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BOSQUEJOS - SERMÓN: ME SERÉIS TESTIGOS: La Fórmula de Jesús para un Evangelismo que Atrae Multitudes - EXPLICACIÓN HECHOS 1:8

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BOSQUEJO

✝️Tema: Evangelismo. ✝️Título: ME SERÉIS TESTIGOS: La Fórmula  de Jesús para un Evangelismo que Atrae Multitudes ✝️Texto: Hechos 1:8. ✝️Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.


Introducción:

A. Este texto nos relata lo que fue el último día de Jesús sobre la tierra después de su resurrección y antes de ascender al cielo. Ahora piense, si usted supiera que va a morir y se le da la oportunidad de decir algunas cosas ¿Qué haría? Estoy seguro que escogería bien sus palabras y que no diría cosas simples, superficiales, poco importantes, al contrario diría cosas que usted considera vitales y muy, muy importantes; he aquí la importancia de las palabras de Jesús este día, son sus últimas palabras antes de ascender y considero que para él era muy importante lo que iba a decir.

B. Una de las cosas que el resucitado dijo en aquel día tuvo que ver con el evangelismo:

(Dos minutos de lectura)

I  RECIBIREIS PODER (8ª).

A. Ellos recibirían poder, no el poder de esta tierra: fama, reconocimiento, control, riqueza, político; más bien el poder que recibirán era el poder, la dinamita que viene a nosotros cuando el Espíritu santo nos llena.

B. Ellos deberían esperar este poder en oración como debemos hacerlo nosotros, sin este poder es imposible cumplir la obra de la evangelización, puesto que el mensaje del evangelio es una locura, puesto que es una obra que demanda, puesto que los inconversos están atados, ciegos y muertos espiritualmente.

C. Piense cuán importante es el E.S. en la labor, Jesús mismo dependió de este para hacer su ministerio (Hec. 10:38; 1: 2). ¿Cuánto más nosotros?


II  ME SEREIS TESTIGOS (8b).

A. Esta es la gran tarea del creyente, ser un testigo de Jesús. Esto implica:

1. Tener un testimonio y el creyente lo tiene, el testimonio es que existe en este mundo cura para: el pecado, la muerte y el infierno. Lo llamamos evangelio. A más tiene el testimonio del poder de Dios, de milagros, señales, prodigios y milagros que ha visto suceder.

2. La palabra testigo del griego martures, es la misma palabra para MARTIR, un mártir es una persona que da su vida por una causa. Existen dos tipos: aquellos que dan su vida gota a gota, día a día, a través del sacrifico, el esfuerzo el compromiso diario y existen también aquellos que dan su vida de un tajo (si es posible dar el testimonio de Esteban quien fue el primer mártir cristiano).

3. Ser testigo es una evidencia de haber sido salvado. 


III EN JESURALEN, JUDEA, SAMARIA Y HASTA LO ÚLTIMO DE LA TIERRA (8c).

A. Este texto es un bosquejo del libro de los hechos, si se fija al leer el libro se dará cuanta que este fue el itinerario de los testigos, Jerusalén, Judea, Samaria y hasta lo último de la tierra.

B. Por otra parte nos revela también el itinerario del creyente. El debe predicar primero en Jerusalén (su casa), en Judea (algo así como su barrio, su comunidad), Samaria (su ciudad, otras ciudades), hasta lo último de la tierra (otras etnias, otras culturas). El creyente debe ir tan lejos como pueda.

C. ¿Y si todos lo hiciéramos?



Conclusiones:

Las palabras finales de Cristo nos desafían a vivir con el poder del Espíritu Santo, siendo testigos valientes de Su evangelio en cada esfera de nuestra vida, expandiendo Su mensaje sin límites geográficos ni personales, hasta los confines del mundo.

