✝️Tema: Génesis. ✝️Título: Las hijas de Lot se acostaron con su padre ✝️Texto: Génesis 19: 30 – 38. ✝️Autor: Pastor Edwin Nuñez Ruiz
Introducción:
A. Hoy avanzaremos en la Historia de Lot como lo venimos haciendo y lo que hemos visto es como Lot y su familia nos muestra un cuadro de lo que es la debilidad humana y como se manifiesta ella en nuestras vidas. La semana pasada vimos varias manifestaciones de ella: la dificultad de abandonar el pecado y el mundo aun cuando entendemos que la paga del pecado es muerte, la desconfianza, la desobediencia, la ira de Dios…
B. Hoy vamos a ver algunas manifestaciones más:
I. LA OBSTINACION (Gen 19: 31 – 32)
A. En el texto vemos que las hijas de Lot planean dos pecados: la embriaguez y el incesto. Esto lo hacen a pesar de que acaban de ser testigos de lo que el pecado provoca en el carácter de Dios, a pesar de haber sido testigos directos de la destrucción de Sodoma y Gomorra, a esto lo llamamos obstinación, terquedad, intransigencia.
B. El pecado de la terquedad nos hace seguir adelante en nuestra desobediencia a Dios a pesar de lo que sabemos puede causarnos dicha actitud.
C. En la Biblia se nos advierte muchas veces contra esta actitud. La llama endurecimiento de corazón (Heb 3:7; 13, 15, 4:7).
II. LA EMBRIAGUEZ (Gen 18: 33 – 35)
A. La hijas de Lot embriagan a su padre no una sino dos veces. En este caso las hijas de Dios son culpables por emborracharlo y Lot por dejarse arrastrar. Es aquí donde vemos como de una u otra manera el ambiente en el cual vivía Lot lo había contaminado tanto a él como a sus hijas.
B. Definitivamente el ambiente en el que andamos nos afecta de una u otra manera, seguramente estos actos eran comunes en las ciudades destruidas previamente, esto no fue algo que Lot y su familia aprendieron de Abraham pues jamás lo vemos borracho en la historia, la palabra de Dios dice que las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres.
C. Alguien dirá: al fin y al cabo la embriaguez no era un pecado en aquel entonces y puede que sea verdad pues hasta este punto no encontramos prohibiciones en la Escritura acerca del alcohol, pero lo cierto es que no necesitamos de una legislación divina para saber que la borrachera es algo malo, que no se debe hacer, dados sus devastadores efectos en las personas.
D. Con respecto al alcohol la Biblia nos dice que: Prov 20:1; 23: 20 – 21; 30 – 33. Tenga en cuenta que debido al alto contenido de alcohol en las bebidas de hoy se puede decir que uno ya está embriagado con una sola cerveza o con una sola copa de aguardiente.
III. EL INCESTO (Ver 33 – 36)
A. Las hijas de Lot tiene relaciones sexuales con su padre no una sino dos veces también y ambas tiene hijos de sus padres que según el relato Bíblico son los padres de los Moabitas y de los Amonitas. Desde este punto de vista el relato es una etnografía (relato donde se busca mostrar el origen de una nación).
B. Este sí que podemos asegurar es un pecado que ellas aprendieron en las impías ciudades y nos muestra una de las consecuencias del alcohol en aquel entonces y también hoy día y son las consecuencias de tipo sexual, muchos pecados sexuales y sus respectivas consecuencias están relacionados con el alcohol: fornicación, adulterio, hijos no deseados, enfermedades venéreas, violaciones etc.
C. Con respecto a este pecado la Biblia nos dice que: Lev 18: 6 – 18; Det 27: 22 – 23
E.Pregunta: hemos visto a Lot en actuaciones muy dudosas: mostro egoísmo, eligió vivir en Sodoma, aparentemente no quería salir de la ciudad, desconfió de Dios, se emborracha, por omisión comete incesto ¿porque la Biblia lo llama justo (2 Pedro 2: 7 – 8), y porque entonces Dios lo salva de la destrucción?
1. El hecho de que Dios llame a alguien justo no quiere decir por eso que la persona sea perfecta, el único perfecto fue Cristo. Note que nosotros somos llamados justos aun cuando no somos perfectos.
2. Comparado con los Sodomitas Lot era justo. Ya nos dice la palabra de Dios lo que le ocurría al ver la conducta de estas personas.
