Tema: Evangelismo. Título: El rico y Lazaro. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz
I. EL LUGAR DE TORMENTO (Lucas 16: 19 – 31).
II. CREENCIAS ERRÓNEAS (Lucas 16: 26)
El objeto principal, la razón última por la que la Luz se hizo carne en Belén, por la cual la cruz se irguió en una colina polvorienta a las afueras de la ciudad, no fue otra que la de salvarnos de la condenación eterna. Y en ese mismo acto, en un despliegue de gracia que desafía toda lógica humana y cósmica, nos transporta a un lugar que se ha prometido desde el alba de los tiempos, un destino que está más allá de la última estrella que brilla en el firmamento. Nos saca del abismo para colocarnos en la cima de la montaña, en la presencia misma del Creador. Esta verdad no es un mero adorno para una existencia cómoda en la Tierra; es el corazón palpitante de nuestra fe. Es la promesa de que la muerte, esa sombra larga y fría que se extiende sobre todos los caminos, no es el final de la historia, sino la puerta de entrada a una realidad que se elige en esta vida.
Esta verdad no es solo un dogma teológico seco y árido; es la chispa que enciende la llama del evangelismo, la urgencia que impulsa a las misiones a cruzar océanos y montañas, a entrar en aldeas perdidas y en metrópolis de cristal. Evangelizamos para salvar vidas. No para mejorar existencias temporales, no para curar heridas de este mundo, sino para rescatar almas de una eternidad de tormento. Porque, en el fondo, nuestra misión es tan simple y tan compleja como esto: anunciar que hay un mapa, una ruta segura, para que nadie se pierda en la ciudad desconocida que es la muerte. Es un llamado a ofrecer un faro en la noche, una mano extendida en la bruma. Un llamado a decir a los que caminan ciegos que hay un camino.
Por esto, creo firmemente que meditar en la otra vida, en lo que sucede después de que la última respiración nos abandona, es como desenterrar una vieja fotografía sepia de la que habíamos olvidado el contexto. Nos confronta con nuestra propia finitud, nos consuela en medio del dolor de la pérdida, y, sobre todo, nos impulsa a una acción más profunda: la santificación, para vivir a la luz de la eternidad; la consolación, al saber que los que se han ido en Cristo están en un lugar de paz inefable; y el evangelismo personal, porque las almas perdidas están en un peligro que no podemos ignorar. Para adentrarnos en esta meditación, nos sumergiremos en una de las historias más punzantes y reveladoras que Jesús narró, la del rico y Lázaro. En ella, encontraremos una ventana al “estado intermedio”, el lugar de tormentos para los incrédulos y de gozo para los santos, una antesala de la verdadera eternidad. Luego, volaremos con Juan en el Apocalipsis para estudiar el lugar definitivo tanto para los impíos como para los santos, en un final que trasciende toda imaginación.
Es imperativo, antes de abrir las páginas de la historia, limpiar la lente de nuestra mirada. La teología nos enseña sobre este “estado intermedio”. Al morir, los incrédulos no van directamente al infierno final, sino más bien a una "sala de espera" llamada Hades o lugar de tormentos. Del mismo modo, los creyentes no se trasladan de inmediato al cielo eterno que vendrá —el cielo nuevo, la tierra nueva, la Nueva Jerusalén— sino a un lugar de descanso, que algunos teólogos han llamado “el cielo presente”. A estos dos lugares se les conoce como el Estado Intermedio. Abramos ahora la puerta de la memoria, y entremos en esta historia que nos sacude hasta los cimientos, una historia contada por Aquel que cruzó el umbral de la muerte y regresó, un testimonio de primera mano de la realidad espiritual.
El lugar de tormento (Lucas 16:19-31)
Existe una discusión acalorada entre teólogos: ¿es esta una parábola o un hecho real? Para muchos, las parábolas de Jesús eran historias inventadas para ilustrar una verdad espiritual, cuentos alegóricos que no debían ser tomados al pie de la letra. Pero yo me inclino a pensar que esta es una historia real. Tiene una particularidad que la distingue de todas las otras parábolas de Jesús: usa nombres propios. Lázaro. Es un detalle que ancla la historia en la realidad, que le da un peso de verdad tan grande que casi podemos tocarla. Cuando Jesús habló de un sembrador o de un hijo pródigo, se refirió a ellos por su papel, no por su identidad. Aquí, sin embargo, nos da un nombre, y ese nombre nos exige escuchar con una reverencia distinta. Incluso si se tratara de una parábola, las parábolas de Jesús eran espejos de la vida real, de los hechos cotidianos. Él no habría utilizado una ficción completa para describir la realidad del más allá si no estuviera anclada en una verdad sustancial. En este texto, Jesús nos abre un resquicio al mundo después de la muerte, un mundo que él conoce mejor que nadie, para darnos una idea. Y de ella, podemos aprender muchas cosas sobre el Hades, como estado intermedio de quienes se pierden.
