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BOSQUEJO-SERMÓN: Eliseo y los Sirios: La historia que revela la cara más oscura del pecado humano (y la tuya). - EXPLICACION 2 REYES 6: 24 - 33

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BOSQUEJO

Tema: 2 Reyes. Titulo: Eliseo y los Sirios: La historia que revela la cara más oscura del pecado humano (y la tuya). Texto: 2 Reyes 6: 24 - 33. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.

Introducción:

A. El peor mal de la humanidad es el pecado, este tiene manifestaciones realmente repugnantes en nosotros hoy en la introducción a esta historia veremos algunos.

(Dos minutos de lectura).

I. INGRATITUD (ver 24).

A. Esta actitud viene de parte del rey de Siria Ben-Hadad, este hombre sitia Samaria. Un sitio era una táctica militar en la cual un ejercito rodeaba una ciudad con el objeto de cortar sus suministros, producir hambre y así presionar la rendición del rey y sus habitantes.

Lo llamativo de esto es que sucede después de lo acontecido en los versículos anteriores, el rey de Israel y Eliseo le habían perdonado la vida y habían alimentado a el gran ejercito que este había enviado para capturar a Eliseo.

B. A esto es a lo que llamamos ingratitud o traición, sucede cuando se nos ha hecho bien y nosotros nos atrevemos a hacer mal a aquel que nos sirvió o ayudo en algún momento de la vida.

Es una horrible manifestación del pecado en nuestras vidas que se traduce en divorcios, infidelidades, niños abandonados, venganzas y odios, entre otros.



II. CRUELDAD (ver 28 - 29).

A. En efecto los efectos del sitio se hicieron sentir en Samaria y el hambre comenzó a golpear a sus habitantes. La escases fue tanta que llegaron a comer Asno, particularmente la cabeza de este que según la ley judía era un animal inmundo. Además, se nos dice también que este comieron "estiércol de paloma", esta frase puede tomarse literal o figuradamente para denominar algún tipo de alimento muy miserable, algunos estudiosos afirman que se trataba de una especie de legumbre.

No solo esto, según el texto la situación fue tan difícil que además cometieron canibalismo con sus propios hijos.

B. Involucradas en tal historia dos mujeres que pactaron comerse sus hijos, a lo cual una de ellas incumplió. Este suceso nos llega al corazón y nos hace cuestionarnos seriamente sobre la depravación total del hombre.

C. En Deuteronomio 28: 52 - 57 nos dice que estas cosas le sucederían a Israel como castigo por sus pecados. Tenemos en este texto y en el de 2 de reyes una vivida descripción de las extremas consecuencias del pecado.


D. Hoy en día vemos por noticias cosas parecidas, la crueldad con que el ser humano trata a su prójimo es otra manifestación mas del pecado en nuestras vidas.



III IMPENITENCIA (ver. 30 - 31).

A. Cuando el rey oye estas cosas horribles, rasga sus vestidos, así el pueblo pudo ver que debajo de sus ropas reales había ropas de arrepentimiento. Varias veces en la Escritura hemos visto que cuando la gente quiere mostrar arrepentimiento entonces rasga sus vestiduras y se viste de Cilicio o ropas ásperas. 

Sin embargo, su arrepentimiento no era real, ni sincero. Lo sabemos por las palabras que pronuncia, el rey en realidad no se siente responsable de lo que sucede a pesar de que como hemos visto es un rey impío. El busca responsables y amenaza con matar a Eliseo, ya que, cree que todo es culpa de él. Razona algo como: "si tan solo Eliseo me hubiera dejado matar a este ejercito", "por que Eliseo no hace algo por librarnos de esta situación". En pocas palabras el busca culpables.

B. Otra nefasta manifestación del pecado en nuestra vida tiene que ver con nuestra poca capacidad de hacernos responsables de nuestros pecados y de las consecuencias de este. Es común en nosotros buscar culpables pero no culparnos a nosotros.


Conclusiones:

La historia de Eliseo y los sirios revela la oscura realidad del pecado humano: ingratitud, crueldad y la renuencia a asumir responsabilidad. Confronta nuestra tendencia a culpar a otros por las consecuencias de nuestras propias faltas, desafiándonos a un arrepentimiento genuino y a la humildad para reconocer nuestra depravación, buscando la verdadera liberación del pecado.


