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BOSQUEJO-SERMÓN: PREDICA, CUATRO LEPROSOS SALVAN UNA CIUDAD - EXPLICACIÓN 2 REYES 7: 1 - 17.

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BOSQUEJO

Tema: 2 Reyes. Titulo: Pedica, cuatro leprosos salvan una ciudad. Texto: 2 Reyes 7: 1 - 17. 

Introducción:

A. Estos cuatro hombres están en una situación bastante desesperante, Viven con la pena de muerte de una enfermedad y ahora se enfrentan al hambre. Han sido golpeados con una doble sentencia de problemas. Estos leprosos no pueden entrar en la ciudad, el hambre ha impedido que los misericordiosos les lleven comida, su lepra no ha sanado y el ejército sirio esta fuera de la ciudad. 

B. La vida está en un punto muerto, entonces, ¿Cuáles son las lecciones que aprendemos hoy?

(Dos minutos de lectura)

I. NO HAY CALLEJON SIN SALIDA (ver. 1)

A. Como puede ver la situación es extrema. Sin embargo, Dios se dispone para hacer algo en medio de semejantes hechos. La profecía de Eliseo decía que al otro día se podría comprar tres kilos de harina fina o seis kilos de cebada por solo una moneda de plata. En otras palabras: "Mañana a esta hora todo será normal". Al final de la historia vamos a ver que tal cual sucedió. Tenemos entonces a Dios obrando a favor de su pueblo, un pueblo infiel pero Dios es fiel.

B. Cuando Dios esta de nuestro lado no existe tal cosa como un "callejón sin salida", esto hasta para la muerte. Por lo general Dios siempre nos abre una puerta, nos muestra una salida, él hace algo.

C. Por supuesto, siempre hay gente que no cree esto, considere las palabras del oficial del rey; pero tal cual sucedió con el la sentencia esta sobre todo aquel que falla en confiar en Dios: "lo vera por con sus ojos, pero no disfrutara de ello". Conf. 30:5



II. EXPERIMENTAR LO INESPERADO (ver 4).

A. Es llamativo ver que mientras estas cosas pasaban dentro de la muralla; en la puerta de la muralla había cuatro leprosos conversando sobre cuestiones de vida o muerte, ellos dicen: "Si nos quedamos aquí vamos a morir de hambre, si entramos a la ciudad también,  si vamos al campamento Sirio tal vez el fin sea el mismo. Sin embargo, algo es cierto no nos quedaremos aquí sentados esperando..." (paráfrasis mío). Con ese pensamiento emprenden el viaje hacia el campamento Sirio, un viaje de fe, un viaje osado, un viaje donde ellos salían de su "zona de comodidad", un viaje fuera de lo común.

B. Un dicho dice: "si desea ver cosas nuevas debe hacer cosas nuevas". La fe a veces nos pide que hagamos lo poco común, que hagamos lo que parece una locura, que salgamos de lo cómodo y experimentemos lo incómodo. Nada en la historia sugiere que los leprosos hicieran esto por fe, de hecho, la historia indica que actuaron más por frustración que por fe.

Pero si este fue el resultado de actuar por  frustración, ¿Cuáles hubieran sido los resultados si la fe hubiera sido el fundamento?

C. Escuche esto: "A veces Dios te lleva a un lugar de quebrantamiento para completarte. A veces, Dios te lleva al lugar del desorden para experimentar la providencia de los milagros. A veces, cuando estás en lo más bajo, Dios se manifestará en lo más alto. A veces, para encontrar lo mejor de la gracia y la misericordia de Dios, debes encontrarte en tu peor momento. El lugar del miedo podría ser el lugar de la nueva fe, su lugar del miedo, puede convertirse en el lugar donde descubrió su fuerza y ​​el poder de Dios".



III. NO DEBES CALLAR (ver. 9 - 10).

A. Así fue como los leprosos llegaron al campamento Sirio y vieron una escena que no esperaban, este estaba abandonado. Dios los había confundido y estos habían huido despavoridos al percibir el ataque de un gran ejercito. Los leprosos comieron, bebieron. se vistieron y guardaron tesoros.

Luego se dijeron unos a otros:  "esto no esta bien. Este día es un día de buenas nuevas y guardamos silencio. Si esperamos hasta que amanezca, nos sobrevendrá algún daño; ahora, pues, vamos para que vayamos y se lo digamos al rey". Así fue como los leprosos fueron hasta Samaria y contaron a la ciudad lo que habían visto.

