Tema: Servicio. Título: El poder del carácter - parte dos. Texto: Hechos 6:3. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. BUEN TESTIMONIO
II. SABIDURIA.
III. LLENURA DEL ESPÍRITU SANTO.
Existe en la tierra una diferencia abismal que divide a los hombres que guían. No me refiero a la distinción superficial de los títulos o el tamaño de la audiencia, sino a la esencia misma, a la materia de la cual están hechas sus almas. A mi entender, existen dos arquetipos fundamentales de líderes en el vasto teatro de la humanidad. Por un lado, se encuentra el líder secular, una figura forjada principalmente en la fragua de la técnica, entrenado con maestría en las destrezas de la administración, la oratoria persuasiva y la ingeniería del éxito. Su horizonte es, por definición, horizontal; su ambición se nutre de la tríada que el mundo adora y persigue con frenesí: la fama, el dinero y el poder. Un líder así, pulido en el arte de la eficiencia y el rendimiento, encontrará su campo de acción más efectivo, quizás el único que puede dominar plenamente, en el ámbito limitado del liderazgo empresarial, donde los resultados se miden en cifras y las lealtades se compran con dividendos.
Pero luego, en un plano de existencia más profundo y vertical, emerge el líder espiritual. Este no es un ignorante de las artes mundanas; también se entrena en las técnicas de liderazgo, comprende la estrategia y la organización. Sin embargo, su enfoque principal y primordial no se centra en el músculo de la técnica, sino en el esqueleto moral y el sistema nervioso espiritual que lo sostiene. Su esfuerzo no se dirige a obtener el aplauso del mercado, sino a desarrollar en su interior cualidades morales innegociables, éticas cristalinas y, sobre todo, una profunda y sustentable espiritualidad. La distinción es crítica, pues el líder secular solo puede guiar el negocio, pero el líder espiritual, al haber conquistado el territorio más difícil —su propia alma—, se encuentra apto para ejercer su influencia de manera efectiva en cualquier ámbito de la vida: en el seno de la familia, en la delicada esfera social y comunitaria, y, por supuesto, en el ámbito eclesial, donde la moneda de cambio no es el oro, sino la fe y el ejemplo.
Nuestra reflexión se ancla en un pasaje que se convierte en un mapa de navegación para la selección de estos guías del alma, el relato de la iglesia primitiva en Hechos 6:3. En aquel momento fundacional, cuando la iglesia crecía tan rápidamente que la administración amenazaba con devorar la misión, se hizo necesaria la elección de hombres que aliviaran la carga de los apóstoles. El criterio de selección no fue la elocuencia ni el grado de instrucción académica, sino el carácter. Se nos mencionan allí algunas características esenciales que deberían poseer estos líderes espirituales —los diáconos—, cualidades que tomaremos como el cimiento de nuestra meditación. Por otra parte, la Carta de Pablo a Timoteo, en su capítulo 3, versículos 1 al 7, actúa como un telescopio que amplía y especifica estas cualidades en el contexto de un líder más visible, el pastor o episcopos. Sin embargo, y esta es la clave de nuestro entendimiento, estas cualidades, detalladas con tanta meticulosidad, no deben ser consideradas prerrogativas de un cargo eclesiástico; son, más bien, el ideal a seguir, un perfil aplicable a toda persona que desee ejercer un liderazgo verdaderamente espiritual, en cualquier lugar y sobre cualquier persona. El porqué de esta universalidad lo descubriremos al final de nuestra reflexión.
Nos centraremos hoy en explorar tres características generales, interconectadas y vitales, que constituyen la armadura interior del líder espiritual.
La primera cualidad que debe ser visible, la base sobre la cual se construye toda confianza, es el Buen Testimonio. En el texto de Timoteo, esta cualidad recibe el nombre más exigente de irrepresibilidad o, en un lenguaje más llano, la de una buena reputación. No es casualidad que cuando el Apóstol Pablo se dispone a detallar a su joven discípulo Timoteo las cualidades que deben ser observadas en un obispo, es decir, en una persona que ejercerá un cargo de liderazgo pastoral, esta cualidad o requisito encabece la lista. Es el principio ético, el requisito de entrada.
Ser irrepresible no es ser perfecto, no implica ser un ser sin mácula, libre de todo error humano. Esta es una interpretación legalista y, por tanto, imposible. Más bien, esta cualidad exige tener un buen testimonio, una vida que, en términos generales, se perciba como moralmente recta, de modo que no se le pueda acusar de nada grave o que comprometa la fe que profesa. Es vivir con una integridad tan visible que minimiza el espacio para el reproche justificado.