VERSIÓN LARGA

Es el pecado, dicen algunos, el peor de los males, una hidra de múltiples cabezas que se manifiesta en los pliegues más oscuros del alma humana, y si uno, el observador, tuviera que señalar sus formas más repugnantes, no necesitaría mirar más allá de la antigua Samaria, en los días del profeta Eliseo, cuando la historia, esa maestra implacable, nos dejó un grabado indeleble de hasta dónde puede caer la humanidad cuando se permite que la oscuridad anide en el corazón, y no es una historia para los débiles de espíritu, pues sus verdades son afiladas como cuchillos y sus escenas tan vívidas que uno casi puede sentir el aliento helado del hambre que se cernió sobre la ciudad.

Comencemos, pues, con la ingratitud, esa moneda de baja ley con la que a menudo se paga el bien recibido, y en esta narración, el rostro de la ingratitud lo lleva el rey de Siria, Ben-Hadad, un nombre que quizás no resuene en la memoria del hombre de a pie, pero que en aquel entonces significaba asedio, penuria y muerte para los habitantes de Samaria, porque este rey, con la paciencia de un depredador, rodeó la ciudad con su ejército, cortando toda vena de suministro, apretando el nudo de la desesperación para forzar la rendición de un pueblo y su monarca. Y uno podría preguntarse, con la ingenuidad de quien no ha visto la doblez del corazón humano, ¿qué llevó a tal crueldad? La respuesta, si se tiene la capacidad de mirar más allá de la superficie, es que este acto de hostilidad, este sitio implacable, sucedió poco después de un evento que debió haber sembrado gratitud en el corazón de Ben-Hadad, pues el rey de Israel y el profeta Eliseo, con una magnanimidad que raya en lo inverosímil, habían perdonado la vida y alimentado al mismo ejército sirio que Ben-Hadad había enviado, con torpeza y prepotencia, para capturar a Eliseo. Imagínese uno la escena, los soldados enemigos, hambrientos y desorientados, siendo guiados no a la ejecución, sino a un festín, para luego ser enviados de vuelta a casa, con el estómago lleno y el alma, quizás, un poco más ligera, pero ¿de qué sirvió la bondad? De nada, o de muy poco, porque la ingratitud es una semilla que se aferra a la tierra más estéril del resentimiento y la ambición, transformando la ayuda recibida en un arma para la traición. Es el pago de mal por bien, una cicatriz que desfigura las relaciones más sagradas, que se manifiesta en los divorcios amargos, en las infidelidades que rompen el juramento, en los niños abandonados a la intemperie del desamor, en las venganzas que carcomen el alma, en los odios que se heredan de generación en generación, una repugnante manifestación del pecado, ciertamente, una que nos recuerda la facilidad con la que el bien puede ser olvidado y el mal, abrazado.

Y así, bajo el yugo de la ingratitud de Ben-Hadad, Samaria se hundió en las profundidades de la crueldad, una oscuridad que el ojo, por más acostumbrado que esté a las atrocidades del mundo, apenas puede soportar, porque los efectos del sitio no tardaron en manifestarse, y el hambre, ese tirano silencioso y voraz, comenzó a golpear los estómagos y las almas de sus habitantes con una ferocidad que solo la desesperación puede engendrar, y la escasez fue tal que lo impensable se volvió el pan de cada día, o lo que quedaba de él, la cabeza de un asno, animal inmundo según las leyes que regían a aquel pueblo, se vendía a precios exorbitantes, una fortuna por algo que en tiempos de abundancia se despreciaría, y no solo eso, el "estiércol de paloma", una expresión que uno, el lector, no sabe si tomar al pie de la letra, imaginando la miseria más absoluta, o como una metáfora para cualquier piltrafa indigerible, cualquier legumbre seca y repugnante que pudiera engañar al estómago hambriento. Pero lo peor, lo más oscuro, lo que la pluma apenas se atreve a escribir, fue el canibalismo, sí, leyó bien, el canibalismo, el acto abominable de devorar la carne de los propios hijos, una manifestación de la depravación humana que nos hace cuestionar qué queda de la imagen divina en el hombre cuando se le empuja al límite de lo soportable.

