Tema: Discipulado. Título: Bienes que honran a Dios. Texto: Proverbios 3: 9 – 10. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz
I. ¿QUE ES HONRAR A DIOS CON MIS BIENES?
II. ¿QUIEN PUEDE HONRAR A DIOS CON SUS BIENES?
III. ¿POR QUÉ HONRAR A DIOS CON MIS BIENES?
IV. ¿COMO HONRAR A DIOS CON MIS BIENES?
V. ¿CUANDO PUEDO HONRAR A DIOS CON MIS BIENES?
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Cuando trasladamos este concepto a la relación entre la criatura y su Hacedor, honrar a Dios con nuestros bienes se convierte en una manifestación tangible de nuestra adoración. No es una transacción para apaciguar Su ira o comprar Su favor, sino la prueba de que le mostramos respeto, admiración y amor a través del uso que damos a las herramientas que Él mismo nos ha confiado. Es la mayordomía de lo material convertida en un acto de devoción, un ejercicio donde el manejo de lo terrenal busca la aprobación de lo eterno. Dejemos claro el límite: esto no tiene parentesco alguno con la mercadería espiritual de la teología de la prosperidad, esa doctrina de la negociación que reduce a Dios a un socio de negocios dispuesto a cambiar bendiciones celestiales por inversiones financieras. La honra auténtica no busca el enriquecimiento; busca el agrado, que es un fruto del amor.
Si esta es la definición, la pregunta del quién emerge con la fuerza de un juicio inapelable. ¿A quién le es dado ejercer esta sublime acción? ¿Quién está calificado para tomar sus posesiones y, al usarlas, elevarlas a un nivel de ofrenda aceptable? La respuesta nos obliga a descender al fundamento mismo de la fe. Solo pueden honrar a Dios con Sus propios bienes aquellos que son Sus hijos.
El evangelio nos enseña que el inconverso, el que aún camina ajeno al Pacto, puede ser ético, diligente o generoso con el hombre, pero es incapaz de adorar a Dios en el sentido más trascendente de la palabra. Juan lo establece con claridad prístina: es necesario adorar en espíritu y en verdad . Y para que el espíritu sea capaz de esa verdad, es ineludible la correcta relación: la conversión, el arrepentimiento que nos injerta en la familia de Dios. Solo aquel que ha sido adoptado, que ha dispuesto su vida entera para el servicio del Padre, puede transformar el uso de sus finanzas en un acto de adoración. La mayordomía financiera, por lo tanto, no es una técnica administrativa; es un fruto de la filiación, un síntoma vital de que la vida ha sido renovada en todas sus áreas, incluyendo la de la provisión y la propiedad. El acto de dar, de honrar, no nos hace hijos; es nuestra condición de hijos lo que nos habilita para honrar.
Una vez establecida la identidad del sujeto, la razón del porqué se convierte en el motor que impulsa la acción. ¿Por qué deberíamos someter nuestros bienes a esta disciplina de la honra? Las razones son un eco trino que resuena desde el mandamiento hasta la promesa.
En primer lugar, porque, como ya hemos asentado, es un acto de adoración total. Cuando colocamos lo más preciado de nuestro esfuerzo, nuestro tiempo materializado en dinero, a disposición de la voluntad divina, estamos declarando en el lenguaje universal de los hechos que Él es el Soberano, el Dueño absoluto de todo. Es una forma de alabarle sin palabras, de ofrecerle el diezmo de nuestra existencia productiva.
En segundo lugar, porque el prójimo y la obra de Dios lo necesitan. La fe sin obras es estéril, y la fe que se encierra en la cómoda alcancía de lo individual se marchita por falta de riego. La generosidad no es una opción; es la arteria a través de la cual fluye la vida del cuerpo de Cristo hacia el mundo sediento. La obra de Dios en la tierra, la evangelización, el discipulado, la atención a los necesitados, la infraestructura de la misión, todo requiere recursos, y la participación en esta provisión es nuestra confirmación de que somos coherederos de la misión.