El Apóstol Pablo se detiene a detallar los territorios específicos de la vida donde esta irrepresibilidad debe manifestarse con mayor rigor, demarcando tres áreas de control absoluto que son, precisamente, las tres grandes tentaciones de la humanidad y, por ende, del liderazgo.
El primer territorio es el Control del área sexual. La frase “Marido de una sola mujer” (1 Tim 3:2) no es un argumento contra la soltería, ni siquiera un debate técnico sobre la poligamia histórica; es, ante todo, un principio de fidelidad. Significa que el líder debe ser un hombre de un solo compromiso amoroso, un esposo dedicado, no un polígamo emocional, no un promiscuo de afectos ni de carne. El control de la pasión sexual en un mundo que la idolatra es el primer acto de disciplina que un líder debe demostrar ante Dios y ante los hombres. Si un hombre no puede liderar su propio deseo y sostener la fidelidad de su pacto más íntimo, ¿cómo podrá guiar la compleja vida de una comunidad?
El segundo territorio es el Control del área social, que se despliega en dos prohibiciones cruciales. La primera es “No dado al vino” (3:3). Esto va más allá de la embriaguez literal; es una advertencia contra la persona que ama la sustancia que altera el juicio, que tiene debilidades evidentes en el área del alcohol, o cualquier exceso que le robe el dominio propio. El líder espiritual debe ser sobrio y equilibrado en sus hábitos, alguien cuya mente y voluntad estén siempre disponibles para el servicio. La segunda prohibición es “no pendenciero”. Este es el iracundo, el colérico, el que se sale de sus casillas con facilidad, el que usa la fuerza y la agresividad para imponer su punto de vista. En lugar de esta rabia descontrolada, el líder está llamado a cultivar la amabilidad, la apacibilidad, la mansedumbre que desarma al adversario sin humillarlo.
El tercer territorio es el Control del área económica, el más insidioso de todos: “No avaro… no codiciosos de ganancias deshonestas” (3:3). Esta es una advertencia contra la persona que ama demasiado el dinero, junto con el poder y la fama efímera que este puede traer. El riesgo es que la avaricia actúa como una fuerza corrosiva, haciendo que el líder, cegado por la codicia, esté dispuesto a hacer lo que sea, a cruzar cualquier línea ética, con tal de obtenerlo. Es aquí donde el liderazgo espiritual se distancia de su contraparte secular: el liderazgo en el ámbito secular se utiliza como una herramienta para obtener dinero, fama y poder; en el ámbito espiritual, se nos exige renunciar a esta expectativa y utilizar el liderazgo, no para obtener riqueza o gloria, sino para servir al prójimo, abrazando la bendición profunda y perdurable que esta entrega trae.
La segunda cualidad vital para el líder espiritual es la Sabiduría. Esta no debe ser confundida con la mera acumulación de conocimiento, el almacenamiento de datos o la erudición estéril. La sabiduría, en el contexto bíblico, tiene que ver con la capacidad de que el líder tenga y desarrolle un gran conocimiento que lo hace apto para enseñar, sí, pero aún más, con saber aplicar este conocimiento de manera práctica en el torrente del diario vivir. Responde a la pregunta fundamental: ¿Cómo aplico de manera efectiva y eficaz lo que sé? La sabiduría es la inteligencia en acción, la teoría que se hace carne en las decisiones más complejas. Se usa principalmente en el trato con los demás y en la difícil y constante tarea de la toma de decisiones.
Para comportarse con esta sabiduría esencial, el líder requiere una tríada de actitudes internas que son los filtros de su alma.
Primero, la Sobriedad: una persona equilibrada, alejada de la pasión ciega, no amante de los excesos ni de los extremos. La sobriedad implica un juicio calmado y una visión clara de la realidad, no teñida por las emociones desbordadas.
Segundo, la Prudencia: una cualidad que denota una persona con dominio propio y que posee el hábito fundamental de pensar antes de actuar. La prudencia es la pausa reflexiva que evita la reacción impulsiva y permite que la decisión sea hija de la sabiduría, no del momento.
Tercero, el Decoro: esto se relaciona con la apariencia externa, pero solo como reflejo del orden interno. El decoro exige que el comportamiento externo del líder sea ordenado, un aspecto que evidencie orden, disciplina y buenos hábitos. No es una cuestión de moda, sino de testimonio: un líder desordenado en su vida o en su aspecto envía un mensaje de caos interno, lo cual dificulta la confianza en su capacidad para liderar.