Y es en este punto donde la historia nos confronta con el relato de dos mujeres, dos madres, o lo que quedaba de ellas en medio de tal horror, que hicieron un pacto, una decisión que la mente sana apenas puede concebir, la de comerse a sus propios hijos, y uno lee esto y siente un escalofrío que le recorre la médula, una sensación de náusea que no es de estómago, sino de alma, porque la crueldad no es solo la acción del tirano, sino también la manifestación de la bestia que habita en el interior de cada ser humano, una bestia que, bajo circunstancias extremas, puede devorar lo más sagrado, lo más inocente. Una de ellas, nos cuenta el texto, incumplió el pacto, una pequeña, casi imperceptible chispa de humanidad en medio de tanta oscuridad, un rayo de esperanza que nos recuerda que incluso en los abismos más profundos, algo de lo humano puede sobrevivir, pero el horror ya estaba consumado, la otra mujer había entregado a su hijo, y la imagen de tal acto se graba en la mente como una quemadura. Y para aquellos que dudan de la conexión entre el pecado y sus consecuencias, la antigua ley, en Deuteronomio 28:52-57, ya anunciaba que tales horrores, tales actos de canibalismo y desesperación, serían el castigo por los pecados de un pueblo que se aparta de su camino, una profecía que se cumplió con una exactitud que estremece, y uno, al leer las noticias de hoy, no puede evitar ver las similitudes, la crueldad con que el ser humano se trata a sí mismo y a su prójimo, en las guerras, en la indiferencia, en la injusticia, son todas manifestaciones de esa misma raíz, la raíz del pecado que corrompe el corazón y deshumaniza el alma.

Pero la historia de Samaria no termina con la imagen de la crueldad rampante, no, hay un tercer acto, una tercera manifestación de ese mal ancestral: la impenitencia, la obstinación del corazón que se niega a reconocer su culpa, que prefiere culpar al cielo o a los otros antes que a sí mismo, y en esta escena, el protagonista es el rey de Israel, aquel que, al oír las horribles palabras de las mujeres, rasga sus vestidos, un gesto ancestral de duelo y, supuestamente, de arrepentimiento, y el pueblo, viendo el cilicio, esa tela áspera y penitente bajo la púrpura real, pudo haber pensado que su rey se había humillado, que había reconocido la mano de Dios en el castigo que se abatía sobre ellos, pero la apariencia, como siempre, engaña. Porque el arrepentimiento del rey no era real, no era sincero. Lo sabemos por las palabras que brotan de sus labios, un torrente de reproches dirigidos no hacia sí mismo, no hacia sus propias faltas, sino hacia el profeta Eliseo, como si la culpa de la situación recayera sobre los hombros del hombre de Dios, y el rey, en su ceguera impenitente, razona con una lógica retorcida: "Si tan solo Eliseo me hubiera dejado matar a este ejército", "por qué Eliseo no hace algo por librarnos de esta situación", y en cada frase se esconde la verdadera enfermedad de su alma, la incapacidad de hacerse responsable de sus propios pecados y de las consecuencias devastadoras de estos. Es la vieja historia de Adán culpando a Eva, y Eva culpando a la serpiente, la incapacidad congénita del ser humano de mirarse al espejo y aceptar su parte en el desastre.

Y esta, oh lector, es otra de las manifestaciones más nefastas del pecado en nuestras vidas, esa poca capacidad, casi una maldición, de asumir la responsabilidad de nuestros actos, de reconocer que las consecuencias, por dolorosas que sean, a menudo son el fruto amargo de nuestras propias elecciones, de nuestra propia desobediencia, de nuestra propia ingratitud, porque es común en nosotros buscar culpables, señalar con el dedo, encontrar un chivo expiatorio para desviar la mirada de la propia miseria, pero qué raro es el que, con humildad y coraje, se culpa a sí mismo, qué escasos son los corazones que, al rasgar sus vestiduras, rasgan también la capa de soberbia que les impide ver la verdad de su propia impiedad.

Así pues, la historia de Eliseo y los sirios, con sus escenas de ingratitud, crueldad y impenitencia, no es solo un relato antiguo de sufrimiento y guerra, no, es un espejo, uno que refleja las oscuras realidades del pecado humano, un lienzo donde la depravación se pinta con trazos audaces, y uno, al contemplarla, no puede evitar sentir una profunda confrontación, un desafío que le interpela el alma, obligándolo a mirar hacia adentro, a examinar las propias sombras, a preguntarse si la ingratitud, la crueldad o la impenitencia no anidan también, aunque sea en menor medida, en los rincones ocultos de su propio corazón, porque la verdadera liberación del pecado, nos grita esta historia, no reside en buscar culpables externos, sino en la humildad de reconocer nuestra propia depravación y en la búsqueda de un arrepentimiento genuino, uno que no rasga solo las vestiduras, sino también el alma, abriéndola a la posibilidad de una vida diferente, una vida donde la compasión, la gratitud y la responsabilidad sean los cimientos de una existencia verdaderamente humana. Y así, con la verdad desnuda ante nuestros ojos, podemos, quizás, comenzar el difícil camino hacia la redención.

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