Tema: Números. Texto: Números 21: 4 – 9. Título: La serpiente de Bronce. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. EL PECADO DE ISRAEL (Ver 4 – 5).
II. LA SENTENCIA DE ISRAEL (Ver 6).
III. EL DOLOR DE ISRAEL (Ver 7).
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(VERSIÓN LARGA)
Números 21: 4–9La serpiente de broncePastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz
El primer acto de esta tragedia, la causa de todo el dolor, fue el pecado del pueblo de Israel, un pecado que no era una única transgresión, sino una acumulación de ofensas, un hedor espiritual que se había elevado hasta el cielo. El pueblo, agotado por el camino, se vio de pronto no como el receptor de un milagro, sino como una víctima de las circunstancias. Su agotamiento no era físico, sino espiritual, una fatiga del alma que se manifestaba en el lenguaje de la queja. "Y habló el pueblo contra Dios", nos dice el texto, una frase que en su concisión es un abismo de arrogancia. Eran nada más que esclavos en la tierra de Egipto, polvo en la vastedad de un imperio, un pueblo sin nombre ni destino. Y ahora, salvados por una gracia que se manifestó en plagas, en prodigios y en la división de un mar, se atrevían a levantar su voz en juicio contra su Salvador. La queja es el lamento de la soberbia, el eco de un corazón que, habiendo recibido todo, se cree con el derecho de demandar aún más. Es la postura del ingrato, del alma que ha olvidado su origen y que, en su amnesia, confunde el don con una obligación. Durante treinta y ocho años, la queja había sido su himno, una letanía de lamentos que resonaba en cada rincón del desierto, desde el eco de la sed en los oasis hasta el fastidio de la comida en sus bocas. Habían perfeccionado el arte de la insatisfacción, convirtiendo el milagro en una rutina y la providencia en una carga. La queja no es el simple acto de lamentarse; es una declaración de guerra contra la soberanía divina. Es el puño del hombre levantado al cielo, una afirmación de que el orden del universo no se ajusta a sus mezquinas expectativas. Y esta primera transgresión, esta rebelión de la palabra, fue la semilla de toda la desgracia que vendría.
Su segundo pecado fue un rechazo aún más profundo, un rechazo a la promesa de Dios. "¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para morir en el desierto?". En estas palabras anidaba la negación total de la fe. Dios les había prometido una tierra que fluía con leche y miel, un lugar de descanso, una herencia que se les había jurado a sus padres. Y sin embargo, ellos, en su impaciencia y en su miopía, veían la promesa no como un faro de esperanza, sino como una trampa mortal. Con su lamento, estaban llamando a Dios mentiroso, acusándolo de un engaño, de un plan macabro para llevarlos a la nada. El desierto se había convertido para ellos no en un camino, sino en un muro, y en su frustración, prefirieron la memoria idealizada de la esclavitud a la dura realidad de un viaje hacia la libertad. Olvidaron el látigo, el sudor y el grito de sus hijos, y en su lugar, evocaron un pasado ficticio de seguridad y abundancia. El alma que ha sido seducida por la amargura de la queja rechaza la promesa, porque para el quejoso, el futuro no es un lienzo de esperanza, sino un muro de desesperación. Es la traición más profunda, un abandono de la fe en el que se renuncia no solo a la esperanza, sino también a la verdad misma del Creador.
Y para rematar la desdicha, su tercer pecado fue el desprecio de la provisión. "Y nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano". El maná, ese pan que caía del cielo, era el pan de los ángeles, el pan de la misericordia, la manifestación diaria de la gracia. Y ellos, en su insensatez, lo llamaron "repugnante" y "sin valor". Con su desprecio, demostraban que la verdadera pobreza no era la falta de comida, sino la falta de gratitud. Tenían lo necesario para sobrevivir, y aun así, su alma se sentía vacía. El "fastidio" no era solo un sentimiento, sino una enfermedad del espíritu, una incapacidad para ver el don por lo que era. El hombre sin fe, aun rodeado de maná, se muere de hambre. Y el alma que lo ha recibido todo, pero que lo desprecia, merece el peor de los castigos. El mundo, al igual que Israel, respira el aire que Dios le ha dado, bebe el agua que Él le ha provisto y se alimenta de la tierra que Él ha creado, y al mismo tiempo, escupe sobre Su Palabra, rechaza Su autoridad y se niega a someterse a Su voluntad. La arrogancia del pecado no es solo un acto de transgresión, sino un acto de profunda ingratitud, una patología del espíritu que nos lleva a morder la mano que nos alimenta.
El castigo, cuando finalmente llegó, no fue un acto de ira descontrolada, sino la culminación lógica de su propio pecado. “Y Jehová envió entre el pueblo serpientes ardientes, que mordían al pueblo; y mucha gente de Israel murió.” La plaga de las serpientes no fue un castigo arbitrario. Fue una manifestación física de la enfermedad espiritual que los había consumido. El veneno de la queja se hizo tangible en el veneno de la serpiente. El "fastidio" se convirtió en un dolor ardiente que se extendía como un fuego por sus venas. Las serpientes, que son en la Biblia un símbolo del pecado y de la tentación, se convirtieron en el agente de su propio juicio. No solo les inyectaban un veneno mortal, sino que les infligían un sufrimiento prolongado. La muerte no era instantánea; era una agonía, un tormento de dolor, de hinchazón, de hemorragias y de sed insoportable. . La plaga de las serpientes ardientes no fue solo una desgracia para la nación; fue un espejo en el que pudieron ver la fealdad de su propio corazón. El campamento, que debería haber sido un lugar de paz, se convirtió en un infierno de dolor y desesperación. Y en este dolor, Dios nos enseña dos verdades innegables sobre el pecado.
