Tema: Éxodo. Título: Tabernáculo de Moises, significado. Texto: Éxodo 26: 1 – 37 Y 36: 8 - 38. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz.
I. LA ESTRUCTURA DEL TABERNÁCULO (Ver 15 – 30).
A. La tienda vendría a ser un cajón hecho de madera de acacia y recubierto de oro. Específicamente:
1. Se debeia hacer de un total de 28 tablas, cada tabla media aproximadamente 4 ½ mts de largo X 65 cm de ancho y según Josefo (el historiador judío) de 8 cm de grosor.
2. Las 28 tablas estarían distribuidas así: 20 para el lado norte, 20 para el lado sur y 8 para el occidente que vendría a ser la parte de atrás. Entonces, el área total de la estructura seria de aproximadamente 13 mts de largo por 5.2 mts de ancho.
3. Cada tabla se uniría a través de espigas o salientes y poseerían perforaciones a través de las cuales se pasaría un travesaño también de acacia y recubierto de oro para unirlas.
4. Cada tabla poseería bases de plata.
B. Éxo 26:30 Haz el santuario exactamente igual al que te mostré en la montaña.
II. LAS CUBIERTAS DEL TABERNÁCULO (26: 1 – 14)
III. EL VELO INTERIOR DEL TABERNÁCULO (31 – 35)
IV. EL VELO EXTERIOR DEL TABERNÁCULO (Ver 36 – 37)
En el inmenso paisaje del Éxodo, donde el desierto se
extiende como una metáfora de la existencia humana en exilio, el pueblo de
Israel avanzaba, errante y recién liberado, hacia una promesa cuya geografía
aún les era ajena. En el centro de esa inmensidad, entre el polvo y las dunas
implacables, Dios ordenó levantar una estructura que desafiaba toda lógica
nómada: el Tabernáculo. No fue un mandato menor, ni una sugerencia. Fue la
articulación divina de la presencia en un mundo de ausencia, el punto fijo en un
universo de movimiento. Y al contemplar la minuciosidad obsesiva del plan
revelado a Moisés, tal como se detalla en los capítulos veintiséis y treinta y
seis, uno se da cuenta de que este no era un simple edificio; era una narrativa
tejida en tela y madera, una revelación del carácter de Dios que es a la vez
Rey, Geómetra y Misericordia.
La primera verdad que nos golpea al estudiar este plan es
la urgencia de la presencia divina en el campamento humano. Dios, que es
trascendente, inalcanzable, que habita una luz inaccesible, elige confinarse—si
es que podemos usar tal palabra—en un espacio de trece metros por cinco, una
tienda portátil de campaña. Este acto, en sí mismo, es la máxima expresión de
la compasión. Y esta morada terrenal fue diseñada, no con la improvisación de
un refugio temporal, sino con la precisión de la arquitectura celestial. La
orden fue inequívoca, una constante que resonaría en la mente de Moisés:
"Haz el santuario exactamente igual al que te mostré en la montaña."
No había espacio para la invención, para el toque artístico o la opinión
personal. La fe, en este punto, es obediencia a la geometría.
La Estructura del Tabernáculo, el esqueleto de esta
morada, era un cofre sagrado de madera de acacia recubierto de oro. La madera
de acacia, dura y resistente al desierto, nos habla de la fragilidad y la
terquedad de lo humano, de nuestra naturaleza perecedera en el entorno hostil del
mundo. Pero el recubrimiento de oro puro, que cubría cada tabla, cada espiga,
cada travesaño, simboliza la gloria divina que envuelve y sostiene nuestra
debilidad. Es el incorruptible abrazando lo corruptible, la eternidad revistiendo
el tiempo. El Centurión romano, al ver la entereza de Cristo, reconoció una
realeza que trascendía la carne. Aquí, en el desierto, la arquitectura misma
grita esa misma realeza.
Las tablas, veintiocho en total, dispuestas con una
simetría rigurosa—veinte al norte, veinte al sur, y ocho para el
occidente—formaban un perímetro sagrado, sostenidas no en la arena, sino en bases
de plata. La plata, metal de la redención en la economía bíblica, era el
fundamento sobre el que se alzaba la morada. El Centurión, al reconocer la
justicia de Jesús, encontró su propia redención en la base del madero; aquí, la
redención es la base de la casa de Dios. Cada tabla se unía con espigas y
travesaños, una red de conexión que garantizaba la unidad y la firmeza de la
estructura. La casa de Dios no permite la disgregación, no tolera el caos; es,
por diseño, un Dios de orden. Su plan no admite la dejadez ni la improvisación,
sino la minuciosidad. Este orden arquitectónico es un espejo que se nos ofrece:
si la casa de Dios debe ser tan precisa, ¡cuánto más nuestra propia vida,
nuestra propia fe, debe regirse por la disciplina y la no improvisación!
