Tema: Liderazgo transformacional. Título: El poder de un equipo. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
Introducción:
I. ESCOJA SU EQUIPO.
II. COMPARTA SU VISIÓN.
III. DELEGE FUNCIONES.
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VERSION LARGA
El Poder de un Equipo
La ambición humana, esa fuerza que impulsa tantas acciones, se manifiesta a menudo en la figura del líder. Se habla de influencia, de la capacidad de mover a otros; de persistencia, la obstinación necesaria para ver un plan consumado; de integridad, esa cualidad que confiere una pátina de rectitud a las decisiones; y, por supuesto, de metas, los puntos fijos hacia los cuales se dirige todo esfuerzo. A esta lista, se añade una palabra más, con una insistencia que busca elevarla a la categoría de principio ineludible: equipo. Los líderes, se nos dice, no operan en el vacío de la individualidad heroica; organizan un equipo y trabajan apoyados en él. Y esto, como las demás facetas de lo que se denomina "liderazgo", se presenta como un arte, una disciplina que exige más que el mero impulso.
La comparación, en este contexto, es inevitable. ¿Qué se gana al abandonar la quijotesca idea de hacerlo todo solo, de ser el único artífice de cada empresa? Se nos ofrecen ventajas, presentadas con la convicción de una verdad irrefutable:
Más y mejor trabajo realizado. Una simple ecuación de eficiencia: más manos, más mentes. Más y mejores relaciones humanas. Una consecuencia social, lazos que se forjan en la labor compartida. Más y mejor creatividad. La suma de perspectivas, la eclosión de ideas diversas. Más y mejor compromiso. Una inversión personal, la pertenencia a algo mayor que uno mismo. Más y mejores resultados. La culminación lógica de los puntos anteriores, el éxito multiplicado. Más y mejor aprendizaje. La transmisión del conocimiento, la mutua edificación.
Esto, se nos asegura, es el poder de un equipo. Una fuerza que, si se canaliza adecuadamente, puede transformar las intenciones en realidades. Pero la cuestión, por supuesto, no es solo reconocer este poder, sino comprender cómo se manifiesta. ¿Cómo se trabaja en este esquema de colaboración?
La construcción de una empresa, de una misión, incluso de una comunidad de fe, comienza, o debería comenzar, con una elección. El primer paso, fundamental en su concepción, es escoger el equipo. Se impone una aclaración inicial, una obviedad que, sin embargo, debe ser enunciada: si lo que se lidera es el núcleo familiar, la unidad más básica de convivencia, entonces la elección no existe. La familia es un equipo dado, una realidad preexistente, con sus virtudes y sus inevitables imperfecciones. Los lazos, aquí, son de sangre o de conveniencia duradera, no de deliberada selección.
Pero cuando la esfera de acción se expande, cuando se trata de liderar en otras instancias, en esos ámbitos más allá del vínculo consanguíneo, la elección se convierte en una necesidad ineludible. Es entonces cuando se requiere discernimiento, cuando es preciso saber escoger a las personas que conformarán el equipo de trabajo. No cualquier colección de individuos servirá. Un buen equipo, se nos asegura, está conformado por buenos elementos humanos. Una verdad que, en su simplicidad, a menudo se olvida en la prisa o la complacencia.
En la vasta y compleja urdimbre de la Escritura, ese texto que ha guiado a generaciones, encontramos pasajes que abordan esta cuestión con una precisión casi manual. Pablo, en su carta a Timoteo, en 2 Timoteo 2:2, ofrece directrices, casi un algoritmo, sobre el tipo de personas que deberían conformar el equipo de trabajo de un líder espiritual. Dos pautas fundamentales, dos cualidades esenciales.
Primero, hombres fieles: individuos dignos de confianza, personas en las que se puede depositar la esperanza, la tarea, el futuro. ¿Pero cómo se identifica, en la nebulosa de las interacciones humanas, a una persona fiel? La descripción se desglosa en atributos concretos, casi un perfil psicológico: es una persona de palabra, que cumple lo que promete, una rareza en un mundo donde la promesa es a menudo un mero recurso retórico. Es una persona que permanece con otros en las buenas y en las malas, una lealtad que no se doblega ante la adversidad. Es una persona que no difama, que no habla mal de otros, una disciplina del lenguaje que pocos practican. Es una persona que obedece directrices, que se somete a una autoridad legítima, una humildad práctica. Y es una persona con sentido de pertenencia, que asume la causa como propia, que se identifica con el propósito. Una combinación de virtudes que, en su conjunto, pintan el retrato de un carácter sólido.