1. La muerte no es el fin (v. 22-23a).
Nos han dicho tantas veces que el último aliento es el punto final, que la vida es una vela que se apaga y un silencio que lo cubre todo. Pero la historia de Lázaro y el rico nos susurra una verdad diferente, una verdad que el mundo moderno se esfuerza por ignorar en su afán de negación. Al morir, Lázaro no se desvaneció en la nada. Los ángeles lo llevaron al “seno de Abraham”, un lugar de gozo y alegría. Y lo mismo sucedió con el rico. Su vida no terminó con un entierro lujoso y una lápida de mármol; al morir fue llevado al Hades, un lugar de tormentos. Ninguno de los dos fue destruido en el momento de su muerte, ninguno de los dos se quedó dormido. La muerte no fue un punto y aparte, sino un punto y seguido, el inicio de una nueva existencia en un nuevo lugar.
Y aquí viene la pregunta que a muchos les confunde: ¿Por qué, entonces, pasajes como 1 Tesalonicenses 4:13 o Daniel 12:2-3 aseguran que los que mueren están dormidos? La respuesta es simple: usan una figura literaria que se llama eufemismo. Es una forma suave y gentil de describir la apariencia exterior del cuerpo cuando este muere, la quietud que se asemeja al sueño. Es el cuerpo, esa vasija de barro que nos contiene, el que descansa. Pero el alma, el espíritu, esa esencia que nos hace ser quienes somos, no duerme. No se desvanece. El alma está despierta, en un lugar de tormento o de gozo, con todos sus sentidos activos. La diferencia entre el sueño del cuerpo y el despertar del espíritu es la diferencia entre el silencio de la tumba y el rugido de la eternidad. Es el cuerpo el que duerme, esperando la resurrección, no el espíritu.
2. Sus sentidos estaban activos (v. 23-24).
El rico en el Hades no era una sombra sin forma, un espíritu vagando en la bruma. Su existencia era vívida, dolorosamente real. En ese lugar, él podía ver, y vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro en su seno. Pudo hablar, y no solo lo hizo, sino que lo hizo a gritos, “dando voces”, en un clamor desesperado que no encontró eco. Sentía una sed terrible, una sed que lo consumía más que el calor de la llama, pidiéndole a Abraham que enviara a Lázaro para “refrescar mi lengua” con una gota de agua. Y podía oír, y escuchó la respuesta de Abraham. Y sobre todo, sentía el tormento, el calor insoportable de la llama que lo envolvía, un fuego que no consumía su ser pero que lo quemaba sin piedad. La muerte, entonces, no es una liberación del dolor, sino que, para los incrédulos, es una inmersión en una realidad donde todos los sentidos están activos para experimentar un tormento que no se puede silenciar. Un tormento que es vívido y real, una realidad de la cual no puede escapar.
3. Tenía plena conciencia (v. 25-30).
Quizás el tormento más grande del rico no era el de la llama, sino el de la conciencia. En el Hades, el rico podía recordar. Abraham le dijo: “Hijo, acuérdate”. Y él se acordaba de su vida en la tierra, de los banquetes, de las ropas de lino fino, de las risas y las fiestas. Y se acordaba de Lázaro, del mendigo en su puerta, un recordatorio constante de su indiferencia y su egoísmo. La memoria, que en la vida terrenal puede ser una bendición o un lastre, en el Hades se convierte en un verdugo incansable, repitiendo las escenas de una vida sin Dios. Y tenía conciencia de la condenación que pesaba sobre él y la amenaza que se cernía sobre su familia. Sabía que sus hermanos, viviendo de la misma manera que él, iban a terminar en el mismo lugar. Y en ese dolor, la verdad más cruel: que a través del arrepentimiento se puede ser librado del tormento. Él lo sabía, lo había olvidado en vida, pero en la muerte, la verdad se le había revelado. Por eso su clamor no era solo por él, sino por sus familiares, para que un mensajero los advirtiera. La conciencia de la justicia de Dios y la retribución a una vida de pecado lo atormentaban. El hecho de que pudiera entablar una conversación racional con Abraham demuestra que seguía siendo un ser racional, emotivo y comunicativo. La muerte no lo había anulado, solo lo había trasladado a un lugar donde la memoria y la conciencia son su peor enemigo.
Aquí, surge una pregunta que nos deja perplejos: si lo que va al Hades es la parte espiritual y la resurrección no se ha dado, ¿por qué el rico parecía tener un cuerpo, con lengua y sentidos? La verdad, no hay una respuesta definitiva. Solo podemos sugerir que esto demuestra cuán íntimamente relacionados están el alma y el cuerpo, cuán inseparables son en la experiencia. Quizás en el Hades se nos otorga un cuerpo espiritual, una forma que nos permite experimentar el tormento y la conciencia de lo que fuimos. Y así, al final de los tiempos, los habitantes de este lugar pasarán al infierno después del juicio final, donde serán atormentados por la eternidad. La Escritura nos sugiere que el infierno será un lugar de peores tormentos que el Hades, un lugar donde el tormento se vuelve eterno.
Creencias erróneas (Lucas 16:26)
Abraham le dice al rico que el lugar de los muertos estaba dividido por una sima, un gran abismo. Un abismo que hacía imposible que alguien saliera del lugar de tormento al cielo presente o viceversa. Es una verdad inmutable: una vez que la muerte nos alcanza, nos quedamos fijos en uno de estos dos lugares, sin posibilidad de escape, sin un puente que nos permita cruzar al otro lado.
