Tema: Josué. Título: Como derribar una muralla - Jerico. Texto: Josué 6. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. TENÍAN UN CAPITÁN (5: 13 – 15).
II. TENÍAN UNA PALABRA (Ver 2 - 6).
III. TENÍAN OBEDIENCIA (Ver 8 – 20).
IV. TENÍAN FE (Heb. 11:30).
Jericó no era un campamento nómada; era una bestia urbana, una fortaleza de ladrillo quemado y cimientos profundos, la joya estratégica del valle, un nido de resistencia que, según el testimonio sombrío de Josué 24:11, estaba no solo amurallada sino reforzada con una densidad de tropas que hacían palidecer la moral de cualquier ejército del desierto. La visión de aquellas murallas, ciclópeas y arrogantes, debió haber provocado un escalofrío en los corazones que, apenas días antes, habían caminado sobre tierra seca en el lecho de un río. ¿Cómo se podía concebir la victoria ante una masa de piedra que desafiaba la lógica militar, el asalto frontal, la maniobra estratégica?
La respuesta no se encontraba en el manual de tácticas bélicas, sino en tres principios cardinales que definen la confrontación del creyente contra sus propias murallas, sus propios límites. Vencieron, y nosotros venceremos, porque:
El primer pilar de la victoria no residía en la capacidad de combate del israelita ni en el diseño del arma, sino en la certeza de que TENÍAN UN CAPITÁN (Josué 5:13–15). Josué, el líder militar probado, el hombre que había caminado por el desierto a la sombra de Moisés, el sucesor ungido por la mano de Dios, se encontró de pronto en un interludio entre la obediencia ritual y el asalto físico. El texto nos relata ese encuentro enigmático: una figura se alza ante él, con la espada desenvainada, y a la pregunta directa de Josué —«¿Eres de los nuestros o de nuestros enemigos?»—, la respuesta que recibe es de una majestad desarmadora: «No; más como Príncipe del ejército de Jehová he venido ahora».
El significado de ese "No" es más profundo que cualquier afirmación. No venía a tomar partido por la facción humana; venía a tomar el mando de toda la operación. Aquel Príncipe, identificado por la tradición como la manifestación pre-encarnada del Verbo Divino, se presenta no como un aliado, sino como el Comandante Supremo. Este encuentro fue, en realidad, la clave innegociable de la victoria: el capitán humano debía ceder el control al Capitán Celestial. La guerra no era de Josué, sino del Señor de los Ejércitos.
Esta epifanía se convierte en el principio fundamental para el creyente que enfrenta sus propias murallas—sean estas de duda, de miseria, de enfermedad o de desesperanza: mientras Dios esté de nuestra parte, ¿quién podrá prevalecer contra nosotros? Es la certeza de Romanos 8:31 hecha promesa de campaña. Sin embargo, no basta con la certeza pasiva de tener a Dios en nuestro equipo; la fe exige la rendición activa, la cesión del control. Muchos creyentes pierden sus batallas porque, aun teniendo a Dios de su lado, insisten en llevar el estandarte y dar las órdenes. La victoria en Jericó comenzó con Josué descalzándose en tierra santa, reconociendo que el terreno, la batalla y la estrategia pertenecían ahora al Príncipe.
El segundo pilar de la victoria fue que TENÍAN UNA PALABRA (Josué 6:2–6). El Príncipe del ejército de Jehová no solo tomó el mando, sino que habló, y Su palabra era una doble certeza: una Promesa y una Instrucción. La Promesa fue declarada en tiempo perfecto, como un hecho ya consumado en la dimensión del cielo: «Mira, yo he entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra.» La conquista no era una posibilidad, sino una realidad anticipada. La muralla, en la perspectiva de Dios, ya era escombro, polvo en el viento. Esta es la esencia de toda promesa bíblica para el creyente: la Escritura contiene declaraciones en tiempo presente sobre nuestras victorias futuras, están allí para inocularnos de fe, para darnos la esperanza, el consuelo y la fuerza para sobreponernos a nuestras murallas personales.
Pero la Promesa, que es el qué, nunca viene sin la Instrucción, que es el cómo. La estrategia de guerra divina, el plan de asalto, fue un compendio de elementos que desafiaban por completo el sentido común militar. No se trataba de arietes, catapultas o trincheras. La estrategia era:
El Arca del Pacto en medio del ejército, simbolizando la Presencia de Dios como el verdadero motor de la marcha.
Sacerdotes portando el arca y tocando siete trompetas de cuerno de carnero (shofarot). El liderazgo del combate era delegado no a los generales, sino al clero, a la adoración.
La Marcha Silenciosa: Seis días de dar una vuelta diaria a la ciudad, en un silencio impuesto, solo roto por el sonido monótono de los shofarot. Un asedio psicológico de paciencia y fe contenida.