VERSIÓN LARGA

El aire de la tarde se carga de un silencio denso, como si esperara el eco de una voz lejana, una voz que ya no pertenece a este mundo, pero que aún resuena con la fuerza de lo ineludible. Nos asomamos a un fragmento de tiempo que se resiste a la disolución, el último día de Jesús en la tierra visible, justo antes de que su forma se desvaneciera en el velo del cielo. Imaginen por un instante la gravedad de ese momento. Si supieran que el aliento final está por escaparse de sus labios, y se les concediera una última oportunidad de hablar, ¿qué elegirían decir? No serían palabras triviales, no una charla sobre el clima o los quehaceres cotidianos. No. Serían las esencias destiladas de una vida, la sabiduría acumulada, los mandatos más urgentes, las verdades más crudas y vitales. Cada sílaba, un peso de eternidad. Y así, las palabras de Jesús en aquel día, son un legado, una impronta que el tiempo no ha podido borrar. Son el testamento de un amor que se desbordó en sacrificio, y ahora, en la antesala de su partida, el Maestro elige sus verdades más preciadas.

Y entre esas últimas palabras, suspendidas en el aire como una promesa inquebrantable, una de ellas se alza con una urgencia particular, una que concierne al corazón mismo de la existencia creyente: el evangelismo. No es una sugerencia, no un consejo suave, sino una directriz forjada en la experiencia de la resurrección, envuelta en la autoridad de quien ha vencido a la muerte.


El eco de su voz se extiende, una promesa que es también un mandato: "Recibiréis poder". No el poder que el mundo persigue con avidez, esa fama efímera que se desvanece como el humo, ese reconocimiento vacío que solo alimenta el ego, el control que se aferra a la ilusión de una dominación terrenal, la riqueza que corroe el alma con su sed insaciable, o la influencia política que se corrompe en los pasillos de la ambición humana. No, este no es el poder de los imperios caídos ni de los hombres sedientos de dominio. Este es un poder diferente, una fuerza que surge de las profundidades de lo divino. Es la dinamita que explota en el espíritu cuando la presencia del Espíritu Santo nos inunda, nos envuelve, nos transforma.

Este poder no se manufactura en laboratorios ni se adquiere con riquezas. Es un don, una infusión de lo sagrado. Y para recibirlo, para que esa dinamita divina estalle en nosotros, había una condición, un estado de espera. Ellos, sus discípulos, debían aguardar en oración. Y nosotros, sus seguidores en este tiempo turbulento, también debemos hacerlo. Sin este poder, la obra de la evangelización, esa tarea monumental de llevar luz a la oscuridad, es sencillamente imposible. Piensen en ello. El mensaje del evangelio, en su cruda verdad, es para el mundo una locura. ¿Quién, en su sana razón, aceptaría que un carpintero crucificado es el Salvador del universo? Es una obra que demanda, que exige una entrega que va más allá de la lógica humana, de la comodidad, del autoengaño. Y los que no lo conocen, los "inconversos", están atados por cadenas invisibles, ciegos a la luz de la verdad, muertos en su espíritu, incapaces de discernir las cosas espirituales por sí mismos. Necesitan una fuerza externa, un poder que les abra los ojos, que les libere, que les resucite.

El Espíritu Santo, esa presencia misteriosa y vital, es la clave de toda esta labor. Jesús mismo, el Cristo, el Hijo de Dios encarnado, dependió de este poder para llevar a cabo su ministerio en la tierra. Los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan que Dios lo ungió con el Espíritu Santo y con poder, y que Jesús anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo (Hechos 10:38). Incluso antes de su ascensión, Jesús les dio mandamientos por medio del Espíritu Santo (Hechos 1:2). Si el propio Hijo de Dios, en su forma humana, se apoyó y dependió del Espíritu para cumplir su propósito, ¿cuánto más nosotros? ¿Cuánto más necesitamos esa dinamita divina para que nuestras palabras no sean solo eco, sino fuego, y nuestras vidas no sean solo existencia, sino testimonio vibrante? El poder no es para nuestro engrandecimiento, sino para el cumplimiento de una misión que nos sobrepasa, una misión de amor y redención. Es la fuerza para atravesar el velo de lo imposible y tocar la realidad del espíritu.


