcamos a Dios

II. DEBE SER ABUNDANTE (Col 2: 6 -7) 


A. Esto es un poco parecido a lo anterior pues este texto nos dice que nuestra acción de gracias a Dios debe ser ABUNDANTE. La palabra Griega para abundante aquí es PERISSEUO significa superabundar, ser mas que suficiente, desbordar, tener de sobra.

B. Imagine entonces el tipo de gratitud que se pide aquí de los cristianos, para un cristiano toda la gratitud del mundo no es suficiente, no existe un momento donde hemos sido suficientemente agradecidos pues debemos abundar en ello.

C. En este fin de año no solo nos limitemos a sencillamente dar gracias sino que abundemos en ello. Abundemos en ello con palabras, con expresiones y con acciones.

III. DEBE SER EN LUGAR DE…. (Efe 5: 3 - 4) 


A. El texto nos da una lista de cosas las cuales de ninguna manera deben estar en nuestra boca, examinémosla:

1. Fornicación. Griego porneia designa el pecado sexual en general, cualquier tipo de pecado sexual. 

2. Inmundicia. Griego  akatharsia designa lo sucio, lo corrupto, lo depravado.

3. Avaricia. Griego pleonexia literalmente quiere decir “deseo de tener mas”. 

De estas tres cosas se nos dice que ni siquiera deberían nombrarse entre creyentes mucho menos practicarlas.

4. Palabras deshonestas. Griego aischrotes lo obsceno, lo indecoroso, lo vergonzoso. P.ej. las groserías, malas palabras.

5. Necedades. Griego morologia designa la charla insulsa, la charla que es pecado.

6. Truhanerías. Griego eutrapelia designa la conversación grosera y vulgar

De estas tres cosas se nos dice que no deben ser prácticas por que estas no convienen o no es lo debido o lo adecuado para un cristiano.

Se nos dice que en lugar de ocuparnos de estas cosas debemos practicar la acción de gracias. 

B. Además de estas cosas y teniendo en cuenta el mundo en el que vivimos agregaríamos a la lista la queja y la insatisfacción, diríamos que en lugar de centrarnos en esas cosas practicáramos la acción de gracias. 

Conclusión:

La acción de gracias es un principio fundamental en la vida cristiana, que nos invita a ser agradecidos en todas las circunstancias. La Biblia nos enseña que esta gratitud debe ser constante, abundante y sustituir actitudes negativas. En lugar de enfocarnos en la queja o la insatisfacción, debemos cultivar una actitud de alabanza y reconocimiento hacia Dios. Al reflexionar sobre el año que termina, es esencial tomar un tiempo para agradecer, sin límites ni reservas, lo que Él ha hecho en nuestras vidas. Dediquémonos a vivir con un corazón agradecido.



VERSION EXTENDIDA 

Acción de gracias en la Biblia - Guía de gratitud 

Hay una asimetría fundacional en el universo de la fe, un desequilibrio hermoso y terrible que define nuestra existencia. El filósofo judío de Alejandría, Filón, lo articuló con una sencillez desarmante: “Dios es el que da, y el hombre es el que agradece.” En esta sentencia se cifra todo el drama y toda la paz de la vida cristiana. Dios, en Su majestad, despliega la gracia como un vasto océano que inunda los litorales de nuestra fragilidad. Él es la fuente inagotable, el Dador sin límite, el Propietario de toda luz que se enciende en nuestro sendero. Nosotros, por nuestra parte, no somos sino mendigos enriquecidos, receptores de una provisión que nunca merecimos. Ante esta disparidad cósmica, ¿qué podríamos devolverle al Dador Inmutable, al Hacedor de todas las cosas? La única moneda de cambio digna, el único tributo que se corresponde con la inmensidad de Su entrega, es la acción de gracias. Todo lo demás es Suyo; lo único que nos queda por ofrecer, lo único que podemos devolverle con autenticidad y propiedad, es la gratitud que mana de un corazón consciente.

Este no es un intercambio comercial, no es la salvedad de un deudor que intenta pagar su hipoteca. Es el reconocimiento de un don, un acto de conciencia que nos sitúa en nuestro lugar exacto bajo el firmamento: somos hijos que reciben, y la gratitud es el aliento que prueba la vitalidad de nuestra filiación. Si Dios es el que da, y el hombre el que agradece, nuestra vida entera debe convertirse en el eco incesante de Su generosidad.

