Tema: Levítico. Título: Fuego extraño. Texto: Levítico 10: 1 – 7. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz.
Lo llamativo es lo que sucede al final: tenemos la bendición de Aarón sobre el pueblo, luego de entrar junto con Moisés en el santuario de nuevo tenemos una bendición de ambos, y por ultimo, la gloria de Dios manifestada a todo el pueblo enviando fuego que quemo todo lo que estaba sobre el altar de bronce (este fuego no podía dejarse apagar, de tal modo que todo sacrificio que allí se ofreciera no seria quemado con un fuego común sino con el mismo fuego de Dios), el pueblo entonces adoro a Dios de rodillas y en medio de gritos de alegría.
I. NADAB Y ABIÚ, HIJOS DE AARÓN (Ver 1).
De la manera correcta podemos enumerar varias particularidades:
III. SALIÓ FUEGO DE DELANTE DE JEHOVÁ (Ver 2)
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La multitud, conmovida hasta la médula de su ser, cayó de rodillas. El asombro los silenció por un instante, y luego, como si una fuente se hubiese roto en sus corazones, los gritos de alegría se elevaron como una columna de humo hacia el cielo. Era el sello divino, la confirmación de que sus ofrendas eran aceptables, de que su adoración había sido recibida. El tabernáculo, con todos sus rituales meticulosos y sus intrincadas telas, no era un mero teatro de ceremonias o una maqueta de un santuario lejano, sino el lugar de un encuentro vivo, donde el cielo tocaba la tierra, y el tiempo se suspendía en la presencia de lo eterno.
Y en ese mismo clímax de la fe, en ese éxtasis de adoración, la tragedia se desdobló con la rapidez de un rayo que hiende un cielo claro. Dos hombres, Nadab y Abiú, los hijos de Aarón, irrumpieron en el relato, no como extraños, sino como los herederos, los pilares de la naciente fe. Su posición no era accidental: habían estado en la cima del Sinaí, en esa intimidad sublime donde la tierra se disolvía ante la majestad de Dios. Habían visto la espalda de lo inefable, y habían comido y bebido en un festín que solo unos pocos elegidos podían presenciar. Eran líderes, figuras de autoridad, ejemplos a seguir en el camino del pueblo. Y, sin embargo, en ese momento de éxtasis colectivo, decidieron actuar por su propia cuenta, impulsados no por la obediencia, sino por una presunción insidiosa. La historia de ellos es un eco doloroso de que la cercanía a lo sagrado no garantiza la inmunidad al error, sino que a menudo magnifica las consecuencias del mismo. Su privilegio era inmenso, su responsabilidad aún mayor. Su alma, acostumbrada a la luz, había confundido la familiaridad con la santidad, creyendo que su acceso les daba una licencia para improvisar.
Cada uno de ellos tomó su incensario. Con una seriedad que debió haber parecido sagrada a los ojos de la multitud, pusieron fuego e incienso en ellos. No esperaron la señal. Quizás el eco de las voces de la multitud y la conmoción del fuego divino les impacientó. Quizás una ambición inconfesada les llevó a creer que podían precipitar su propia gloria, que podían ser los protagonistas en lugar de los siervos. El texto, con una sobriedad que es más impactante que cualquier floritura retórica, no nos da los detalles de su pecado, pero lo nombra con una precisión aterradora: ofrecieron un “fuego extraño”. Esa simple frase, en su concisa severidad, esconde un abismo de implicaciones. No era el fuego del altar de bronce, el que Dios había santificado. No era el fuego del cielo que Dios mismo había encendido. Era un fuego ajeno, un fuego de origen humano. Era un fuego que ellos mismos habían encendido, no uno que venía de la fuente de toda vida. Se habían atrevido a traer al santuario lo que no era del santuario, a mezclar lo profano con lo sagrado.