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La historia de Lot y su familia es, en esencia, una parábola dolorosa sobre la dificultad de la santificación. Vimos, en nuestros encuentros anteriores, cómo se manifiesta este defecto de nuestra carne: la dificultad casi insuperable de abandonar el pecado y el mundo, incluso cuando la voz interior, esa campana de alarma teológica, nos repite sin cesar que la paga del pecado es muerte. Vimos la desconfianza que asfixia la fe, la desobediencia que tuerce el camino recto, y finalmente, la visión aterradora de la ira de Dios manifestándose como fuego purificador. Si pensábamos que la visión de Sodoma convertida en ceniza sería suficiente para grabar la lección en el corazón de los supervivientes, el texto de Génesis 19, versículos 30 al 38, nos revela una verdad más amarga y profunda: la debilidad humana no se extingue con el juicio, sino que encuentra nuevos y más oscuros refugios.
Hoy, la Escritura nos obliga a adentrarnos en manifestaciones de la fragilidad espiritual tan profundas que casi nos hacen retroceder, cuadros de la psique contaminada que resuenan con una melancolía trágica en el eco de nuestra propia experiencia. Vamos a desvelar, con respeto y dolor, el espectro de la obstinación, la trampa de la embriaguez y la consecuencia funesta del incesto.
La Infranqueable Obstinación del Corazón
Lot y sus dos hijas se habían refugiado en la cueva, un lugar de seguridad primigenia, un vientre geológico que, paradójicamente, se convirtió en el escenario de su caída más abyecta. El aire aún debía estar cargado con el olor a azufre y humo, el recuerdo del grito de las almas condenadas resonando en el silencio del desierto. Acababan de ser testigos oculares de la destrucción más completa que la historia puede relatar, el testimonio irrefutable de lo que el pecado provoca en el carácter inmutable de Dios.
Y sin embargo, en ese santuario de roca, las hijas de Lot —dos mujeres que habían conocido el clamor de los ángeles, que habían visto la mano de la Providencia arrastrarlas fuera del fuego—, planean dos pecados: la embriaguez y el incesto.
Génesis 19:31-32 es un texto de una sequedad implacable: "Entonces la mayor dijo a la menor: Nuestro padre es viejo, y no queda varón en la tierra que entre a nosotras conforme a la costumbre de toda la tierra. Ven, demos a beber vino a nuestro padre, y durmamos con él, y conservaremos de nuestro padre descendencia."
Esto, hermanos míos, no es solo un plan; es la quintaesencia de la obstinación. Es la terquedad que se niega a aprender, la intransigencia del espíritu que, habiendo escapado por poco de la muerte, se lanza de nuevo al abrazo de la tiniebla.
¿Qué fuerza maligna, qué ceguera autoimpuesta puede empujar al alma a tal acto de desafío después de haber visto el rostro de Dios airado? La obstinación es la voluntad que se endurece contra la evidencia de la misericordia y la advertencia del juicio. Es la persistencia en el camino de la desobediencia aun cuando la carretera está sembrada de cadáveres y el horizonte arde. Es el espíritu que, como la esposa de Lot, mira hacia atrás con anhelo, incluso después de haber sido liberado.
Esta enfermedad del espíritu es universal. El pecado de la terquedad nos permite avanzar en nuestra desobediencia a Dios a pesar de que sabemos, en lo más íntimo de nuestra conciencia redimida, las consecuencias catastróficas que dicha actitud puede causarnos. Conocemos la Palabra, hemos experimentado Su gracia, hemos sido instruidos en las bienaventuranzas y las advertencias, y aun así, una voz interior, heredera del engaño antiguo, susurra: "Esta vez será diferente. Esta vez puedo controlarlo."
La Biblia, con esa sabiduría que desgarra los velos de la ilusión, nos advierte muchas veces contra esta actitud letal. La llama el endurecimiento de corazón. El autor de Hebreos, citando al Salmista, nos implora: "Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones" (Hebreos 3:7; 13, 15, y 4:7). Endurecer el corazón es sellarse la entrada a la enseñanza del Espíritu Santo, es volverse sordo a los ecos de Sodoma. Es construir una muralla de ego contra la fluidez de la fe.
El corazón endurecido no es meramente un corazón que peca por debilidad, sino uno que peca por desafío pasivo. Las hijas de Lot no estaban desesperadas por una necesidad inmediata de alimento o agua; su desesperación era de índole existencial y cultural. Su argumento, "no queda varón en la tierra que entre a nosotras conforme a la costumbre de toda la tierra", revela que su perspectiva se había reducido al aislamiento de su cueva. Habían olvidado, o decidido ignorar, que el Dios que había destruido Sodoma era también el Dios que había prometido descendencia a su tío Abraham. Habían cambiado la promesa divina por una solución carnal, inmediata y prohibida.
