Tema: Josué. Título: Acán en la Biblia Texto: Josué 7. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
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La introducción a este drama es el fracaso más rotundo después del triunfo más grande. Israel, embriagado por el estruendo milagroso de los muros de Jericó, se precipita a la batalla contra Hai con una soberbia infundada, solo para encontrar la derrota, el lodo y la sangre. Josué, postrado en tierra, implora al cielo una explicación para la súbita retirada de la presencia y el favor divinos. La respuesta de Dios, revelada desde el éter de la soberanía, es la primera verdad que debemos grabar en el mármol de nuestra conciencia: Dios sabe acerca de nuestros pecados.
La mente humana, en su arrogancia finita, opera bajo la falacia de los compartimentos estancos. Creemos poder trazar círculos de intimidad donde la verdad de nuestros actos queda velada. Acán había actuado bajo la sombra de su propia tienda, sepultando el manto babilónico, la plata y el oro en la tierra húmeda, convencido de que su secreto era impenetrable, su codicia, un asunto estrictamente privado. Sin embargo, Josué 7, versículo 11, irrumpe en esta oscuridad con la luz cegadora de la omnisciencia: “Israel ha pecado, y aun han quebrantado mi pacto que yo les mandé; y también han tomado del anatema, y hasta han hurtado, han mentido, y aun lo han guardado entre sus enseres.” La revelación no es una conjetura, sino un detalle forense y absoluto. Josué, el líder militar y espiritual, estaba sumido en la ignorancia, pero Dios no. Él no solo sabía del acto (el hurto), sino de la actitud (la codicia), y del estado (el quebranto del pacto).
La sabiduría de la Escritura refrenda esta verdad con una contundencia implacable. Mediten en el axioma de Proverbios 15:3: “Los ojos de Jehová están en todo lugar, mirando a los malos y a los buenos.” No hay ángulo ciego en el universo moral. El campamento de Israel era, para Dios, un solo ser bajo observación constante. El pecado de Acán, aunque invisible para la patrulla humana, estaba allí, en el primer plano de la conciencia divina, clasificado y categorizado: el oro, la plata y el manto, cada uno con su peso exacto de transgresión. El apóstol, con una precisión quirúrgica, nos recuerda en Hebreos 4:13 que “no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta.” Estamos, en cada momento de nuestra existencia, bajo la luz incandescente de la Verdad, desprovistos de pretextos, sin la comodidad de la penumbra. La ceguera no es de Dios; la ceguera es nuestra, la que el pecado mismo impone sobre nuestra propia percepción, la ilusión de que podemos erigir un muro de barro entre el deseo oculto y la conciencia del Juez.
Una vez que comprendemos la verdad incómoda de la omnisciencia, surge la segunda gran lección, que desmantela cualquier noción de indiferencia divina: Dios reacciona a nuestros pecados. El hombre contemporáneo ha domesticado la idea de Dios hasta convertirla en una deidad sentimental, un abuelo indulgente cuya santidad no es más que una cortesía moral. Josué 7 desgarra este velo de ilusión. El pecado no es un evento trivial que se disuelve en el vasto cosmos sin dejar rastro; es una afrenta directa a la santidad que tiene consecuencias existenciales y comunitarias.
Observemos la magnitud de la respuesta divina, detallada por Él mismo en el mismo versículo 11 y subsiguientes, una reacción que se manifiesta en una doble condena que paraliza a la nación. La primera es la incapacidad para enfrentar a los enemigos: “No podrán hacer frente a sus enemigos, sino que delante de sus enemigos volverán la espalda.” La derrota en Hai no fue una casualidad táctica, sino la señal externa de un colapso interno. El brazo de Israel, que había sido fortalecido por el poder de Dios, se había debilitado por la infección del pecado. La victoria no depende de la habilidad militar, sino de la presencia y el favor divinos. La transgresión en la tienda de Acán se tradujo en una cobardía y una debilidad que se manifestaron en el campo de batalla. Esto nos recuerda que nuestro pecado, por pequeño que parezca, socava nuestra capacidad espiritual para confrontar los desafíos del mundo, las tentaciones, los ejércitos de la desesperación que buscan nuestra caída. La maldad que albergamos se convierte en una armadura perforada.
La segunda condena, más severa y aterradora, es la amenaza de la retirada de la Presencia: “Ni estaré más con vosotros, si no quitareis el anatema de en medio de vosotros.” Esta no es una simple ofensa pasajera; esta es una ruptura del Pacto, la amenaza de que el Señor de la gloria levante Su tienda y abandone el campamento. El pecado no es una simple falta de etiqueta; es una declaración de independencia, una usurpación de la soberanía de Dios que exige una respuesta. Dios no es un espectador pasivo de nuestras transgresiones. Nuestras maldades tienen consecuencias tangibles que resuenan en el ámbito espiritual y se manifiestan en la pérdida de la paz, la esterilidad de nuestro servicio y, en última instancia, la sombra de Su ausencia. La vida de fe, por lo tanto, es una negociación constante con la santidad, un reconocimiento perpetuo de que la comunión exige la pureza. Es un error trágico y autodestructivo suponer que el juicio divino es una ficción teológica; es la manifestación inevitable de Su naturaleza inmutable.