Y con ese poder infundido, el segundo mandato emerge, claro como un cristal en el amanecer: "Me seréis testigos". Aquí reside la gran tarea, el propósito ineludible de cada creyente. Ser un testigo de Jesús. No solo hablar acerca de Él, sino vivir para Él, convirtiéndose en un canal a través del cual su luz se refracta en el mundo. Esto implica, en su esencia más pura, una doble posesión.

Primero, poseer un testimonio. Y el creyente, en el fondo de su ser, lo tiene. Es el conocimiento, la experiencia vivida, de que existe en este mundo una cura para el veneno del pecado, para la fría certeza de la muerte, para la oscuridad insondable del infierno. A esto lo llamamos evangelio, la buena noticia, el relato de una redención posible. Es la confesión personal de haber sido rescatado de las profundidades, de haber encontrado un sentido donde antes había vacío. Pero más allá de esta confesión verbal, el creyente también posee el testimonio del poder de Dios manifestado. Son los milagros que ha visto suceder, las señales que han roto la lógica, los prodigios que han desafiado la razón. No son solo historias de un pasado lejano, sino la evidencia viva de un Dios que aún actúa, que aún sana, que aún transforma. Cada vida tocada, cada corazón restaurado, cada imposible hecho posible, es una huella indeleble de ese poder.

Segundo, la palabra "testigo", del griego martures, lleva en sus entrañas un significado más profundo, un eco de sacrificio. Es la misma raíz de la palabra mártir. Un mártir, en su forma más brutal y sublime, es una persona que da su vida por una causa, que sella su convicción con su propia sangre. Y aquí, la distinción se hace necesaria. Existen dos tipos de mártires, dos formas de entrega. Están aquellos que dan su vida gota a gota, día a día, en la monotonía y la grandeza de lo cotidiano. A través del sacrificio silencioso, el esfuerzo constante, el compromiso inquebrantable que se renueva cada amanecer. Son los que renuncian a sus propios deseos por el bien del prójimo, los que persisten en la bondad a pesar de la ingratitud, los que eligen la integridad en un mundo de sombras. Su martirio no es un estallido dramático, sino una combustión lenta y constante, una entrega que se consume en el altar del servicio.

Y luego, existen aquellos que dan su vida de un tajo, en un acto final, en un instante decisivo que sella su fe con la sangre. Aquí el recuerdo de Esteban se alza, imponente y trágico, el primer mártir cristiano. Su testimonio, su valentía inquebrantable frente a las piedras y la ira de la multitud, es un faro en la historia de la fe. Él, lleno del Espíritu Santo, vio los cielos abiertos y el rostro de Jesús a la diestra de Dios, y en medio de su agonía, suplicó perdón para sus verdugos (Hechos 7:54-60). Su vida, entregada en un instante de furia, se convirtió en el cimiento sobre el cual se construyó una parte esencial de la Iglesia primitiva. Tanto el mártir del día a día como el mártir del tajo final, son testigos en su esencia, evidencias vivas de la verdad que los habita.

En su sentido más radical, ser testigo es una evidencia de haber sido salvado. No es una opción, no es un club al que uno se afilia por conveniencia. Es el desbordamiento natural de una vida tocada por lo divino. Quien ha sido rescatado de la oscuridad, no puede guardar silencio. Quien ha visto la luz, no puede ocultarla bajo una vasija. El testimonio fluye como un río, una corriente ineludible que arrastra consigo la verdad de la redención. Es la prueba viviente, la huella indeleble de una gracia que transformó lo que era ceniza en vida.


