Tema: Números. Título: Más Allá del Dinero: Las Ofrendas que Mueven el Cielo – ¡La Verdad Oculta de Números 7! Texto: Números 7. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. LAS OFRENDAS SE USAN PARA DIOS (Ver 5, 10, 84).
II. LAS OFRENDAS SON VOLUNTARIAS (Ver 2- 3; 10).
III. LAS OFRENDAS LAS DAN TODOS (Ver 3, 10).
IV. LAS OFRENDAS SON GENEROSAS (Ver 3, 84 – 88).
Imaginen la escena: el Tabernáculo, la morada de Dios
entre Su pueblo, finalmente está erigido. La presencia divina se ha manifestado
de una manera gloriosa. Y en ese momento trascendental, el pueblo de Israel,
movido por un espíritu de devoción, dedica doce días a traer ofrendas al Señor.
No es un acto trivial; es una expresión de gratitud, de adoración, de una
relación viva y palpitante con el Dios de su salvación. Y es precisamente en
este acto colectivo de entrega que la Escritura nos revela principios eternos
sobre cómo nuestras ofrendas pueden, y deben, reflejar un corazón transformado.
El primer principio que resplandece como un faro en este
capítulo es que nuestras ofrendas tienen un propósito divino: se usan para Dios.
Los versículos 5, 10 y 84 de Números 7 nos lo dicen una y otra vez, con una
claridad cristalina. Las ofrendas no eran para el beneficio personal de los
líderes, ni para acumular riquezas terrenales. No, eran "para el servicio
del Tabernáculo de reunión", "para la dedicación del altar" y
nuevamente, "para la dedicación del altar". ¿Perciben la esencia, mis
amigos? Cada carro, cada buey, cada plato de plata, cada cuchara de oro, cada
sacrificio, todo, absolutamente todo, fue destinado directamente a la obra de
Dios. Se invirtió en el lugar sagrado donde la presencia de Dios habitaba entre
Su pueblo, para facilitar la adoración, el sacrificio y la comunión. Era para
Su uso, Su sostenimiento, y para que Su gloria se manifestara.
Piensen en esto por un momento, en contraste con lo que
lamentablemente vemos en nuestro mundo hoy. La Biblia, sí, el bendito Nuevo
Testamento, nos enseña la verdad ineludible de que "los que anuncian el
evangelio, que vivan del evangelio" (1 Corintios 9:14). Este es un
principio de apoyo legítimo para aquellos que dedican sus vidas al ministerio a
tiempo completo. Pero, ¡ay de aquellos que tuercen esta verdad sagrada para sus
propios fines egoístas! Vivir del evangelio, mis amados, significa tener las
necesidades básicas cubiertas, para que el siervo de Dios pueda dedicarse sin
distracciones a la obra santa. Es algo muy, muy distinto a amasar fortunas, a
construir imperios financieros sobre la fe ingenua y confiada de los creyentes.
Mi corazón se entristece profundamente cuando contemplo
cómo en esta era moderna, algunas "iglesias" han degenerado en lo que
parecen ser lucrativos negocios, y hombres que se presentan como siervos de
Dios han amasado fortunas multimillonarias, viviendo en mansiones, volando en
jets privados y coleccionando lujos, todo a costa de las ofrendas que el pueblo
de Dios da con sacrificio y devoción. ¡Que el Señor nos libre de semejante
abominación! Nuestras ofrendas, hermanos y hermanas, son para la gloria de Dios.
Son para el sostenimiento de Su obra en la tierra, para llevar la luz del
Evangelio a los rincones más oscuros, para alimentar al hambriento, vestir al
desnudo, cuidar al huérfano y a la viuda, y para edificar el cuerpo de Cristo
en amor y verdad. Este es el propósito divino, inmutable y sagrado de cada
centavo que colocamos en el altar. Es un acto de adoración que dice:
"Señor, esto es para Ti, para Tu reino, para que Tu voluntad sea hecha en
la tierra como en el cielo."