La primera es que el sufrimiento es la sombra que el pecado proyecta sobre la existencia. El mundo nos vende la ilusión de que el pecado es el camino hacia la libertad, de que la vida sin Dios es una vida sin sufrimiento. Pero la realidad es que el camino del transgresor es duro. El pecado promete placer y entrega agonía. Promete plenitud y entrega vacío. El sufrimiento es la forma en que la realidad nos recuerda que nuestras elecciones tienen consecuencias, que la ley del universo moral no se puede violar sin un costo. El pecador, en su búsqueda de la felicidad, se encuentra con la miseria, y el dolor que siente no es un castigo caprichoso de un Dios iracundo, sino la consecuencia natural de una vida que ha elegido el camino del mal. Las serpientes, con su veneno ardiente, no eran más que la manifestación tangible del veneno que ya había infectado sus corazones.
La segunda verdad, la más terrible de todas, es que el pecado, si no se arrepiente, siempre conduce a la muerte. “La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Esta no es una amenaza, sino un diagnóstico. El pecado no es un simple error, es una enfermedad mortal que, si no se cura, nos lleva a la tumba. Y el campamento, con su hedor de enfermedad y de muerte, se convirtió en un símbolo de la condición de una humanidad perdida. No había hospitales, no había médicos, no había antídoto. La desesperación era total, y el juicio era completo. El pecado, en su esencia, no es más que una mordedura de la serpiente, una inyección de veneno que, si no se cura, nos lleva a la muerte eterna.
Sin embargo, en el punto más oscuro de la desesperación, la gracia de Dios se manifestó. El dolor, esa voz que el orgullo no puede silenciar, se convirtió en un catalizador para la fe. "Entonces el pueblo vino a Moisés y dijo: Hemos pecado, por haber hablado contra Jehová, y contra ti". Aquí, en estas palabras, se encuentran las tres etapas de la redención. Primero, la convicción. El dolor de la mordedura de la serpiente les hizo ver el veneno de su propio corazón. No culpan a Moisés. No culpan a las serpientes. No culpan a Dios. Asumen la responsabilidad total de su propia miseria. . La convicción es ese momento de honestidad brutal, ese momento en el que el alma se enfrenta a la verdad de su propio pecado, y se da cuenta de que la causa de su miseria no está en el mundo, sino en su propio corazón.
Luego, vino la confesión. "Hemos pecado por haber hablado contra Jehová, y contra ti". La convicción, si es verdadera, siempre es seguida por una confesión completa. El arrepentimiento no es un sentimiento; es un acto de la voluntad. Es la declaración verbal del pecado, una declaración que despoja al pecado de su poder y lo expone a la luz de la verdad. La confesión no es un ruego para que Dios nos perdone; es un acto de humildad que le da a Dios la oportunidad de perdonarnos. Y en sus palabras, el pueblo no solo confesó su pecado, sino que también reconoció que al hablar contra Moisés, habían hablado contra Dios.
Y finalmente, el clamor contrito. "Ora al Señor que quite de nosotros estas serpientes". El pueblo, al darse cuenta de que no había salvación en sí mismo, clamó a Moisés, un intercesor, un mediador entre Dios y el hombre. La oración no era una simple petición; era un grito de desesperación, una súplica de un alma que se sabía al borde de la tumba. El arrepentimiento verdadero no es solo la convicción y la confesión, sino también el clamor, la súplica de un alma que se sabe impotente y que se entrega a la gracia de Aquel que puede sanar. Y Moisés, en su gran misericordia, oró por el pueblo, demostrando que la oración de un intercesor es la llave que abre la puerta del cielo y la que desata la gracia sobre la tierra.
La serpiente de bronce, que se alzó en medio del campamento, no fue un ídolo, sino un símbolo, una prefiguración de la Cruz. . Dios le dijo a Moisés: "Hazte una serpiente ardiente, y ponla sobre un asta; y cualquiera que fuere mordido y mirare a ella, vivirá." La serpiente, que era el símbolo del pecado, se convirtió en el remedio para el veneno del pecado. El que miraba la serpiente no era sanado por un poder mágico, sino por un acto de fe. Era el acto de un alma que, al ver su propio pecado, se aferraba a la esperanza de la salvación que Dios le había dado. Era el acto de un alma que, al ver su propia miseria, miraba al cielo en busca de una cura que no podía encontrar en la tierra. Y en el Nuevo Testamento, el mismo Cristo, en Su conversación con Nicodemo, nos revela el significado final de este pasaje: "Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna."
La serpiente de bronce, en su dolorosa y sublime narrativa, es el primer evangelio de la redención. Es la historia de un pueblo que se perdió en la ingratitud, que fue castigado por su propio pecado, y que encontró la salvación en el acto de mirar a un símbolo de la redención que se levantó en medio de la muerte. Es la historia de una humanidad que, aun en el pico de su arrogancia, es humillada por el dolor y la muerte, y que, en su desesperación, clama a un Salvador. Es la historia de un Dios que, en su infinita gracia, no nos da lo que merecemos, sino la oportunidad de ser sanados. La historia de la serpiente de bronce es una llamada a la humildad, una advertencia contra la queja, y una invitación a la fe. Es una llamada a que, en medio de las serpientes que nos persiguen en el desierto de nuestra propia vida, miremos a la Cruz, a ese símbolo de la redención que se levantó para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Y así, en la quietud de nuestra propia desesperación, en el dolor de nuestras propias mordeduras, podemos mirar a Aquel que fue levantado en la Cruz, y encontrar en Su sacrificio el antídoto final para el veneno de nuestro propio pecado. La historia de Israel es la historia de todos nosotros, y la salvación que se les ofreció en el desierto, la misma salvación que se nos ofrece hoy, es la única esperanza que tenemos de sobrevivir al veneno que nos está matando.
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