Esta es la trampa de la obstinación: nos hace olvidar el vasto horizonte de la Providencia y nos encierra en el pequeño círculo de nuestra propia lógica carnal. Nos convence de que el camino de Dios es inviable y que solo nuestros métodos, por viciados que sean, pueden asegurar nuestra supervivencia o felicidad. La cueva de Lot se convierte así en un símbolo de la mente que, aunque liberada de la ciudad, sigue siendo prisionera de sus propios límites. La cueva es la prisión autoimpuesta del fatalismo.
La Noche de la Embriaguez
El plan se ejecuta con una precisión inquietante. La obstinación se arma con la herramienta más antigua de la anulación de la voluntad: el vino. Las hijas de Lot embriagan a su padre, no una, sino dos veces. Es un acto deliberado, calculado, y en él, podemos asignar culpa en dos direcciones: la culpa de las hijas por el acto de intoxicación, y la culpa de Lot por dejarse arrastrar a ese estado de inconsciencia, por permitirse ser el objeto pasivo de la ofensa.
En este punto es donde la Historia de Lot se convierte en una denuncia desgarradora de la contaminación ambiental. Lot había "habitado" entre los sodomitas; su alma justa había sido "atormentada" (2 Pedro 2:7-8), pero el tormento no había sido suficiente para evitar la impregnación sutil y corrosiva de la cultura circundante.
Definitivamente, el ambiente en el que andamos nos afecta de una u otra manera. Las "malas conversaciones", como nos advierte el apóstol, "corrompen las buenas costumbres". La familia de Lot, al vivir en Sodoma, asimiló costumbres que jamás habrían encontrado bajo el techo de Abraham. El borrachera y los excesos sexuales eran, sin duda, actos comunes en las ciudades destruidas, parte del aire que respiraban. Lot, quien jamás fue visto en estado de embriaguez mientras estuvo con Abraham, sucumbe a ello apenas unos días después de su liberación.
Podríamos argumentar, como algunos lo hacen, que la embriaguez no era un pecado explícitamente prohibido por una legislación divina en aquel preciso instante de la historia, antes de la Ley mosaica. Pero la verdad es que la conciencia moral, ese don de Dios inscrito en el corazón humano, no necesita de una legislación escrita para saber que la borrachera es una rendición, algo malo que no se debe hacer, dados sus devastadores efectos en la dignidad, la mente y la voluntad de las personas. La intoxicación es la abdicación de la razón, el abandono del puesto de guardia.
El creyente es llamado a la sobriedad, no solo por una regla, sino por una vocación superior: la de ser vigilante, la de mantener el espíritu alerta en espera de la Parusía, la venida del Señor. La embriaguez es la negación de esa vigilancia, una invitación al enemigo a ocupar el puesto vacío de la conciencia.
El Antiguo Testamento no tardó en condenar los excesos que disuelven el juicio.
Proverbios 20:1 nos advierte con voz severa: "El vino es escarnecedor, la sidra alborotadora, y cualquiera que por ellos yerra no es sabio." La borrachera no solo nos quita el juicio, sino que nos convierte en burla, en objeto de escarnio. Es una traición a la sabiduría que se nos ha concedido como hijos de Dios.
Más adelante, el mismo libro profético de la sabiduría nos pinta un cuadro vívido de las consecuencias: "No estés con los bebedores de vino, ni con los comedores de carne. Porque el bebedor y el comilón empobrecerán, y el dormitará hará vestir de harapos" (Proverbios 23:20-21). La borrachera no es una simple indulgencia; es una vía a la ruina material y espiritual.
La advertencia se profundiza en Proverbios 23:30-33: "¿Para quién será el ay? ¿Para quién el dolor? ¿Para quién las rencillas? ¿Para quién las quejas? ¿Para quién las heridas en balde? ¿Para quién lo amoratado de los ojos? Para los que se detienen mucho en el vino, para los que van buscando la mezcla. No mires al vino cuando rojea, cuando resplandece su color en la copa. Al fin como serpiente morderá, y como áspid dará dolor." Esta imagen del mordisco de la serpiente, del veneno del áspid, es la metáfora perfecta del alcoholismo: un placer inicial que culmina en dolor, heridas y ceguera.