Superpuesta a la rigidez de la madera y el oro venía la
profunda lección de las Cubiertas del Tabernáculo, cuatro capas que nos hablan
de la gracia, la protección y el misterio. La vida espiritual, al igual que
esta tienda, no es una única realidad monolítica, sino una superposición de
verdades, algunas visibles, otras celosamente guardadas.
La cubierta más interior era la del Lino Fino, tejida con
telas moradas, azules y rojas, y bordada con Querubines. Esta era la capa de la
Belleza intrínseca, la obra de arte diseñada por Dios mismo. Solo era visible
para los sacerdotes que servían en el Lugar Santo; estaba escondida del ojo del
campamento, oculta de la intemperie del desierto. Esta belleza interior,
custodiada por las figuras angelicales, es una metáfora de la gloria de Dios
que, en su esencia, es inaccesible pero perfectamente estética, un testimonio
de que Dios crea con una estética que abarca lo funcional y lo sublime. El
diseño, las telas, los bordados no solo cumplían una función, sino que
glorificaban la vista. La fe, por lo tanto, no es solo un código moral; es una
apreciación de la belleza de la creación, un acto de admiración estética ante
la obra del Artista Divino. .
La segunda capa, que se colocaba encima, estaba hecha de Pelo
de Cabra. De un aspecto más sobrio y menos suntuoso, su función era crucial:
proveer la impermeabilización, el aislamiento. Era el material pragmático que
protegía la belleza interior de las lluvias torrenciales y el polvo del
desierto. Es la capa de la realidad. La vida de fe está hecha de lino fino y
querubines, sí, pero también necesita la resistencia simple y áspera del pelo
de cabra para sobrevivir a la intemperie. El Centurión, en su camino de
conversión, no solo vio el perdón (la belleza), sino también el sudor y la
sangre (la realidad) de Cristo.
Las dos cubiertas exteriores eran aún más ásperas: pieles
de Carnero teñidas de rojo y, finalmente, pieles de Tejón (o un cuero similar).
Estas últimas, sin adornos, resistentes y funcionales, eran la vista que el
campamento tenía del Tabernáculo. Desde afuera, no se veía el oro ni el lino
bordado, sino una cubierta simple, casi ordinaria, confundida con el paisaje del
desierto. El misterio se esconde tras la simplicidad, la gloria se protege con
la capa de lo común. Y aquí radica otra enseñanza profunda: el Reino de Dios,
en su manifestación terrenal, a menudo se presenta sin pompa ni ostentación,
para que la fe no se base en el espectáculo, sino en la revelación que penetra
la superficie.
El corazón de la morada, sin embargo, lo definían los Velos,
las cortinas que eran umbrales y barreras. Eran, en esencia, la teología
espacial del Tabernáculo.
El Velo Interior (v. 31-35) era la divisoria absoluta.
Colgado de cuatro postes de acacia recubiertos de oro y con bases de plata,
separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo. Este velo era de una belleza
idéntica a la cubierta interior: lino, telas moradas, azules, rojas, y bordado
con querubines. Esta barrera no era una pared opaca, sino una cortina de
majestad y misterio. El Lugar Santísimo, donde se encontraba el Arca y el Propiciatorio—el
trono de la misericordia—era la habitación de la presencia inmanente de Dios,
el sitio donde Su voz resonaba entre los querubines. Ningún hombre, salvo el
Sumo Sacerdote, y solo una vez al año, podía traspasar ese umbral y vivir. .
Este velo, con su espesor y su belleza, era el símbolo
irrefutable de la separación que el pecado había introducido entre Dios y el
hombre. La justicia divina exigía el aislamiento del pecador de la santidad
absoluta. Pero la fe nos enseña que este velo era una promesa en espera. Y esa
promesa se cumplió en el momento exacto en que Jesús, el Rey crucificado,
entregó Su espíritu. El Centurión presenció el fenómeno sísmico y la oscuridad,
pero la Escritura nos revela el otro fenómeno, más trascendental, que ocurrió
en el templo: el velo se rasgó de arriba abajo (Mateo 26:51). Este rasgado,
vertical y divino, no fue un acto humano. Fue el Cielo mismo abriendo un
camino. La muerte de Cristo, Su cuerpo roto, se convirtió en el fin de la
barrera. El velo rasgado significa que Cristo había abierto el camino al cielo
para Sus seguidores, transformando la exclusividad sacerdotal en la accesibilidad
total. La compasión de Dios, al igual que la que el Centurión vio en la cruz,
se hizo un pasaje, una entrada libre al Trono de la Gracia.
