Tema: Milagros de Jesús. Título: El Intocable Leproso: Los Secretos de Jesús para Sanar el Alma (y tu Cuerpo). Texto: Marcos 1: 40 – 45. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. LOS MILAGROS SE RUEGAN (Ver 40)
II. LOS MILAGROS DEPENDEN DEL DESEO (Ver 40 – 41).
III. LOS MILAGROS SON EXPRESIONES (Ver 41).
IV. LOS MILAGROS TAMBIÉN SON INTERNOS (Ver 41).
El hombre, aquel hombre, era una figura de la desolación. La lepra, esa palabra que sonaba a exilio y a muerte en vida, lo había despojado de todo. De la mirada cálida de los suyos, del contacto humano, de la dignidad más elemental. Era un margen andante, un grito silencioso en el desierto de la existencia. Pero aun en su abismo, una chispa, un rescoldo de esperanza, ardía. Y esa chispa lo llevó, no con altivez, sino con la última gota de humildad, a postrarse. Nos dice la Escritura, con la simpleza de la verdad, que se arrodilló, que rogó, que suplicó. No era una exigencia, sino un lamento, un anhelo que brotaba desde lo más profundo de su ser desfigurado. Los milagros, amados míos, no se arrancan con la fuerza bruta de la voluntad. Se ruegan. Se piden con la boca del alma, con la fragilidad de quien reconoce su desamparo y la omnipotencia de Aquel que puede. Es en esa postura de rodillas, en ese abismo de la humillación voluntaria, donde el cielo se inclina y la gracia comienza su descenso. No es el despliegue de fuerza, sino la entrega de la debilidad lo que abre las compuertas de lo imposible.
Y en aquel ruego, flotaba una certeza y una pregunta. El leproso, con el filo del dolor agudizando su percepción, sabía que Jesús podía. No había duda en su mente sobre el poder de Aquel a quien se dirigía. Había escuchado, como el rumor de una promesa lejana, las historias de sanidad, de ciegos que veían, de paralíticos que andaban. El poder no era la cuestión. La pregunta, esa daga sutil que perfora la esperanza, era: ¿quiere? ¿Su voluntad se inclinará hacia este amasijo de carne sufriente y repudiada? En aquel instante sagrado, en el aliento suspendido entre el ruego y la respuesta, la voluntad de Jesús se reveló con una claridad cegadora: en este caso, Él quería.
Pero en la danza misteriosa de la gracia divina, no siempre el querer de Jesús coincide con nuestro anhelo más ferviente. Hay un velo, a veces, sobre esa voluntad. Pensemos en Pablo, el apóstol, un coloso de la fe, que arrastraba consigo un "aguijón en la carne", una dolencia que lo humillaba, que lo mantenía anclado a la fragilidad humana (2 Corintios 12:7-9). Tres veces suplicó, con la misma intensidad que el leproso, que esa espina le fuera arrancada. Y tres veces, la respuesta, lejos de la sanidad física, fue una revelación más profunda: "Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad". En ese caso, Jesús, en su infinita sabiduría, no quiso sanarlo. Su misericordia se expresó de otra forma, en la fortaleza que nace de la fragilidad, en la gloria de Dios que resplandece en la vasija rota.
Entonces, ¿cómo rogar nuestros milagros? Con la audacia de la fe, pero con la humildad del siervo. Pida su milagro, sí, con toda la fuerza de su corazón. Y, en primera instancia, asuma que es la voluntad de Dios dárselo, a menos que, de alguna manera inconfundible, Él le revele lo contrario. En otras palabras, es un "Sí" resonante, hasta que Dios, por razones que superan nuestra limitada comprensión, nos susurre un "No", un "Espera", o un "Tengo algo mejor para ti". Es un acto de confianza en la bondad inherente de Aquel que todo lo sabe y todo lo ama.
Los milagros, entonces, no son solo irrupciones dramáticas en el orden natural; son, en su esencia más pura, expresiones de la misericordia divina. Nos dice la Biblia, con una ternura conmovedora, que aquel milagro, la curación del leproso, fue motivado por la compasión, por la "misericordia" que sintió Jesús hacia aquel hombre. En aquella ocasión, la manifestación de esa misericordia fue la sanidad inmediata, el regreso a la vida, a la sociedad, al sol de la dignidad.