Segundo, capaces de enseñar a otros: esta frase, cargada de implicaciones, nos orienta a escoger personas que no solo absorben el conocimiento, sino que son capaces de reproducirlo, de transmitirlo, de sembrar en otros lo que se les ha enseñado. Una capacidad de multiplicación, de expansión de la influencia. ¿Cómo se identifica esta cualidad? Esta persona está dispuesta y atenta a lo que se le enseña, una mente abierta, una curiosidad insaciable. Esta persona, en su propio estilo, imita a quien le lidera, no por una mera mímica, sino por una asimilación de principios. Y esta persona acoge a otras y les enseña, una generosidad del espíritu, un deseo de edificar, de compartir la carga y la bendición del conocimiento.
Pero no solo Pablo ofrece estas directrices. En el Éxodo 18:21, Jetro, el suegro de Moisés, en un momento de pragmatismo y sabiduría ancestral, le aconseja sobre cómo seleccionar a los miembros de su equipo de trabajo. Le dice que quienes estén allí deben ser: hombres de virtud (o capaces), no la mera aptitud superficial, sino una solidez moral y funcional. Temerosos de Dios (obedientes a Dios), una reverencia que cimenta toda acción. Hombres de verdad (no mentirosos), la transparencia como principio fundamental. Y, crucialmente, que aborrezcan la avaricia (no amantes del dinero), una resistencia a la corrupción, a la tentación material que a menudo desvía los propósitos más nobles. La elección, entonces, no es un asunto trivial; es la primera piedra, la base sobre la cual se construye todo lo que sigue. Sin una selección cuidadosa, el edificio, por muy ambicioso que sea el plan, estará destinado a la precariedad.
Una vez que el equipo, esa improbable colección de individuos, ha sido reunido, el siguiente paso se impone con una lógica ineludible: compartir la visión. Un equipo, en su esencia más funcional, no es una mera aglomeración de personas; es una unidad que se mueve hacia una meta común, un sueño compartido, una visión que trasciende la suma de las individualidades. El líder, en este esquema, no es un mero capataz; es el visionario, el portador del futuro, y su tarea primordial es compartir claramente sus metas con el equipo. Sin esta claridad, sin esta imagen compartida, el esfuerzo se dispersa, la energía se diluye, y el propósito se pierde en el rumor de las tareas cotidianas.
La Escritura, con su pragmatismo tan arraigado en la experiencia humana, nos ofrece varios ejemplos de líderes que comprendieron y aplicaron este principio. Jesús mismo, en Juan 4:33-34, articula su propósito a sus discípulos, esas palabras que no eran meras instrucciones, sino la esencia de su misión. Una visión que los trascendía. El apóstol Pablo, en Hechos 22:14-15 y Hechos 26:15-18, narra su propio testimonio, compartiendo con la gente, y con su propio equipo de trabajo, cuál era su propósito de vida, un propósito que, a su vez, le había sido revelado por Jesús mismo. Una visión no autoimpuesta, sino de origen divino, que se comunicaba con la autoridad de una revelación. Y Josué, en Josué 1:10-18, al asumir el manto de liderazgo, comparte su visión con el pueblo de Israel, un pueblo que necesitaba dirección, un propósito común para emprender la conquista. Estos son, en su diversidad, ejemplos claros de líderes bíblicos que comprendieron el poder de una visión compartida.
Un equipo de trabajo es, en su definición más operativa, un equipo cuando tiene una meta común a la cual llegar. Cuando todos, con sus particularidades y sus habilidades diversas, corren juntos hacia esta misma meta. Cuando todos aportan, de una u otra manera, al cumplimiento de ese objetivo. Pero esta sinfonía de esfuerzos no sucederá, no podrá materializarse, si no tiene un líder que les guíe en el camino, que les unifique en pro de ese objetivo. El líder, entonces, no solo inspira; es el catalizador, el centro de gravedad que mantiene la cohesión.
Por esto, un líder debe compartir su meta con una claridad que no admita equívocos. Cada miembro del equipo debe saber, con una certeza que los impulse:
Por qué esa meta y no otra: el equipo debe entender claramente la justificación, la razón profunda de por qué deben alcanzar ese objetivo específico. El líder debe justificar la meta, no imponerla sin más, sino presentarla con una lógica que resuene con la necesidad y el propósito. Para qué están allí: el equipo debe entender claramente cuáles son las metas específicas, los hitos, los resultados esperados. La nebulosa de la intención debe condensarse en objetivos concretos y medibles. Cómo lo van a lograr: el equipo debe entender claramente cuál es el plan, la estrategia, los pasos a seguir para lograr la meta. El mapa, por intrincado que sea el terreno, debe ser legible para todos.