Frente a la magnitud de esta reacción divina, la tercera lección se erige como una boya de esperanza en un mar de culpa: Dios tiene un plan para nuestros pecados. Si la primera verdad revela el problema (Su conocimiento), y la segunda, la consecuencia (Su reacción), la tercera verdad nos ofrece el camino de salida, el único camino para la restauración. Dios no deja a Josué y a Israel sumidos en el lamento estéril, sino que les ofrece una directriz precisa para la limpieza y la redención: “Levántate; santifica al pueblo, y di: Santificaos para mañana, porque Jehová el Dios de Israel dice así: Anatema hay en medio de ti, Israel; no podrás hacer frente a tus enemigos, hasta que hayáis quitado el anatema de en medio de vosotros.” (v. 13)
La santificación que se exige aquí es una llamada a la separación y la purificación. Este proceso, en el contexto ritual y espiritual de Israel, incluía la confesión, el arrepentimiento genuino y la acción decisiva de erradicar el mal. Dios, en Su inmensa misericordia, revela el mal para ofrecer la cura, no solo la condena. El pecado busca inmovilizarnos en el remordimiento, la autocompasión y la parálisis espiritual. La Voluntad de Dios, sin embargo, es nuestra santificación, nuestro avance hacia la pureza, no que nos dejemos apabullar por la culpa ni que nos quedemos a lamentar la ofensa. Es una invitación a la acción correctiva.
La sabiduría del Antiguo y del Nuevo Pacto converge en este punto: el camino de la santificación es el arrepentimiento sincero. El rey David, después de su propia y devastadora transgresión, entendió que el corazón contrito es la única ofrenda aceptable, y el sabio Proverbios 28:13 nos lo confirma con la promesa: “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta, alcanzará misericordia.” La confesión debe ser total y sin reservas, tal como Dios había revelado el pecado de Acán en su totalidad. No se trata de un simple reconocimiento verbal, sino de un giro radical del alma, un apartarse activo de la maldad. 1 Juan 1:9 nos da la carta magna de la gracia bajo el Nuevo Pacto: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.” La limpieza ofrecida aquí es la antítesis de la inmundicia que Acán introdujo en el campamento.
La alternativa que se nos presenta es terrible en su simplicidad: O usted trata con sus pecados de esta manera, o Dios tratará con ellos de otra. La gracia no es una licencia para la complacencia, sino un ultimátum para la rendición. El Salmo 32:5 nos ofrece el testimonio de la liberación que viene con la honestidad: “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado.” El plan de Dios no es nuestra aniquilación, sino nuestra restauración a través del doloroso, pero necesario, proceso de la santificación.
Finalmente, llegamos a la cuarta y más sobria lección, una verdad que nunca debe ser minimizada ni distorsionada por la teología de la autoayuda: Dios castigará a nuestros pecados. El perdón está disponible, pero la justicia, en el contexto de Josué 7, opera con una severidad que busca la erradicación total del mal. Una vez que Acán es señalado y confiesa su pecado bajo la presión del sorteo y la verdad divina, Josué pronuncia la sentencia: “Y tomaron a Acán hijo de Zera, el dinero, el manto, el lingote de oro, sus hijos, sus hijas, sus bueyes, sus asnos, sus ovejas, su tienda y todo cuanto tenía; y lo llevaron todo al valle de Acor. Y apedrearon a Acán con todo Israel, y los quemaron después de apedrearlos.” (v. 24-25)
El versículo 15 ya había anunciado el castigo para el culpable: la quema en el fuego. El juicio, por lo tanto, es ineludible. Siempre hay un precio que pagar por la rebelión y la desobediencia, un principio universal que el apóstol Pablo encapsula en Gálatas 6:7-8: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna.” La ley de la siembra y la cosecha es un principio moral que opera con la misma certeza que la ley de la gravedad.
Pero hay una dimensión más dura en este juicio que debe confrontar nuestra noción moderna de individualidad: el castigo no solo recayó sobre Acán, sino sobre sus posesiones y, lo que es más trágico y debatido, su familia. Sus hijos y sus hijas fueron llevados al valle y perecieron con él. Este hecho, que nos estremece, subraya una vez más la visión corporativa del pecado bajo el Pacto Antiguo. En aquella cultura, la identidad del hombre estaba intrínsecamente ligada a su unidad familiar; la corrupción de la cabeza era la corrupción de la casa. Si bien la teología de la gracia nos enseña hoy que el juicio de Dios es personal e individual, la lección de Josué 7 es perenne: los castigos de nuestros pecados pueden y suelen incluir a quienes amamos. Nuestras acciones de deshonestidad, nuestra avaricia, nuestra negligencia moral, crean un ambiente de turbación que afecta el destino, la paz y la estabilidad emocional y espiritual de nuestro cónyuge, de nuestros hijos, y de la comunidad que nos ha sido confiada. El pecado es un veneno que el transgresor bebe, pero que infecta a toda la casa.
La turbación de Acán, que dio nombre al valle, no cesó hasta que el mal fue extirpado de la raíz. El apedreamiento y la quema no fueron actos de venganza caprichosa, sino la demostración solemne y pública de que la santidad de Dios es la condición sine qua non para la supervivencia de Su pueblo. El rigor del castigo sirvió como un aterrador, pero necesario, elemento disuasorio y didáctico para toda la nación. Solo después de la consumación de este juicio, la ira de Dios se apartó y el camino a la victoria se reabrió.
Conclusiones. La epopeya de Josué 7 es un recordatorio solemne de que el pecado no es una abstracción, sino un acto real con consecuencias definidas. El Señor, en Su majestad, conoce hasta el último rincón de nuestra oscuridad, reacciona con una santidad innegociable a nuestra rebelión, y establece la santificación como el único camino para la restauración. Sin embargo, si rechazamos Su plan de arrepentimiento, el juicio final y riguroso es ineluctable, y sus consecuencias resonarán en el ámbito de nuestra familia y comunidad. La santificación y el arrepentimiento son esenciales para restaurar nuestra relación con el Señor. Al enfrentar nuestras transgresiones con honestidad y humildad, podemos experimentar la gracia y el perdón que Dios ofrece, sabiendo que el Valle de Acor ha sido transformado, para el creyente, en el Valle de la Esperanza gracias a la Obra Única del Redentor.
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