El segundo principio, que resplandece con una belleza
incomparable, es que las ofrendas son voluntarias. Observen con atención los
versículos 2, 3 y 10. ¿Qué vemos? Los príncipes de Israel, los líderes de las
tribus, toman la iniciativa. Se acercan a Moisés, no porque se les haya pedido,
rogado o coaccionado. No hay un "cortejo" o una "siembra
forzada". No hay presión de ningún tipo por parte de Moisés, el gran
líder. Simplemente, vienen con sus dones, con un corazón dispuesto a dar.
¡Escúchenme bien, mis amados! Graben estas palabras en lo
profundo de su alma: las ofrendas más preciosas, las que verdaderamente tocan
el corazón de Dios, son aquellas que no se piden. Sí, son las que nacen de lo
más profundo de un corazón libre, de una convicción genuina, de un espíritu
voluntario y alegre. Piénsenlo: ¿qué valor tiene una "ofrenda" dada
por obligación, por miedo o por la esperanza de una recompensa material?
Absolutamente ninguno a los ojos de un Dios que mira el corazón.
Nunca, bajo ninguna circunstancia, den una ofrenda porque
se sientan obligados, o porque sean bombardeados con frases manipuladoras, tan
comunes en algunos círculos hoy. Frases como: "Entre más grande sea tu
ofrenda, mayor será tu bendición". ¡Esto es una perversión del Evangelio!
O aún más insidioso: "Si tienes una enfermedad grave, así de grande debe
ser tu ofrenda para ser sanado". ¿Qué clase de Dios es ese que comercia
con el sufrimiento humano? "Deuda grande, semilla grande";
"Según el tamaño de tu necesidad, así debe ser tu pacto"; "¡Cada
vez que tú ofrendas, Dios está obligado a recompensarte, Dios no puede tener
deudas!". Mis amigos, estas no son palabras de Dios. Son las voces de
mercaderes en el templo, distorsiones groseras de la verdad bíblica, un
mercantilismo espiritual que deshonra el carácter de un Dios de gracia y amor,
y que explota la fe, a menudo desesperada, de los creyentes. El Señor, nuestro
bendito Redentor, no necesita ser manipulado, ni sobornado, ni presionado. Él
anhela un corazón rendido, no una cartera exprimida por la culpa, el miedo o la
avaricia disfrazada de "fe". La verdadera generosidad fluye de un
manantial puro: el amor incondicional por Cristo y el deseo de honrarle, no el
cálculo egoísta de lo que podemos "obtener" a cambio. Es la expresión
de un corazón agradecido, no de un corazón transaccional.
El tercer principio que Números 7 nos enseña, y que es
maravillosamente inclusivo, es que las ofrendas las dan todos. La lista de
quienes ofrecieron es, en sí misma, una revelación de este principio. Desde
Naasón de Judá hasta Ahira de Neftalí, el pasaje enumera, con meticuloso
detalle, a cada uno de los príncipes de las doce tribus de Israel (versículos
12-83). Y aunque cada príncipe presentaba la ofrenda, la magnitud y uniformidad
de sus dones sugieren fuertemente que no era solo su riqueza personal. Lo más
probable, y es una inferencia razonable, es que estas ofrendas provenían de una
colecta previa entre los miembros de la tribu correspondiente. Esto significa
que, de una manera u otra, nadie se quedó sin dar. Todos participaron, todos
tuvieron el privilegio de contribuir a la obra de Dios.
Este es un modelo poderoso para la iglesia de hoy, y para
cada creyente. Ofrendar no es un llamado exclusivo para los ricos, para
aquellos con abundancia desbordante, o para los líderes de la iglesia. No. Ofrendar
es un mandato, un privilegio y una expresión de discipulado para todo cristiano.
Es para los niños, aprendiendo desde pequeños la alegría de dar; para los
adolescentes, entendiendo que su generosidad puede marcar una diferencia; para
los jóvenes, con su energía y visión; para los solteros, los casados, los
ancianos, los líderes, para cada miembro, sin excepción, del cuerpo de Cristo.
La generosidad es una expresión tangible de nuestra fe, un acto de obediencia
que nos une en un propósito común, un reflejo de nuestra gratitud por las
bendiciones inmerecidas de Dios. Cada ofrenda, sin importar su tamaño – sea
grande o sea el óbolo de la viuda que Jesús elogió – es un acto de adoración
que honra al Señor y fortalece Su obra en la tierra y más allá. No es una carga
pesada; es un privilegio inefable que nos permite ser socios activos en el plan
redentor de Dios para este mundo quebrantado y necesitado. Es una oportunidad
para participar en algo mucho más grande que nosotros mismos, para invertir en
la eternidad.