Sin embargo, debemos comprender que esta misericordia, en su ilimitada variedad, puede expresarse de innumerables maneras. En otras ocasiones, la expresión de tal misericordia divina es dejarnos como estamos, con el aguijón en la carne, como a Pablo. O puede ser darnos otra cosa, una fortaleza interna inquebrantable, una paz que sobrepasa todo entendimiento en medio de la tormenta, una sabiduría que nace del dolor. Porque, amados, existen propósitos que son superiores a nuestra comprensión humana, hilos de oro que solo el Gran Tejedor puede ver en el vasto tapiz de la existencia. La sanidad física es una bendición inmensa, pero la sanidad del alma, la fortaleza en la debilidad, la visión de lo eterno en lo temporal, son expresiones de una misericordia que trasciende el cuerpo y toca la eternidad.
Y aquí, en el corazón mismo de esta historia, reside un detalle que, por su aparente insignificancia, revela una profundidad abismal. Jesús, para operar esta sanidad, consideró pertinente tocar al hombre (Marcos 1:41). Esta acción, en su contexto, era más que un gesto; era una revolución. Los leprosos eran los intocables, la sombra de la sociedad. Vivían en comunidades alejadas, marginados, con el estigma de la impureza, el desprecio y el temor adherido a su piel. Eran fantasmas errantes, condenados a una existencia sin contacto, sin la caricia de un ser amado, sin el calor de una mano amiga.
Imaginemos por un instante lo que esta situación causaba en el interior de estas personas. La amargura, el resentimiento, la auto-aversión, la profunda herida de la exclusión. La lepra carcomía no solo la piel, sino el alma, dejando cicatrices invisibles que el tiempo no podía borrar. Pero Jesús, el Santo, el Puro, el Inmaculado, hace lo impensable. Se acerca a este hombre, rompiendo todas las barreras religiosas y sociales. Y no solo se acerca, sino que lo toca. Un toque, una caricia divina que era a la vez un bálsamo y una declaración. Un toque que decía: "Te acojo. No te desprecio. Eres digno de amor, digno de contacto, digno de ser visto." Ese detalle, esa mano extendida que desafiaba milenios de ley y prejuicio, fue, en sí mismo, sanador. Un milagro que comenzó en la piel pero se extendió hasta los rincones más profundos del alma herida.
Porque sí, amados hermanos, existen enfermedades del alma. Esas dolencias silenciosas, esas heridas ocultas que no se ven, pero que consumen la alegría, marchitan la esperanza y oscurecen la fe. El peso de la culpa, la soledad profunda, la vergüenza que nos corroe, el desprecio que hemos sentido o que nos hemos infligido a nosotros mismos. Estas también son objeto del ministerio sanador de Jesús. Su toque no se limita a la carne; penetra los velos de la psique, alcanza las cicatrices del corazón, y allí, en el lugar más íntimo, pronuncia la palabra de sanidad, de acogida, de amor incondicional. Él ve más allá de la máscara, más allá de la herida, y nos abraza con una ternura que restaura la dignidad perdida.
La historia de aquel hombre intocable, tocado por la mano divina, es una lección perenne que se graba en el alma. Nos enseña la profunda verdad de cómo se mueven las manos del cielo: a rogar con humildad lo que anhelamos, a confiar en que la voluntad divina es siempre para nuestro bien, aunque no siempre se alinee con nuestra expectativa inmediata. Nos invita a comprender que la sanidad de Jesús abarca mucho más que lo físico, que su poder se extiende a las heridas del espíritu, restaurando también el alma desolada. Su toque, ese gesto impensable, es un recordatorio eterno de que, en los ojos de Dios, somos amados, no despreciados. Él no nos ve por nuestras imperfecciones o enfermedades, sino por el valor intrínseco de ser su creación, su hijo. Y en ese amor que acoge, que se acerca, que toca lo intocable, Él puede transformar el dolor más profundo en propósito, la vergüenza en testimonio, y la oscuridad en una luz que guía a otros hacia la misma fuente de misericordia. ¿Estamos dispuestos a dejarnos tocar por Él, incluso en nuestras heridas más secretas?
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