Sin esta claridad en la visión, el equipo, por muy bien escogido que esté, se convierte en un conglomerado de individuos, cada uno con su propia interpretación, su propio camino, destinados a la ineficacia. La visión compartida es el cemento que une las partes.
Una vez que el equipo ha sido escogido y la visión ha sido compartida con la nitidez que permite la comprensión, el trabajo, en su manifestación más práctica, debe ser distribuido. El equipo de trabajo existe, por su propia definición, para trabajar. Y debe ser el líder quien coordine el esfuerzo, quien asigne las responsabilidades. Para ello, es imperativo que el líder asigne funciones con precisión, y que el equipo, a su vez, obedezca esas directrices. Es un principio de orden, de eficiencia. Si volvemos a la carta de Pablo a Timoteo, en 2 Timoteo 2:2, nos damos cuenta de que Pablo, al dirigir a su joven discípulo, usa la palabra “ENCARGA”, lo que implica, sin ambigüedades, DELEGA. Delega a otros, comisiona a otros, envía a otros con una tarea específica y una autoridad concedida.
Jesucristo mismo, en el relato sagrado, demostró una maestría en el arte de delegar. No se aferró a la totalidad del control; preparó gradualmente a sus seguidores. Envió a los doce apóstoles, con un propósito específico, y después a otros setenta discípulos, a que encabezaran la predicación y extendieran el mensaje (Lucas 9:1-6; 10:1-7). Una delegación progresiva, una confianza que se extendía a medida que se demostraba la capacidad.
Al delegar, el líder debe tener en cuenta una serie de principios que aseguran la eficacia y el crecimiento del equipo. No es un acto de simple asignación; es una estrategia que busca potenciar las capacidades individuales.
Primero, las funciones deben ser dadas de acuerdo a los dones y talentos de las personas. La asignación no debe ser arbitraria, sino un reconocimiento de las habilidades y aptitudes únicas de cada miembro. Es el arte de colocar a la persona adecuada en el lugar adecuado.
Segundo, se debe indicar claramente qué es lo que se espera que se haga. La ambigüedad es el enemigo de la eficiencia. Las expectativas deben ser explícitas, los resultados esperados, definidos con precisión.
Tercero, el líder debe proveer capacitación a su equipo de trabajo en las áreas en las que se desempeñan. El aprendizaje continuo es esencial. La inversión en el desarrollo de las habilidades del equipo es una inversión en el éxito de la misión.
Cuarto, debe proveer, si le es posible, los recursos que la persona necesita para cumplir la labor. Sin las herramientas adecuadas, incluso la mejor intención se ve frustrada. Y si los recursos son escasos, entonces, en equipo, se debe usar el pensamiento creativo para encontrar soluciones, un desafío que a menudo revela la verdadera ingeniosidad.
Quinto, el líder debe supervisar el trabajo que se asigna, pero con prudencia. No una vigilancia asfixiante, sino un acompañamiento. Se debe dar a las personas un margen de actuación, una autonomía que les permita adquirir confianza y experiencia. No se debe estar "encima de ellos", sino a su lado, como un guía y un soporte.
Sexto, cuando se cometan errores, y los errores son una parte inevitable del aprendizaje humano, el líder debe aprovechar la ocasión para corregir y enseñar. No para castigar o denigrar, sino para transformar el tropiezo en una lección, la equivocación en una oportunidad de crecimiento.
Séptimo, y esto es crucial para la cohesión y el compromiso, es mejor si se involucra a todo el equipo en la toma de decisiones. Cuando las decisiones se sienten construidas por todos, cuando hay un sentido de propiedad colectiva, la adhesión al plan es mucho más profunda. La participación genera un compromiso que la imposición jamás podría lograr.
La compleja trama del liderazgo, entonces, se revela no como el esfuerzo solitario de una figura carismática, sino como la intrincada labor de la construcción de un equipo. Un equipo elegido con discernimiento, imbuido de una visión clara y dotado de funciones delegadas con precisión. Las desventajas de intentar hacer las cosas solo son, a la luz de esta realidad, abrumadoras: la ineficiencia, la soledad del liderazgo, la limitación de la perspectiva, la fragilidad de los resultados. La figura del líder que lo abarca todo es, en última instancia, una fantasía, una quimera que se desvanece ante la complejidad del mundo y la inmensidad de las tareas. La verdad, más sobria y más desafiante, reside en la capacidad de construir y nutrir esa rara y poderosa entidad: un equipo.
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