La Consumación Perfecta: El séptimo día, se darían siete vueltas (el número de la perfección, de lo completo), y solo al oír el sonido final y sostenido de la trompeta, el pueblo debía desatar un grito ensordecedor.
Este plan, saturado de la simbología del número siete, de lo completo y perfecto de Dios, era perfecto precisamente porque no dependía de la fuerza humana. Era una estrategia de fe, diseñada para humillar la soberbia del músculo y exaltar la omnipotencia de la Palabra.
El tercer pilar de la victoria se revela en la OBEDIENCIA incondicional del pueblo (Josué 6:8–20). Si leemos el texto con atención, la acción del pueblo de Israel es un espejo exacto y sin mácula de la orden recibida. Hicieron todo tal cual lo ordenó el Señor.
Imaginemos la escena desde dentro de Jericó: la élite militar, los guardias reforzados en la muralla, observando el ritual diario y silencioso. El desfile diario del Arca, los sacerdotes con sus cuernos rústicos, el ejército marchando sin ofrecer combate. ¿Podría haber existido una estrategia más extraña, más ridícula a ojos del enemigo? Sin duda, se burlaron. Se confundieron. Pensaron que los israelitas, agotados, habían recurrido a una superstición desesperada.
Pero la obediencia de Israel no era ciega; era vidente. Ellos entendieron que si la orden era extraña, demasiado lenta o incomprensible, era porque la victoria no se lograría por la eficacia de la estrategia, sino por la fidelidad a la fuente de la estrategia. La obediencia en lo ilógico es la prueba más alta de la fe en lo ilimitado. Ellos debían saber que la batalla y la victoria eran, y serían siempre, de Dios.
El clímax llegó con el grito. No fue el grito lo que derribó la muralla; el grito fue el acto de obediencia que coincidió con la acción soberana de Dios. Y las murallas cayeron, de una manera tan específica y dirigida que la casa de Rahab, la ramera que había creído, permaneció incólume sobre el segmento de muro que se mantuvo en pie, un oasis de misericordia en medio del juicio. Pero la caída de las murallas no fue el final de la guerra, sino el fin del asedio: el texto bíblico confirma que, aun con las defensas derrumbadas, les tocó pelear (Josué 24:11). La fe quita la barrera, pero la obediencia nos obliga a entrar y a enfrentar lo que queda. La victoria es de Dios, pero el compromiso de la lucha es nuestro.
Finalmente, la victoria se consolidó porque TENÍAN FE (Hebreos 11:30). La Epístola a los Hebreos, esa galería de héroes de la fe, destila la esencia de la conquista de Jericó en una frase simple y profunda: «Por la fe cayeron los muros de Jericó después de rodearlos siete días.»
El secreto de su obediencia fue su fe. Ellos creyeron la promesa de Josué 6:2 —que ya les había sido entregada—, y creyeron que el plan, por más particular que pareciera, era el mejor y el más eficaz. La obediencia al plan divino, por absurdo que parezca, no es sino la muestra visible de la fe invisible. El grito fue la manifestación externa de la creencia interna.
Como dice la Escritura, con esa brutalidad lúcida que exige la coherencia: «Muéstrame tu fe por tus obras.» La fe que no se traduce en la obra de la obediencia es una fe estéril. La mejor manera de demostrar nuestra fe, esa fe que garantiza la victoria, es actuar acorde a ella, es decir, seguir las instrucciones divinas aunque parezcan incomprensibles, lentas o tontas a la luz de la lógica del mundo. Es en el rodear silencioso, en la marcha disciplinada de seis días, donde se gesta el poder para gritar al séptimo.
Nuestras murallas personales, las fronteras de nuestra impotencia, se mantienen en pie porque, a menudo, no hemos cedido el mando al Capitán, no hemos abrazado Su Palabra como una Promesa ya cumplida, y hemos preferido la fuerza de nuestros propios arietes humanos a la obediencia silenciosa de Su plan. La victoria sobre las murallas en nuestras propias vidas es directamente proporcional a nuestro compromiso rendido con Dios. Debemos reconocer, como Josué, que el Señor es nuestro líder divino; debemos aferrarnos a Su Palabra como la realidad consumada; debemos obedecer Sus instrucciones, sin importar cuán extrañas parezcan; y debemos transformar nuestra fe en acciones concretas. Las murallas del miedo, de la duda, de la imposibilidad financiera, familiar o espiritual, pueden ser derribadas. Solo se requiere que, en lugar de sitiar con nuestra fuerza, marchemos con Su Presencia, obedezcamos con Su Palabra y gritemos con la Fe que nos ha sido otorgada, transformando así cada barrera en un testimonio resonante de la victoria del Señor de los Ejércitos.
2 comentarios:
Muy edificante
Muchas gracias
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