El primer mandamiento de la gratitud, aquel que desnuda nuestra voluntad y la confronta con la soberanía divina, se encuentra en el breve, pero demoledor, texto de Primera de Tesalonicenses. Pablo lo escribe con la urgencia de quien dicta una ley fundamental del espíritu: “Dad gracias en todo; porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús.” El adverbio es la llave que abre el misterio y a la vez el yugo que exige la rendición: en todo.

La gratitud, en la visión bíblica, no es una reacción condicionada por las circunstancias favorables. No es la sonrisa fácil del alma ante la mesa bien servida o ante el amanecer de la buena noticia. Es, antes bien, una actitud constante, una postura inamovible del espíritu que no cede ni se doblega ante la adversidad. Se nos pide ser agradecidos en todo suceso de nuestra vida, sea este, a nuestro parecer limitado y corto de vista, bueno o malo, placentero o doloroso. .

Aquí la voluntad humana choca frontalmente con el propósito divino. ¿Cómo dar gracias por la pérdida, por el diagnóstico oscuro, por la traición que nos desgarra? La respuesta, que el Espíritu nos susurra, es que nuestra gratitud no es un agradecimiento por la desgracia, sino un agradecimiento en medio de ella, un acto de fe que mira por encima del dolor y se ancla en el Carácter inmutable de Dios. Dar gracias en el valle de sombra de muerte no es celebrar la oscuridad; es declarar que el Pastor está con nosotros y que Su vara y Su cayado nos infunden aliento.

El Salmo 34, con su voz de un alma que ha pasado por el crisol, se hace eco de esta urgencia: “Bendeciré a Jehová en todo tiempo; su alabanza estará de continuo en mi boca.” Y el Salmo 145 nos invita a no permitir que el reloj de arena de la vida detenga el flujo de nuestra admiración: “Cada día te bendeciré, y alabaré tu nombre eternamente y para siempre.” La gratitud que Dios busca no es la que se enciende y se apaga como una vela en el viento de las circunstancias, sino la actitud constante, el motor espiritual que no cesa.

Esta constancia, esta perseverancia en el agradecimiento, no es un ejercicio de estoicismo ni una técnica de auto-ayuda; es la prueba irrefutable de que hemos abrazado la soberanía de Dios. Al decir "gracias en todo," estamos declarando con el corazón y con la voluntad que nada de lo que sucede en nuestra vida, ni el detalle más insignificante, ni el dolor más profundo, escapa a la mano permisiva o activa de un Dios cuyo amor no disminuye ni Su propósito se tuerce. Es en el “todo” donde el hijo de Dios se distingue del hombre natural: mientras el mundo agradece lo que le conviene, el cristiano agradece lo que Dios le da, entendiendo que el Dador conoce el camino y que la disciplina del cielo es, en sí misma, una manifestación de amor.

Esta actitud de agradecimiento, nos dice el texto, es lo que Dios quiere de mí como hijo Suyo. No es un capricho o una mera formalidad litúrgica. Los hijos de Dios son, por definición, agradecidos, porque han entendido la verdad central del Evangelio: que todo lo que poseemos, desde el aliento en los pulmones hasta la promesa de la eternidad, es un regalo inmerecido, una demostración de la gracia que nos ha encontrado y nos ha rescatado.

Al llegar al final de este año que se desvanece, este mandato nos detiene en un ejercicio necesario y a menudo doloroso. Tómate un tiempo, nos exige el Espíritu, para recordar lo que este año ha sido. No solo las cimas de las bendiciones, sino también los valles de la prueba; no solo las ganancias evidentes, sino también las pérdidas misteriosas. El alma debe hacer el inventario completo, y sin importar el resultado de dicha reflexión, sin importar si el balance es de prosperidad o de despojo, la respuesta debe ser la misma: agradezcamos a Dios. Porque en ese acto de gratitud constante, no solo honramos Su voluntad, sino que liberamos nuestra alma de la prisión de la amargura y de la ansiedad que produce querer ser nuestro propio dios y nuestro propio controlador. La gratitud en todo es la gran medicina de la fe contra el veneno del egoísmo y la autosuficiencia.

Si la primera demanda es la universalidad, la segunda es la magnitud de nuestro reconocimiento: la gratitud debe ser abundante. Colosenses 2, ese texto que nos ancla y nos da raíces en la fe, nos advierte de la urgencia del crecimiento y de la plenitud en la respuesta: “Por tanto, de la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él; arraigados y sobreedificados en él, y confirmados en la fe, así como habéis sido enseñados, abundando en acciones de gracias.” .