La pregunta que se alza desde la página, y que ha resonado a través de los siglos, es qué hace que un fuego sea "extraño". Los teólogos han debatido las posibilidades: ¿estaban borrachos, como sugiere la advertencia posterior, y la embriaguez nubló su juicio? ¿Habían entrado en el Lugar Santísimo, el santuario interior, el umbral de lo inaccesible, al que solo el sumo sacerdote tenía acceso una vez al año, y por una ruta de santificación rigurosamente ordenada? O, más sencillamente, ¿fue el origen de ese fuego, encendido por manos humanas en lugar de ser tomado del altar divino, el pecado capital? La respuesta más profunda parece estar en la tercera opción. El “fuego extraño” es cualquier adoración que no proviene del mandato de Dios. Es el producto de una fe que ha decidido improvisar, de una espiritualidad que se ha inventado sus propias reglas. Es el creyente que declara, con una arrogancia inconsciente, "Yo adoro a Dios a mi manera". Esta mentalidad, tan común en nuestra época de individualismo, confunde la libertad con la arbitrariedad, el encuentro personal con la invención personal. Pero el relato nos susurra una verdad más sublime: la adoración, para ser genuina, debe ser a la manera de Dios. Debe ser una respuesta a su revelación, no una invención de nuestra imaginación. El fuego que quemaba sobre el altar de bronce era el símbolo de una adoración purificada y santificada por el mismo Dios. Era el único fuego aceptable, el único que no era “extraño.” Era la única forma de acercarse a la santidad sin ser consumido.
Lo que siguió fue un silencio ensordecedor, una pausa en la sinfonía de la fe, un vacío que la multitud debió sentir como un colapso del mundo. Un fuego, esta vez no para aceptar una ofrenda, sino para ejecutar un juicio, salió de la presencia de Jehová y los consumió. No los calcinó por completo; sus cuerpos permanecieron, preservados en una especie de muerte sagrada, envueltos en sus túnicas sacerdotales. Fue un juicio no para aniquilar, sino para instruir, para dejar una marca imborrable en la memoria del pueblo. Moisés, con una voz que debe haber temblado de solemnidad, le explicó a Aarón la terrible razón: “En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado”. El mensaje era claro y terrible: la santidad de Dios no es un concepto negociable. No puede ser domesticada o ignorada. La cercanía a Él es un privilegio, sí, pero también es un peligro inmenso si se la aborda sin la debida reverencia. El fuego de Dios no solo purifica; también consume lo que no es puro.
De este suceso entendemos que Dios es un “fuego consumidor”, una realidad que a menudo olvidamos en nuestra cómoda familiaridad con lo sagrado. Es una verdad que nos recuerda que Dios juzga el pecado, incluso en la vida de los creyentes. No siempre vemos la inmediatez de ese juicio en nuestras vidas, pero el relato de Nadab y Abiú nos recuerda que hay momentos en que lo divino se manifiesta con una rapidez aterradora, como para dejar una huella indeleble en la conciencia colectiva. Es una lección que se repite a lo largo de las Escrituras, desde el juicio de Ananías y Safira hasta la disciplina que el creyente experimenta en su vida diaria. Es una verdad que nos confronta con la seriedad de nuestra fe, recordándonos que el pecado es una afrenta a la santidad de Dios.
Pero la lección más profunda, la más escalofriante, es que entre más privilegio tenemos, más responsabilidad cargamos. Santiago, milenios después, nos recordaría este principio: no muchos deberían ser maestros, porque se enfrentarán a un juicio más estricto. La historia de Nadab y Abiú nos lo grita desde las páginas antiguas. Su proximidad a lo sagrado no era un escudo, sino un multiplicador de su error. Su acceso al altar no era una licencia para improvisar, sino una llamada a una obediencia aún más estricta. Ellos, más que nadie, debían entender la naturaleza de lo que estaban haciendo, la diferencia entre lo que era sagrado y lo que era profano. Su pecado no fue un error de novatos, sino el fracaso de los que más deberían saber. Su juicio fue un recordatorio para todo el pueblo: si Dios exige santidad de los que están más cerca de Él, cuánto más de los que están lejos.
En el relato de Nadab y Abiú, el mundo se divide en dos fuegos: el fuego humano, encendido por el orgullo, la ignorancia o la ambición; y el fuego divino, que purifica y consume. La tragedia de los hijos de Aarón es que, en un instante de presunción, intercambiaron el fuego de Dios por uno de su propia invención. Su acto no fue solo un error de procedimiento, fue una ofensa a la santidad de Dios, una negación del orden que Él mismo había establecido. Es un recordatorio de que la adoración no es un acto de autoexpresión, sino un encuentro con la santidad divina, un diálogo donde nuestra voz debe ser humilde y nuestra ofrenda, pura. Solo el fuego que viene de Él es el fuego que debe regresar a Él. Todo lo demás es "fuego extraño." Es una lección que sigue ardiendo a través del tiempo, recordándonos que la fe verdadera no es una cuestión de rituales vacíos o de espiritualidad inventada, sino de una obediencia radical a un Dios que es santo, y cuya santidad es la base de toda verdad, toda bondad y toda belleza.
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