En tercer lugar, porque este mandamiento viene revestido de una promesa. Proverbios 3:10 nos asegura que si honramos a Dios con nuestros bienes, nuestros graneros estarán llenos con abundancia y nuestros lagares rebosarán de mosto. Esta no es, insistimos, la receta de la riqueza terrenal, sino la garantía de la suficiencia divina. Es el principio de que la mano que da nunca se vacía, y de que el Señor es fiel para proveer lo necesario para el que es fiel en la administración de lo que ya se le ha dado. La promesa es una invitación a la confianza, a soltar el control ansioso sobre el futuro financiero y a descansar en la certeza de que el Padre que nutre a los pájaros cuidará también de Sus hijos.
Ante estas razones ineludibles, se impone la necesidad del cómo. ¿De qué manera práctica podemos llevar a cabo esta honra, más allá de la simple ofrenda dominical? El concepto se bifurca en dos caminos que deben ser transitados simultáneamente: el camino de la administración responsable y el camino de la generosidad radical.
La administración responsable es la cimentación ética de toda honra. Honrar a Dios con nuestros bienes empieza mucho antes de que demos una moneda. Comienza con la planificación prudente, con el ahorro disciplinado que mira hacia el futuro con sabiduría, con la diligencia en el trabajo que rechaza la pereza, y con la inquebrantable honestidad en todas nuestras transacciones, repudiando el fraude o la trampa por mínima que sea. Una vida financiera desordenada, cargada de deudas imprudentes, deshonra a Dios no por la escasez, sino por la falta de disciplina y previsión. La buena mayordomía es la obediencia silenciosa y constante, el reflejo de un carácter que busca la integridad en cada partida del presupuesto.
El segundo camino, la generosidad radical, es el acto de desapego que florece sobre esa base de orden. Es la negación consciente de la mezquindad —el amor al dinero que solo lo gasta en sí mismo, en el lujo innecesario— y la repulsión a la avaricia —el amor al dinero que lo acumula en el temor, que ni siquiera provee lo suficiente para sí mismo por miedo a perder—. La generosidad es la evidencia de que hemos roto el pacto con el ídolo de Mammón. Es la disposición de nuestras manos a soltar, a suplir la necesidad que se cruza en nuestro camino, y a financiar la expansión del Reino con un corazón alegre y sin cálculo. Es el corazón que ha entendido que todo lo que posee no es una posesión inamovible, sino una corriente de Gracia que debe fluir constantemente hacia el necesitado y hacia el ministerio.
Finalmente, la pregunta del cuándo nos libera de la tiranía del evento aislado para situarnos en la libertad de un estilo de vida. Honrar a Dios con nuestros bienes no es una serie de incidentes fortuitos, sino la atmósfera en la que respira el creyente desde el momento de su conversión. Es una ética continua que permea todas las horas del día y todas las etapas de la vida.
Sin embargo, hay ocasiones particulares donde la fibra de nuestra honra es puesta a prueba. Ocurre cuando se nos presenta la tentación de la deshonestidad, ese atajo financiero que promete una ganancia rápida a costa de la integridad. Es en ese momento, cuando la ética se enfrenta al beneficio, donde honramos a Dios al elegir la rectitud, aunque ello implique una pérdida material. Ocurre cuando se nos revelan las personas necesitadas, el huérfano, la viuda, el extranjero, el desvalido que el Evangelio nos manda a socorrer. Es entonces, al extender nuestra mano y nuestro recurso sin esperar nada a cambio, donde nuestra fe se hace tangible. Y ocurre, de manera constante y estructural, cuando la obra de Dios lo necesita, en el sostenimiento de la iglesia local, en el apoyo a los misioneros, en la expansión de los proyectos de fe.
La vida del discípulo, por lo tanto, se convierte en una crónica de la mayordomía donde cada decisión financiera es un voto de lealtad. Honrar a Dios con nuestros bienes es reconocer que no somos dueños, sino simples administradores de la riqueza que Su mano ha provisto. Es un acto que trasciende la simple obligación; es la manifestación de una fe madura que ha comprendido que la verdadera adoración no se limita al canto y la oración, sino que se infiltra en el manejo diario de lo que poseemos. Al final del camino, el verdadero valor de nuestros bienes no se mide por la cantidad que acumulamos en la tierra, sino por el grado en que, al usarlos y al darlos, logramos reflejar la generosidad inagotable y la soberanía incuestionable de Aquel de quien procede toda buena dádiva. Que nuestra vida financiera sea, entonces, un altar siempre encendido, un testimonio permanente de que hemos puesto el Reino y Su justicia en primer lugar.
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