Nuestra época, saturada de licores con alto contenido alcohólico, hace que esta advertencia sea aún más urgente. En la antigüedad, el vino se mezclaba con agua, reduciendo drásticamente su potencia. Hoy, la potencia de las bebidas es tal que, como bien señala la reflexión, una sola cerveza o una copa de aguardiente pueden iniciar el proceso de anulación de la voluntad. El cristiano debe huir de la embriaguez, no solo por la Ley, sino por el profundo respeto a su templo, el cuerpo, y a la claridad de juicio que el Espíritu Santo requiere para discernir la voluntad de Dios.
Lot se deja anular por el vino. Es la imagen del creyente que, habiendo superado el gran juicio, cae en la pequeña trampa de la carne, mostrando que la victoria sobre el mundo no garantiza la victoria sobre uno mismo.
El Fruto Amargo del Incesto
La tercera manifestación de la debilidad, de la contaminación cultural, y de la anulación del juicio es el incesto. Las hijas de Lot tienen relaciones sexuales con su padre, no una, sino dos veces, asegurando la concepción. Este es un punto de inflexión teológico e histórico. De este acto doble y sombrío nacen dos hijos: Moab, el padre de los moabitas, y Ben-Ammi, el padre de los amonitas. Desde este punto de vista, el relato es una etnografía dolorosa, un relato que busca mostrar el origen de dos naciones que serían, a lo largo de la historia bíblica, adversarios constantes y espinas en el costado del pueblo de Israel.
Este sí que podemos asegurar es un pecado que ellas aprendieron en las impías ciudades. El incesto es una perversión de la estructura familiar, un asalto a la pureza de la línea de la vida. Y la Escritura nos lo presenta aquí como una de las consecuencias directas del alcohol.
La conexión entre la embriaguez y la depravación sexual es tan antigua como la civilización y tan actual como el titular de la mañana. Muchos pecados sexuales y sus respectivas y devastadoras consecuencias están íntimamente relacionados con el alcohol, pues este es el gran desinhibidor, el agente químico que desarma las barreras de la moralidad y del juicio. La fornicación, el adulterio, los hijos no deseados, las enfermedades venéreas, las violaciones; la lista de desastres que comienzan con la anulación de la conciencia por la bebida es larga y trágica. El alcoholismo no es un pecado aislado; es la puerta de entrada para una legión de otros males. En el caso de las hijas de Lot, la solución a un problema percibido (la falta de varones) se buscó a través de la anulación total de la ley moral.
La Ley de Moisés, que vendría siglos después, no deja lugar a dudas sobre la abominación de este acto. Los capítulos de Levítico y Deuteronomio establecen fronteras inamovibles para la pureza sexual del pueblo de Dios.
Levítico 18:6-18 es la carta magna de las prohibiciones sexuales, donde Dios establece: "Ninguno de vosotros se acercará a ninguna parienta cercana, para descubrir su desnudez. Yo Jehová." La desnudez de los parientes es sagrada, protegida por el orden divino. El incesto, en cualquiera de sus formas, es una ruptura del orden social, familiar y, sobre todo, del orden de Dios.
Deuteronomio 27:22 y 23 reitera esta condena con una sentencia solemne: "Maldito el que se acostare con la hermana de su padre, o con la hermana de su madre..." y "Maldito el que se acostare con su suegra...". Estas maldiciones son pronunciadas sobre aquellos que violan los lazos sagrados de la sangre, asegurando que el acto de las hijas de Lot era, incluso antes de la ley escrita, una ofensa grave a la Ley natural de la pureza.
El resultado de este pecado es la fundación de las naciones enemigas. Los moabitas y los amonitas. Esta es una enseñanza poderosa para nosotros: el pecado no es un evento privado. Siempre tiene consecuencias históricas, generacionales y, a menudo, políticas. Lo que hacemos en nuestra "cueva" de aislamiento personal, bajo la influencia de la obstinación y la embriaguez, puede generar conflictos y dolor para el futuro de nuestra familia y de nuestra comunidad de fe. El fruto de la carne siempre es el conflicto.
El Gran Misterio de la Justificación: ¿Por qué Lot fue Justo?
Hermanos, llegamos al punto de la historia que resulta más inquietante para nuestra lógica humana, esa paradoja que solo la Gracia de Dios puede resolver. Hemos visto a Lot en actuaciones muy dudosas: mostró egoísmo al elegir las tierras de Sodoma, ignorando a Abraham; eligió vivir en una ciudad impía; aparentemente no quería salir de ella, titubeando hasta ser arrastrado por los ángeles; desconfió de Dios, buscando refugio en una cueva en lugar de en la montaña indicada; se emborracha; y por omisión, comete incesto.