Aquí, el imperativo de la abundancia se asocia directamente con la madurez y la firmeza en Cristo. La palabra griega que se traduce como abundante, perisseuō, no se conforma con lo suficiente o lo adecuado. Su significado es superabundar, ser más que suficiente, desbordar, tener de sobra, ser excesivo. Imagina entonces el tipo de gratitud que se pide aquí de los cristianos. Para un corazón tocado por la gracia, toda la gratitud del mundo no es suficiente. No existe un momento en la vida donde hayamos sido suficientemente agradecidos, pues la deuda de gracia es infinita, y nuestra respuesta debe reflejar ese infinito. Debemos abundar en ello con un caudal que no conoce límite ni mesura.

Esta superabundancia de gratitud no es un adorno espiritual; es una necesidad. El amor de Dios derramado en la cruz de Cristo es un acto tan desmedido, tan desbordante de gracia que cualquier respuesta menor a la abundancia sería una ofensa a la magnitud del don. Cuando un alma comprende la inmensidad de lo que le ha sido perdonado y de lo que le ha sido regalado, la gratitud no puede ser una gota medida; debe ser una inundación.

La abundancia de nuestra gratitud debe manifestarse en el triple templo de nuestra existencia: con palabras, con expresiones y con acciones.

No basta con el sentimiento íntimo, con el murmullo de un alma privada. Nuestra gratitud debe desbordar en palabras, en el testimonio público y privado. Debemos ser voceros de la bondad de Dios, narradores de Sus maravillas, pregoneros de Sus misericordias. Debemos usar la lengua, ese miembro pequeño y poderoso, no para quejarnos o para juzgar, sino para construir un monumento verbal de alabanza.

Debe desbordar en expresiones que trasciendan la mera formalidad. En el rostro, en la postura del cuerpo, en el vigor de nuestra adoración, se debe notar que el agradecimiento es el torrente de un gozo profundo y no la obligación de un deber. La liturgia de nuestra vida debe reflejar un corazón que no puede contener el asombro ante el amor que lo ha rescatado.

Y, por último, debe manifestarse en acciones. El agradecimiento abundante se traduce en el servicio a los demás, en la generosidad desmedida, en la justicia practicada, en el amor al prójimo. Nuestra vida, al ser ofrecida como sacrificio vivo y agradable a Dios, se convierte en el testimonio práctico de que lo que hemos recibido es tan vasto que no podemos retenerlo, sino que debemos derramarlo sobre el mundo. .

En este fin de año, no nos limitemos a sencillamente dar gracias con la formalidad de una lista corta; sino que abundemos en ello. Que el torrente de nuestra gratitud sea tal que inunde los espacios vacíos de nuestra alma y de nuestra comunidad, demostrando que la fe en Cristo es un pozo que nunca se seca y una fuente que siempre desborda.

El tercer y más difícil deber de la gratitud es que debe ser sustitutiva: debe tomar el lugar de las tinieblas. La gratitud es, de hecho, una práctica moral que desplaza al pecado. Efesios 5 nos ofrece un contraste dramático entre el lenguaje del mundo y el vocabulario del cielo. Después de listar las palabras y los actos que son ajenos a la vida en la luz, el apóstol Pablo establece el principio de la sustitución divina: "ni palabras deshonestas, ni necedades, ni truhanerías, que no convienen, sino antes bien acción de gracias."

El texto nos da una lista de cosas que, de ninguna manera, deben estar en nuestra boca o en nuestra vida, porque son incompatibles con la santidad. La lista comienza con los pecados del cuerpo y del deseo desordenado.

Se nos advierte contra la fornicación, la voz griega porneia, que designa el pecado sexual en general, cualquier tipo de impureza en el deseo o en la práctica. Se nos advierte contra la inmundicia, akatharsia, que abarca lo sucio, lo corrupto, la depravación que ensucia el templo del Espíritu. Y se nos advierte contra la avaricia, pleonexia, que literalmente significa “deseo de tener más,” la codicia que es, en esencia, una idolatría, pues hace del bien material el objeto de nuestra adoración. De estas tres cosas, que son la ruina del alma, se nos dice que ni siquiera deberían nombrarse entre creyentes, mucho menos practicarlas. Son el antítesis de la gratitud, pues la fornicación y la inmundicia buscan la satisfacción desordenada de lo creado en lugar del Creador, y la avaricia es la negación del contento, el rechazo a la suficiencia que Dios ya ha provisto.