Esta verdad es vital porque destruye las doctrinas que nos han susurrado otras voces, otras memorias falsas. Doctrinas que enseñan que después de la muerte es posible ir al cielo, o que hay otros lugares de espera, o que reencarnaremos. La Iglesia Católica, por ejemplo, enseña sobre el Purgatorio, un estado intermedio de purificación donde van las personas que no han cometido pecados graves. Según su enseñanza, las ofrendas y oraciones de los vivos pueden ayudar a que un alma pase de allí al cielo. Pero el único sustento bíblico para esto es un versículo en 1 Corintios 3, que habla de una obra que es probada por fuego, pero que no tiene nada que ver con un estado después de la muerte, sino con la obra de la vida. Es un espejismo, una consolación humana que no resiste la prueba de la Palabra.
Otra de estas doctrinas es el Limbo, un estado intermedio donde irían los que nunca escucharon el evangelio, los enfermos mentales y los niños no bautizados. Una especie de frontera del infierno donde el fuego no los alcanza. Una historia sin fundamento que nos tranquiliza el alma, pero que no resiste la verdad de la Palabra.
Y luego está la reencarnación, una doctrina traída de oriente y creída por muchos hoy en día. Nos dice que las almas tomarán cuerpos una y otra vez, en un ciclo interminable de vidas. Pero la Biblia, con su contundencia y su claridad, nos dice en Hebreos 9:27: “Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio”. Una sola vez. No un ciclo de vidas, no un puente al más allá, no una segunda oportunidad. Un solo momento. Y después, el juicio. El abismo es real. Y es infranqueable.
El cielo presente
Pero no todo es sombra. De la misma manera que el rico fue al Hades, la historia nos muestra que Lázaro fue al “seno de Abraham”, la “sala de espera”, el lugar de descanso y gozo destinados para los que mueren en Cristo. Otros pasajes del Nuevo Testamento nos hablan de esta realidad. La existencia en este lugar es muy similar a la del Hades en cuanto a la conciencia y los sentidos, pero en un contexto de paz.
Este es un lugar de consuelo. Lázaro era consolado por las desgracias que había sufrido en la tierra. La historia del pobre Lázaro es una de las más tristes del Nuevo Testamento. Murió solo, con los perros lamiendo sus llagas. Pero en el “cielo presente”, el dolor del pasado se convierte en un recuerdo lejano, un recuerdo que ahora es un testimonio de la bondad de Dios. Los creyentes que mueren en Cristo son consolados de los dolores que vivieron en su vida terrenal. Es un bálsamo para el alma, una paz que sobrepasa todo entendimiento.
Las personas en este lugar saben que en la Biblia se encuentra todo lo que una persona necesita para ser salva. El rico le rogó a Abraham que enviara a Lázaro a advertir a sus hermanos, pero Abraham le respondió con una verdad lapidaria: "Ya tienen a Moisés y a los profetas". En otras palabras, la Biblia, la Palabra de Dios, es más que suficiente para que una persona sea salva. No necesitamos un muerto que vuelva a la vida, no necesitamos una señal sobrenatural. El evangelio, la Palabra de Dios, es la única brújula que nos puede guiar.
Y así, la historia nos lleva a un final grandioso. Al final de los tiempos, después de todos los eventos apocalípticos, aparecerán los cielos nuevos, la tierra nueva y la Nueva Jerusalén. Y este, entonces, será lo que algunos teólogos conocen como el “cielo eterno”. Muchas cosas se pueden decir de este lugar, pero enumeraremos solo algunas para encender la esperanza en nuestro corazón:
En este lugar, Dios vivirá con su pueblo para siempre y Él será su Dios. No una visita, no una presencia fugaz. Una comunión eterna.
En este lugar, no existirá ni la muerte, ni el dolor, ni el luto. Las lágrimas serán un recuerdo lejano, las heridas de la vida una historia que ya no duele.
Este será un lugar de consuelo eterno. El bálsamo del “cielo presente” se convertirá en un río de gozo que nunca se secará.
En este lugar, la comunión con Dios será íntima y personal. Veremos su rostro, como un hijo ve el rostro de su padre después de una larga ausencia.
En este lugar, no habrá sol, porque Dios mismo lo iluminará. Su gloria será la única luz, una luz que no tiene fin.
Esta es una promesa segura. Una promesa que Dios mismo nos da, para que no dudemos.
Conclusión
La historia de Lázaro y el rico nos confronta. Nos susurra que la vida después de la muerte es una realidad, una realidad de gozo o de tormento. Y esta verdad nos impulsa, con una urgencia que no se puede ignorar, a evangelizar. A contarles a los que caminan por la vida con mapas borrosos que la brújula es el evangelio, que el destino final no es la quietud de la tumba, sino un lugar de tormento o de gozo eterno. No hay un segundo chance después del Hades. Y por eso, nuestra misión es tan vital, tan urgente. Es un llamado a salvar vidas.
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