El Velo Exterior (v. 36-37) era la cortina que separaba
el Lugar Santo del Atrio, la puerta de entrada a la morada. Hecha de los mismos
colores, pero suspendida de cinco columnas con bases de bronce, nos habla de la
invitación. Si el Velo interior era la separación rota por Cristo, el Velo
exterior era la invitación constante. Dios no desea la reclusión; anhela la
comunión. El camino para entrar en Su presencia está dispuesto, hecho de
belleza y de colores reales: el azul que evoca el cielo, el púrpura de la
realeza y el carmesí que grita sacrificio.
Al contemplar la totalidad de este plan meticuloso, se
revela el carácter inmutable de Aquel que ordenó su construcción. La ejecución
de este plan, narrada en Éxodo 36, fue una obra de precisión y obediencia que
es, en sí misma, una lección ética.
En primer lugar, vemos a un Dios Rey. La profusión de oro
en cada detalle, el uso de las telas más ricas y, sobre todo, la presencia de
los querubines bordados, son firmas de la majestad. Los querubines custodiaban
el Edén y flanqueaban los tronos de los reyes en el antiguo Medio Oriente.
Aquí, no eran decoraciones, sino guardianes que afirmaban que la morada era el
palacio de YHVH, el Soberano del universo. El Tabernáculo era, por lo tanto, el
punto donde Su gobierno se manifestaba sobre Su pueblo exiliado.
En segundo lugar, se nos revela un Dios de Orden. La
arquitectura sagrada es la antítesis del caos y la improvisación. La
minuciosidad de las medidas, el encaje de las tablas, la geometría de las
cubiertas. Dios no actúa en la dejadez. El planeamiento y la precisión son
evidentes en este capítulo, un llamado a que nosotros, hechos a Su imagen, nos
esforcemos por reflejar ese orden en nuestras vidas. Si la casa temporal de
Dios fue construida con tal disciplina, ¡cuánto más debemos vivir con propósito
y con un plan guiado por Su Palabra!
En tercer lugar, se manifiesta un Dios que crea con
Estética. El Tabernáculo no fue diseñado solo para ser funcional, sino para ser
bello a los ojos. Los colores, los bordados, la combinación de metales
preciosos dan cuenta de un Creador que valora la belleza y que nos la ofrece
como un camino hacia Su corazón. La fe no es gris; está adornada con la riqueza
del arte y la belleza, un eco de la perfección que perdimos en el Jardín.
En cuarto lugar, y tal vez lo más crucial, vemos a un Dios
Misericordioso. El punto focal de toda la estructura, el corazón palpitante del
Santísimo, era el Propiciatorio, el lugar de la expiación. La mención de este
elemento nos recuerda de nuevo la naturaleza compasiva de Dios. Él nunca deseó
el sacrificio por sí mismo, sino la restauración de la relación. Dios siempre
ha deseado bendecir y perdonar a Su pueblo, y usó el Tabernáculo como el medio
para hacerlo. La Epístola a los Hebreos nos afirma que este Tabernáculo
figuraba también la morada de Dios en el cielo, en la cual Jesucristo, al
rasgar el velo con Su carne, entró para siempre (Hebreos 9:11-12), inaugurando
un acceso eterno basado en la misericordia y no en el rito.
Finalmente, el Tabernáculo se alza como un Dios de
Revelación. Él no nos deja sin instrucción. Nos ha dado Su Palabra, y el plano
mismo del Tabernáculo es una palabra revelada, una instrucción de cómo
acercarnos a Su santidad. Hoy, Su morada no es ya la tienda temporal, sino el
corazón del creyente, y Su revelación no ha cesado. Él nos sigue mostrando
cosas cuando ellas son necesarias para nuestro camino y nuestro destino.
Así, la historia del Tabernáculo no es una lección de
arqueología, sino la verdad de la Comunión. Nos habla de la fragilidad humana
cubierta por la gloria divina, del caos disciplinado por la geometría
celestial, y de la separación redimida por la misericordia. Y al igual que el
Centurión, que vio la esencia de la realeza en la cruz, nosotros vemos la
esencia de Dios en la estructura: un Rey que ordena el universo con precisión y
que, por amor, rasgó Su propia cortina para que Sus hijos pudieran entrar. La tienda
nómada en el desierto es, en última instancia, el mapa de la salvación que
culmina en Cristo, la morada perfecta de Dios entre los hombres.
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