Pero el apóstol se centra luego en los pecados del lenguaje, ese espacio donde la luz y la sombra libran su batalla más cruel. Nos prohíbe las palabras deshonestas, aischrotes, lo obsceno, lo indecoroso, lo vergonzoso. El lenguaje vulgar, las groserías, la mala palabra, son un atentado contra la dignidad del hombre redimido y un deshonor al Espíritu que lo habita. .

Se nos prohíbe las necedades, mōrología, la charla insulsa, el discurso que es vacío, sin sustancia espiritual o moral, la conversación que se convierte en pecado por su inutilidad y su tendencia a la frivolidad. Y se nos prohíbe las truhanerías, eutrapelia, que designa la conversación grosera y vulgar, el chiste fácil y de doble sentido, la ligereza de espíritu que utiliza el humor para rebajar la santidad o para pecar con una sonrisa. De estas tres cosas se nos dice que no deben ser nuestras prácticas, porque no convienen, no son lo debido ni lo adecuado para un cristiano.

Y entonces, el mandato sustitutivo se revela en toda su gloria: en lugar de ocuparnos de estas cosas, debemos practicar la acción de gracias. La gratitud es el antídoto contra la fornicación, porque el agradecimiento eleva el deseo del bien creado hacia el Creador. Es el antídoto contra la avaricia, porque el corazón agradecido dice: "Tengo suficiente, y en Dios, lo tengo todo." Y es el antídoto contra el lenguaje vulgar, porque el alma que desborda gratitud no tiene espacio para la queja ni para la palabra sucia; su boca está ocupada en la alabanza.

Además de esta lista bíblica, y con la conciencia del mundo en que vivimos, debemos añadir al contraste moral la plaga moderna del alma: la queja y la insatisfacción. La cultura contemporánea nos ha enseñado a vivir en la carencia perpetua, a enfocarnos en lo que falta y no en lo que se nos ha dado. La queja es el lenguaje del incrédulo, el murmullo de aquel que desconfía de la providencia, el lamento que niega la bondad del Dador. La insatisfacción es la enfermedad que nos condena a buscar siempre la próxima cima sin honrar la vista desde donde estamos.

Diríamos, entonces, que en lugar de centrarnos en la queja y la insatisfacción, debemos practicar la acción de gracias. La gratitud es la declaración de guerra contra la cultura de la carencia. Es la afirmación poderosa de que nuestra suficiencia no viene de la acumulación de bienes, sino de la comunión inagotable con Aquel que es el Bien Supremo. Al sustituir la queja por la alabanza, transformamos el ambiente de nuestro corazón y de nuestro hogar, y nos convertimos en focos de luz en un mundo oscurecido por el descontento. .

La acción de gracias no es, en las profundidades de la Biblia, una sugerencia piadosa; es un principio fundamental e innegociable en la vida cristiana. Es la prueba de que el Evangelio ha echado raíces en nuestra vida, que ha permeado nuestra voluntad y ha transformado nuestro lenguaje. Esta guía de gratitud nos llama a una triple obligación: ser agradecidos de forma constante, sin permitir que las circunstancias detengan el flujo de nuestra alabanza; ser agradecidos de forma abundante, con un desborde que refleje la inmensidad de la gracia que nos ha sido dada; y ser agradecidos de forma sustitutiva, haciendo de la alabanza la única voz de nuestra boca, desplazando la queja, la avaricia y la palabra vana.

Al reflexionar sobre el año que termina y sobre la gracia que sostiene nuestro día, es esencial que tomemos un tiempo no solo para el recuento, sino para el reconocimiento incondicional. La vida del discípulo es una vida de rendición de cuentas, pero es también, y sobre todo, una vida de rendición de gracias. La gratitud es la firma del cristiano en el contrato de la gracia. Dediquémonos, con un fervor renovado, a vivir con un corazón que ha sido liberado de la tiranía del tener y del quejarse, para habitar en la paz inmutable del agradecer. Que nuestra vida se convierta en el eco incesante de la generosidad de Dios, la única devolución digna ante la asimetría insondable de Su amor. Que el silencio de nuestro corazón roto se llene con el sonido más noble de la fe: Gracias.

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