El lugar donde un líder debe aplicar esta sabiduría —sobriedad, prudencia y decoro— con mayor rigor y atención es, precisamente, en su propia casa. Pablo lo subraya con una fuerza ineludible: “que gobierne bien su casa, teniendo a sus hijos en sujeción con toda honestidad (pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?) (3: 4 – 5). Este es el campo de prueba más difícil y el más honesto. Muchos líderes triunfan espectacularmente en otras labores, son efectivos en el púlpito o en el comité, pero son un fracaso rotundo en su casa. Triunfan en sus menesteres públicos, pero no en el sagrado recinto de su hogar. El hogar es la célula básica de su liderazgo, el primer ministerio, y si el líder no es sobrio, prudente y decoroso allí, demostrando la capacidad de nutrir y guiar con amor y firmeza, su efectividad fuera de casa es, en el mejor de los casos, una hipocresía que no podrá sostenerse a largo plazo. La sabiduría comienza en la intimidad y se extiende hacia el mundo.
Por último, la cualidad que nutre y da origen a todas las anteriores, la fuente de poder para el líder espiritual, es la Llenura del Espíritu Santo.
Un líder que aspira a la guía espiritual no solo debe tener o desarrollar cualidades morales y éticas; debe cultivar, de manera profunda e innegociable, cualidades espirituales. De hecho, es de esta cualidad espiritual que surgen, como un río que da vida a sus afluentes, las anteriores. Un líder que desee genuinamente el buen testimonio y la sabiduría práctica debe cultivar en su vida una profunda espiritualidad.
La Llenura del Espíritu Santo no es un evento único en el tiempo; es, más bien, una condición recurrente que se da múltiples veces en la vida del creyente. Es un estado de continua receptividad y obediencia al gobierno de Dios. Y esta condición no es mágica ni pasiva; se propicia en nosotros. Se cultiva a través de una pasión incesante por Dios, que se manifiesta en una vida apasionada de oración (la comunión constante), de ayuno (la disciplina de la carne para despertar el espíritu), de conocimiento profundo de la Escritura (el alimento sólido que moldea el pensamiento) y de una búsqueda constante de santidad.
Esta búsqueda de santidad exige la humildad del examen de conciencia, la valentía de la confesión de los errores y la gracia del arrepentimiento genuino, que es el cambio de dirección. La llenura del Espíritu es la fuente viva que capacita al líder para gobernar su carne y su mente, para ser irreprensible en el mundo, para ser sabio en su casa, y para tener el poder, no el terrenal de la fama y el dinero, sino el poder transformador de la influencia. Es la energía sobrenatural que le permite no solo actuar bien, sino ser bueno, pues sin esta fuente, el carácter se seca y el líder, por más talentoso que sea, se convierte en un gong ruidoso.
Llegados a este punto, la pregunta resuena con una fuerza ineludible: ¿Por qué un líder, en cualquier ámbito de su vida, debe tener y desarrollar estas cualidades en su existencia? ¿Por qué la exigencia es tan alta?
La respuesta se encuentra en el propósito del liderazgo espiritual:
Porque su compromiso más profundo es ser un ejemplo viviente en cada área de su vida. El líder espiritual no señala el camino; es el camino que otros pueden seguir. El ejemplo tiene más fuerza que mil sermones.
Porque tener una buena reputación (irrepresibilidad) no es un fin en sí mismo, sino el medio por el cual ganará la confianza indispensable de las personas. La confianza es el capital social del líder, y sin ella, su palabra carece de peso.
Porque actuar sabiamente le ayudará, no solo a solucionar los inevitables problemas que surgen en la vida, sino, y esto es más valioso, a evitarlos. La sabiduría convierte al líder en una fuerza proactiva, que no solo se dedica a apagar incendios, sino que anticipa los riesgos, construye con previsión y establece estructuras de vida que generan paz y orden.
Y, finalmente, la razón más importante de todas: porque su relación íntima con Dios (la llenura del Espíritu Santo) será su única y verdadera fuente de poder. No el poder para dominar, sino el poder para persistir en medio de la adversidad, el poder para influir de manera genuina en las almas y, sobre todo, el poder para desarrollar continuamente las características de liderazgo que le faltan.
El líder espiritual comprende que el verdadero poder reside en el carácter que se somete, y no en la técnica que se domina. El líder secular usa su técnica para ganar el mundo; el líder espiritual usa su carácter para salvar su alma y la de quienes lo siguen, porque el reino de los cielos no se construye con fama y poder, sino con una vida irreprensible, sabia, y llena del Espíritu que la sustenta.
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