B. Las cosas que Dios ha hecho por nosotros son buenas noticias para quienes han vivido cosas similares a las nuestras. Ya que, son buenas noticias no debemos callarlas, porque como dijeron los leprosos, esto no esta bien. Al callarnos somos ladrones de esperanza y traidores al rey.



Conclusiones:

A. La historia de los cuatro leprosos en 2 Reyes 7 nos enseña valiosas lecciones sobre la fe y la acción en tiempos de crisis. A pesar de su desesperante situación, estos hombres se niegan a rendirse y deciden tomar una decisión audaz, mostrando que incluso en los momentos más oscuros, Dios puede abrir puertas inesperadas. Su viaje hacia el campamento sirio, impulsado por la frustración, culmina en un milagro que salva a una ciudad. Además, su decisión de compartir las buenas noticias resalta la importancia de no callar las bendiciones recibidas. En nuestra vida, debemos recordar que Dios puede transformar nuestros momentos de quebranto en oportunidades de fe y esperanza, invitándonos a actuar y compartir su amor con los demás.

VERSIÓN EXTENDIDA

Pedica: Cuatro leprosos salvan una ciudad - 2 Reyes 7: 1-17

El borde de la ciudad de Samaria era, en aquellos días de asedio y hambruna, una línea más cruel que cualquier frontera. No era solo la muralla de piedra lo que separaba a los hombres, sino la piel misma, la sentencia visible y fría de una enfermedad que imponía el exilio. La lepra era el símbolo material de la impureza, una condena doble que expulsaba del cuerpo social al tiempo que corroía la carne. Y allí, en la antesala de la muerte, se encontraban cuatro hombres, despojos de la sociedad, cuya existencia se había reducido a la espera pasiva del fin. Eran figuras talladas por la desesperación: golpeados por la doble condena del cuerpo y del tiempo, marginados por la plaga, y ahora, acorralados por el cerco sirio y la parálisis de un hambre tan feroz que, dentro de los muros, había forzado a la locura y al canibalismo. Samaria era un ataúd gigante, y ellos, los leprosos, se hallaban en el pasillo que llevaba a la fosa. La vida para ellos se había coagulado en un punto muerto, un paisaje existencial donde cada opción racional conducía al mismo y absoluto sepulcro. Pero es en el centro absoluto de la desesperación, cuando el horizonte se cierra sobre nosotros como una tapa de ataúd de cedro, que la mano de Dios, con una delicadeza abrumadora, se dispone a operar. Aquí, en el barro y la inmundicia de la puerta, se gesta la gran lección.

La primera verdad que emerge de este abismo de angustia es la más liberadora, la más rotunda negación del pesimismo existencial: para Dios, no existe el callejón sin salida. La ciudad, consumida por una inanición tan feroz, por una carestía tan monumental que las cabezas de asno se vendían a precios obscenos, no tenía esperanza humana. El ejército enemigo, la sequía y la traición interna habían sellado su destino bajo el signo de la fatalidad. El rey, un hombre cuyo corazón había naufragado en el terror, ya no podía distinguir entre el juicio divino y la crueldad siria. Sin embargo, en medio de esta noche cerrada, en este silencio de los cuerpos consumidos, la voz del profeta Eliseo irrumpió con la luz de una promesa que desafiaba toda lógica económica y militar, toda ley de la oferta y la demanda: “Mañana a esta hora, a la puerta de Samaria, tres kilos de harina fina se venderán por una moneda de plata, y seis kilos de cebada por una moneda.” Es el anuncio de un cambio cósmico, un decreto de la desolación a la abundancia, de la carestía total a la normalidad en apenas un ciclo del sol. Esta profecía, que sonaba a burla para el oficial del rey, era en realidad el recordatorio de que la economía de Dios no se rige por la escasez de los recursos humanos, sino por la ilimitada riqueza de Su gracia. Dios opera en y a pesar de lo imposible. Incluso cuando Su pueblo, cediendo al miedo y a la idolatría, se muestra infiel, Él permanece, por naturaleza, fiel a Sí mismo y a Su promesa de providencia.