Y finalmente, el cuarto y último principio que extraemos
de este precioso capítulo, que desafía nuestra comodidad y nos invita a la
excelencia, es que las ofrendas son generosas. Los versículos 3 y 84-88
detallan con asombro la magnitud de lo que se ofreció. La primera ofrenda, sí,
la ofrenda para el transporte del Tabernáculo, consistió en seis carretas y
doce bueyes. Piensen en el valor de eso en su tiempo. Luego, la Biblia nos
detalla que cada uno de los doce príncipes trajo una ofrenda uniforme y sustancial.
Cada uno presentó: doce bandejas de plata de un kilogramo cada una, doce jarras
de plata de medio kilogramo cada una llenas de flor de harina (para las
ofrendas de cereal); doce cucharas de oro, de cien gramos cada una, llenas de
perfume (incienso precioso para el altar). Y para los sacrificios que
simbolizaban la expiación y la comunión: doce toros, doce carneros, doce
corderos de un año para el holocausto; doce machos cabríos para el sacrificio
expiatorio; y, finalmente, para el sacrificio de paz, que era una comida
compartida con Dios, veinticuatro bueyes, sesenta carneros, sesenta machos
cabríos y sesenta corderos de un año.
Mis amigos, a todas luces, esta fue una ofrenda
inmensamente generosa. No era un gesto simbólico mínimo; era un don abundante,
un desborde de gratitud, de devoción, de reverencia y de una fe audaz en la
provisión de Dios. Así deben ser nuestras ofrendas a Dios. No debemos
presentarle lo peor, lo que sobra después de haber satisfecho todos nuestros
deseos, las migajas de nuestra prosperidad. ¡No! Más bien, estamos llamados a
darle lo mejor de lo que Él nos ha confiado. Y a veces, mis amigos, esto
significa dar incluso de lo que nos hace falta, con un corazón dispuesto y
confiado en Su provisión soberana.
La Biblia no solo nos llama a dar; nos llama a dar generosamente,
a sembrar con liberalidad para cosechar abundantemente (2 Corintios 9:6).
Porque "Dios ama al dador alegre" (2 Corintios 9:7). Esta generosidad
no es una carga, es un testimonio vibrante de nuestra fe. Es una expresión
tangible de que confiamos más en Dios que en nuestras propias posesiones, que
Él es nuestra fuente y nuestro proveedor. Es un acto de adoración que refleja,
aunque de manera imperfecta, la infinita generosidad de Dios hacia nosotros,
Aquel que no retuvo nada, sino que dio a Su Hijo unigénito, Jesús, para que
todo aquel que en Él cree no se pierda, mas tenga vida eterna.
Así, mis amados, en el corazón de Números 7, encontramos
verdades atemporales que resuenan poderosamente para el creyente de hoy. El
pasaje nos enseña que nuestras ofrendas deben ser voluntarias, impulsadas por
un corazón alegre, movido por el amor y la gratitud, no por la obligación, el
miedo o el interés egoísta. Deben ser generosas, un reflejo de la magnificencia
de nuestro Dios y de nuestra propia gratitud por Su inmensa provisión en
nuestras vidas. Y lo más importante, deben tener un propósito sagrado,
destinadas a la expansión de Su reino, al sostenimiento de Su obra, y no para
la edificación de imperios personales.
Todos estamos llamados a participar en este sagrado acto
de dar, cada uno según su capacidad, pero siempre dando lo mejor de lo que Dios
nos ha bendecido. Debemos guardar nuestros corazones de caer en las trampas del
mercantilismo religioso, recordando siempre que la verdadera ofrenda nace de un
amor sincero por Dios y por Su reino, no de la presión humana o de una
mentalidad transaccional. Que nuestras vidas de generosidad sean un eco
vibrante del amor de Aquel que se dio a Sí mismo por nosotros en la cruz, para
que tuviéramos vida, y vida en abundancia.
¿Está tu corazón verdaderamente preparado para una
generosidad que refleje el amor y la grandeza de nuestro Dios?
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