Y la orden final, la geografía de esta misión, se despliega ante nosotros como un mapa del alma y del mundo: "en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra". Este mandato, esta secuencia de lugares, es más que una simple lista geográfica; es un bosquejo vivo del libro de los Hechos, el relato de cómo la iglesia primitiva, infundida con el poder del Espíritu, obedeció esta directriz. Si uno se adentra en sus páginas, se dará cuenta de que este fue el itinerario exacto de aquellos primeros testigos: desde la familiaridad de Jerusalén, pasando por la expansión en Judea, cruzando las fronteras culturales y étnicas de Samaria, y extendiéndose, incansablemente, hasta los confines más remotos de la tierra conocida.

Pero más allá de ser un itinerario histórico, este texto nos revela también el itinerario del creyente individual. La misión comienza en lo más cercano, en lo más íntimo, en la esfera de lo conocido. Primero, en Jerusalén: nuestro propio hogar, nuestra familia, el círculo más inmediato de afectos y relaciones. Es en la cotidianidad de nuestros espacios más personales donde el evangelio debe ser vivido y compartido primero, a través de la paciencia, el amor, el perdón y la congruencia. Es allí donde el testimonio debe echar sus raíces más profundas.

Luego, la misión se expande a Judea: algo así como nuestro barrio, nuestra comunidad, el vecindario donde nuestras vidas se cruzan con otros, donde el rostro del vecino se hace familiar. Es el espacio donde tejemos lazos sociales, donde nuestra fe se encuentra con las necesidades y los desafíos de un entorno más amplio. Aquí, el evangelio se manifiesta en el servicio, en la compasión, en la ayuda práctica que testifica de un amor más grande.

De allí, el mandato nos lleva a Samaria: nuestra ciudad, otras ciudades, los lugares donde la cultura puede ser un poco diferente, donde las barreras invisibles de la historia o la costumbre pueden existir. Samaria, para los judíos, representaba la tierra del "otro", del mestizo, del que se había desviado de la ortodoxia. Es el llamado a cruzar puentes, a derribar prejuicios, a llevar el mensaje a aquellos que pueden parecer "diferentes" o incluso "enemigos" a nuestros ojos. Es la evangelización que abraza la diversidad y la inclusión, porque la gracia de Dios no conoce fronteras humanas.

Y finalmente, la misión se extiende hasta lo último de la tierra: otras etnias, otras culturas, los pueblos que no conocen el nombre de Cristo, las regiones más remotas y desafiantes del planeta. Es el llamado a la misión global, a la interconexión, a la audacia de llevar el evangelio a donde nunca antes ha sido escuchado. El creyente, en su andar, debe ir tan lejos como pueda, en su oración, en su apoyo, en su disposición a ir si es llamado. No hay rincón del mundo, ni rincón del corazón humano, que esté fuera del alcance del amor de Dios.

¿Y si todos lo hiciéramos? Si cada creyente, cada alma tocada por la resurrección, abrazara esta comisión con la seriedad de unas últimas palabras, con el poder del Espíritu, con la valentía del testigo, y con la visión de un mundo transformado. Si cada uno, desde su Jerusalén personal, se extendiera hacia Judea, cruzara a Samaria y apuntara su corazón hacia lo último de la tierra. La imagen de un mundo envuelto en la luz de su verdad, una transformación silenciosa pero imparable, se alza ante nosotros. Es un desafío, sí, pero también una promesa: la de participar en la obra más grande y más noble que la humanidad pueda concebir.


Las palabras finales de Cristo, pronunciadas en el umbral de su ascensión, no son un mero recuerdo nostálgico, sino un desafío vibrante, un llamado a la acción que resuena a través de los siglos. Nos invitan a vivir con el poder del Espíritu Santo, esa dinamita divina que nos capacita para lo imposible. Nos impelen a ser testigos valientes de Su evangelio, no solo con lo que decimos, sino con cada fibra de nuestro ser, en el sacrificio diario y en la entrega total. Y nos guían a expandir Su mensaje sin límites, desde la intimidad de nuestro hogar, pasando por nuestra comunidad, nuestra ciudad, hasta los confines más remotos del mundo. Este es el legado, la herencia que se nos confía, el propósito más profundo que da sentido a nuestra existencia en este, el único día que realmente tenemos: hoy.


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