El mundo, en su prosaica visión de la realidad, nos enseña que algunas puertas se cierran para siempre; la Escritura, con la vehemencia de la verdad eterna, nos grita que, cuando Dios está de nuestro lado, el concepto mismo de “callejón sin salida” es una invención del miedo, una falacia de la carne. Él siempre abre una puerta, revela una salida, actúa. Es la verdad más dulce que puede refrescar el alma acorralada. La vida de fe consiste precisamente en saber que, incluso cuando las fuerzas están agotadas y el horizonte parece una línea de roca infranqueable, la soberanía divina tiene reservada una intervención que tu mente carnal no puede concebir. Y aquí reside el peligro: siempre habrá el oficial incrédulo, el cínico que se burla de la fe desde la tribuna de la razón limitada. Este oficial, que representa al espíritu que no se atreve a creer en la gratuidad del milagro, recibe una sentencia terrible: verá la salvación con sus propios ojos, la caída repentina del precio de la cebada, pero por su falta de confianza, por su insolencia racional, no podrá disfrutarla. La fe, amados hermanos, no es solo la capacidad de ver el milagro; es el permiso de Dios para vivirlo, para participar de él, para comer de esa harina fina. La incredulidad nos deja fuera del festín, condenados a mirar desde la barrera de nuestra autosuficiencia. El Señor nos enseña que el camino a la plenitud pasa por la rendición, por la aceptación de que Su poder trasciende toda fórmula matemática y toda predicción militar.

Mientras la muralla de Samaria encarcelaba a los desesperados y el rey se lamentaba en su palacio, cuatro leprosos, sin saberlo, estaban por experimentar lo inesperado. En la entrada de la muralla, la conversación que sostenían era un sombrío silogismo de la muerte, un análisis existencial tan honesto como brutal. Se dijeron: si nos quedamos aquí, moriremos de hambre y frío; si intentamos entrar en la ciudad, nos matarán o moriremos igual por la escasez; si vamos al campamento sirio, es posible que nos maten, pero, ¿y si nos perdonan? La pregunta que irrumpe en este sombrío cálculo es la que rompe el ciclo de la parálisis: “¿Para qué nos quedamos aquí sentados esperando la muerte?” Esta no fue una pregunta de teólogos, sino una exclamación de la vida, la chispa que rompió la inercia del destino. Con este pensamiento, más impulsados por la frustración del límite que por la seguridad de la fe, emprendieron el viaje. Fue un acto osado, una decisión de salir de su "zona de comodidad" (si es que la miseria puede llamarse así) y aventurarse en lo desconocido, en lo que parecía una locura suicida. Aquí reside la paradoja que desafía nuestra espiritualidad domesticada: a veces, para ver cosas nuevas y experimentarlas, hay que hacer cosas que nunca antes se han hecho. La fe nos exige ese movimiento, ese paso hacia lo incómodo, hacia el lugar del riesgo.

La fe, hermanos, no siempre se manifiesta como un heroísmo tranquilo; a veces, nace del hartazgo, de la desesperación que se niega a la resignación. Nada sugiere que estos hombres actuaron por una teología refinada, sino por el simple, irrefutable instinto de la supervivencia frustrada. Se levantaron porque el costo de quedarse era el ciento por ciento de la muerte. Y el costo de moverse, aunque incierto, ofrecía una remota posibilidad de vida. La fe, en su forma más pura, es a menudo la elección de la posibilidad, por pequeña que sea, sobre la certeza de la nada. Si este fue el resultado de actuar por pura frustración, ¿cuáles no habrían sido los resultados si la fe, la confianza en el Dios de Eliseo, hubiera sido el motor sólido de su movimiento? La lección es profunda: el Dios que creó el universo puede utilizar incluso nuestra desesperación, nuestra rabia contra la inercia, como el primer escalón de un milagro.

Escuchen bien esta verdad que desciende sobre el alma quebrantada, sobre el corazón que se siente herido y incompleto: a veces, Dios nos conduce intencionalmente al lugar de nuestro quebranto para completarnos. Él nos lleva al epicentro del desorden, no para dejarnos allí, sino para que experimentemos la providencia inaudita de los milagros. Es cuando estamos en lo más bajo, en la sima de la humillación, que Él se manifiesta en lo más alto de Su gloria y poder. El lugar de tu miedo más profundo, la situación que hoy te consume y te define como un marginado, puede ser, de manera sorprendente, el punto de partida de una fe renovada, el escenario donde descubrirás la fuerza insospechada y el poder liberador de Dios. La verdadera vida, la vida de testimonio, comienza cuando nos negamos a seguir sentados en el portal de la miseria. El camino a lo extraordinario se pavimenta con decisiones que el mundo llama ridículas.