Si la lista de sus faltas es tan extensa y abrumadora, la pregunta se levanta como una niebla densa sobre nuestra conciencia: ¿por qué la Biblia lo llama justo (2 Pedro 2:7-8), y por qué, entonces, Dios lo salva de la destrucción?
El apóstol Pedro, en su epístola, nos da la respuesta, una respuesta que es el corazón de la teología de la Gracia y la Justificación: "y libró al justo Lot, abrumado por la nefanda conducta de los malvados (porque este justo, morando entre ellos, afligía de día en día su alma justa, viendo y oyendo los hechos inicuos de ellos)" (2 Pedro 2:7-8).
Esta justificación descansa en dos pilares inamovibles: la imperfección humana y la perfección de Cristo.
1. La Justicia No Implica Perfección
El hecho de que Dios llame a alguien justo no quiere decir, por ello, que la persona sea perfecta. Si la justicia dependiera de la perfección moral, nadie, salvo el Hijo de Dios, Jesucristo, podría ser llamado justo. Lot, como Abraham, como Moisés, como David, y como nosotros, fue un hombre redimido, un hombre en proceso, que luchaba diariamente contra su propia debilidad y el peso del mundo.
Nosotros somos llamados justos, aun cuando no somos perfectos, en virtud de la obra de Cristo en la Cruz. Nuestra justicia es imputada, no inherente. Dios nos ve no a través del velo de nuestros errores (la obstinación, la embriaguez, el incesto por omisión), sino a través del sacrificio de Su Hijo. Lot fue salvo por la fe en el mismo Dios que lo rescató. El apóstol Pablo nos enseña que "el justo por la fe vivirá". La justicia de Lot no era la ausencia de pecado, sino la presencia de una fe genuina que, aunque imperfecta y vacilante, estaba ligada a la promesa de Dios.
2. La Justicia Comparada: La Aflicción del Alma
El segundo pilar de la justificación de Lot es comparativo y se centra en su actitud interna. Lot era justo comparado con los sodomitas. Los sodomitas vivían en el pecado con deleite, celebrando su iniquidad. Lot, sin embargo, era un hombre que se afligía de día en día por la conducta nefanda de los malvados.
Aquí yace la clave de la diferencia: Lot tenía una conciencia viva. Su alma justa era constantemente "atormentada". Aunque habitaba la ciudad y su familia estaba contaminada, su espíritu no se había rendido. Había una fisura de luz en el muro de su debilidad: el dolor moral.
La salvación de Lot es un acto de pura misericordia basado en el principio de la gracia selectiva. Dios no salvó a Lot porque sus acciones fueran impecables, sino porque el lamento de su alma por el pecado del mundo era un eco de la santidad divina. Dios honra el gemido del alma que, aunque cae, se niega a amar su propia caída.
El destino de Lot, la imagen de él arrastrado fuera de la ciudad, despojado de sus bienes, y luego cayendo en una tragedia familiar, nos deja una advertencia final y profunda: ser justificado por la fe no nos exime de las consecuencias terrenales de nuestras malas decisiones y de la contaminación persistente del mundo. La Gracia de Dios nos salva del juicio eterno, pero no necesariamente nos ahorra la amargura del fruto del pecado en esta vida.
Lot es el eterno recordatorio de que la Gracia de Dios no es un permiso para la debilidad, sino una fuente inagotable de rescate. Él fue rescatado dos veces: primero del fuego de Sodoma, y luego, a pesar de sus faltas, su alma fue librada por su dolor interior.
La historia de la cueva no es solo el relato del incesto, sino la meditación sobre la necesidad urgente de mantener nuestro corazón endurecido contra el pecado, y tierno hacia Dios.
Si Lot, con todas sus faltas visibles, fue llamado Justo porque su alma se afligía por el pecado, ¿cuánto más debemos nosotros, que vivimos en la dispensación del Espíritu, permitir que el dolor por la iniquidad del mundo y de nuestra propia carne nos lleve al arrepentimiento constante? La historia de Lot es una llamada a la vigilancia, a la sobriedad, y a la convicción de que la fe, incluso cuando se tambalea, es el ancla que nos sostiene.
La Gracia de Dios es más fuerte que nuestra obstinación, más clara que nuestra embriaguez, y más pura que la contaminación de nuestro ambiente. En la vida de Lot, vemos la terrible sombra del hombre, pero también, y de manera más gloriosa, la indomable luz de Dios.
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