Así, con la audacia que solo confiere la desesperación, los leprosos llegaron al campamento sirio y se encontraron no con la muerte, ni con los guardianes feroces que esperaban, sino con un silencio. El campamento estaba abandonado, convertido en un teatro de la huida. Dios, el estratega silencioso, había obrado un milagro acústico: había confundido al ejército enemigo, haciéndoles escuchar el estruendo de un gran ejército que se aproximaba con caballos y carros. El pánico se apoderó de ellos; no se detuvieron a verificar, sino que huyeron despavoridos, dejando atrás no solo sus armas, sino sus provisiones, sus animales, sus tesoros. El miedo se había transformado en un instrumento de providencia. Los leprosos, testigos de esta escena de abundancia desmedida, cayeron en el festín de la gracia en el lugar donde solo esperaban un cadalso. Comieron, bebieron, se vistieron con ropas finas y guardaron joyas. Era la recompensa del que se atrevió a moverse.

Pero entonces, la conciencia, la voz del Espíritu, les interrumpió la fiesta: “Esto no está bien. Este día es un día de buenas nuevas y guardamos silencio. Si esperamos hasta que amanezca, nos sobrevendrá algún daño; ahora, pues, vamos para que vayamos y se lo digamos al rey.” Este es el tercer y más crucial acto de la narrativa, el verdadero bautismo de su fe: el acto de no callar. La bendición recibida no era para un consumo egoísta y solitario, sino un manantial que debía fluir hacia la ciudad sedienta, hacia el pueblo que moría en la incredulidad y el hambre. Aquí, en este reconocimiento, los leprosos transitan de ser recipientes de la gracia a ser sus mensajeros. Las cosas que Dios ha hecho por nosotros, las liberaciones que hemos vivido, las promesas que se han cumplido en nuestra propia carne y que han llenado nuestro vacío, no son secretos que deban ser guardados bajo llave. Son buenas nuevas, son el bashar hebreo, el mensaje gozoso de victoria, para todos aquellos que viven en el mismo asedio o que luchan contra enfermedades y desesperaciones similares a las nuestras. Al callarnos, al acaparar la buena noticia, al intentar privatizar la gracia, nos convertimos, como dijeron los leprosos, en traidores a la misericordia del Rey. Somos ladrones de esperanza, condenando a otros a la inanición espiritual cuando la mesa está servida y la abundancia es accesible. La fe, cuando es genuina, se convierte en testimonio activo y urgente. Nuestro silencio no es solo cobardía; es una ofensa a la generosidad de Dios.

La historia de los cuatro leprosos en 2 Reyes 7 es, en su esencia más profunda, una convocatoria a la acción redentora en tiempos de crisis y una meditación sobre el poder de la periferia. Nos enseña que la fe no es una posición estática o una emoción pasajera, sino una audaz decisión de movimiento, incluso cuando el único impulso es la frustración que se niega a rendirse. Estos hombres, que se encontraban en el peor lugar imaginable, en el extremo de la marginalidad, se negaron a aceptar el veredicto del mundo. Su decisión, tomada desde la desesperanza, culminó en un milagro de provisión y salvación que no solo los benefició a ellos, sino que redimió a una ciudad entera. Debemos recordar, en nuestras propias vidas, que Dios tiene el poder de transformar nuestros momentos de quebranto más humillantes, nuestra lepra espiritual, en oportunidades de fe y esperanza desbordante. El camino hacia la mesa de la abundancia, hacia la plenitud de la vida, a menudo pasa por la decisión incómoda de levantarse, moverse y, sobre todo, hablar. Estamos invitados, pues, a no callar las buenas noticias, a no ser egoístas con la gracia que nos ha vestido y alimentado, sino a compartir Su amor y Su poder con el mundo que todavía espera, en el silencio cruel de sus propias murallas, el estallido de la Risa y la liberación. La vida de fe no es una espera pasiva; es una peregrinación audaz desde la puerta de la muerte hasta la proclamación del banquete.

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