Tema: Éxodo. Título: Recursos para el tabernaculo : La Sorprendente Verdad Detrás de la Ofrenda. Texto: Éxodo 25: 1 – 9; 35: 4 – 9; 35: 20 – 29; 36: 2 – 7. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz
I. LA ACTITUD.
II. LA OFRENDA (Éxodo 35: 5 – 9)
III. EL RESULTADO.
La primera pincelada de esta epopeya de construcción no se encuentra en el oro reluciente o las maderas preciosas, sino en la actitud del corazón. La ofrenda que Yahvé solicitó para la edificación de Su morada no era una imposición mecánica, sino una invitación a una danza espiritual, una comunión con el acto creador. Tres condiciones, implícitas como el aliento en cada palabra divina, se tejían en el tapiz de esta demanda.
Primero, era un mandamiento (Éxodo 35:4). Una directriz, sí, pero no una cadena. Un sendero señalado por la Sabiduría misma, que nos guía hacia lo que es bueno y justo. Es la ley divina que, lejos de oprimir, libera el verdadero potencial del alma.
Segundo, y aquí reside la maravilla, debía ser voluntaria (Éxodo 35:5). Moisés, el líder impetuoso, no podía forzar, no podía coaccionar. La mano que entregaba el don debía ser guiada por la libertad del espíritu, no por la compulsión. Un ofrecimiento que naciera de la fuente más pura del ser, sin la sombra de la obligación humana.
Y tercero, la condición más profunda: debía nacer del corazón (Éxodo 25:2). No una ofrenda fría, calculada, sino una exhalación de buen sentimiento, de afecto genuino, de un deseo ardiente de participar en la obra divina. Una ofrenda que llevara impresa la huella del amor y la devoción.
Y la respuesta del pueblo, oh, hermanos, fue un eco glorioso de esta divina expectativa. Así fue dada, en efecto. Las Escrituras nos relatan cómo aquellos que tuvieron la iniciativa propia, aquellos cuyos corazones ardían con buenos sentimientos, acudieron. Hombres y mujeres por igual, sin distinción de rango o género, se acercaron con sus tesoros (Éxodo 35:21-22). No hubo necesidad de látigos o amenazas; la chispa divina había encendido una llama en cada alma dispuesta.
Esta es la misma melodía que Dios busca hoy en nosotros. La ofrenda que Él nos pide, sea de nuestros bienes, de nuestro tiempo, de nuestros talentos, resuena con los mismos acordes celestiales. Ella es un mandamiento, una invitación a participar en Su propósito eterno. Aun así, a pesar de ser un mandamiento, no es una obligación impuesta por la fuerza; debe ser voluntaria, un acto de amor libre y consciente. Y, sobre todo, debe ser dada con buenas intenciones y sentimientos (2ª Corintios 9:7; compare con 1ª Corintios 16:1-2). Una ofrenda sin corazón es un cascarón vacío. Dios no necesita nuestro oro; necesita nuestro amor. No busca nuestros bienes; busca nuestra devoción.
Y ahora, el tapiz se despliega para revelar la magnificencia de la ofrenda material misma (Éxodo 35:5-9). Moisés, con la precisión de un arquitecto celestial, delineó los materiales que habrían de tejer la morada de Dios. No era una lista cualquiera, sino un inventario de lo más preciado, lo más puro, lo más simbólico de la creación y de la riqueza humana.
Se pidieron metales preciosos: el oro de la divinidad, la plata de la redención, el cobre de la resistencia y el juicio. Materiales que brillaban con la luz de lo eterno.
Luego, las telas: azul como el cielo que cubría sus cabezas en el desierto, púrpura (o morado) como la realeza del Rey que moraría en medio de ellos, carmesí (rojo) como la sangre del sacrificio, y el lino fino, blanco y puro, que representaba la santidad sin mancha. Cada fibra, un susurro de teología.
Las pieles: pelo de cabras, rústico y protector; pieles de carnero teñidas de rojo, que evocaban la ofrenda por el pecado; y las enigmáticas pieles de tejones (o marsopa, o de delfín, o pieles finas), duraderas e impermeables, un velo protector sobre la santidad.
La madera de acacia: resistente y duradera, encontrada en el desierto, símbolo de la vida que florece donde menos se espera.
El aceite y las especias aromáticas: para la luz perpetua de la unción y el perfume del incienso, que ascendía como la oración.
Y finalmente, las piedras preciosas, como el ónice, incrustadas como estrellas en el pecho del sumo sacerdote, representando a cada tribu de Israel ante el rostro divino.
Hoy, la manifestación de nuestra ofrenda ha tomado una forma diferente. En el contexto de nuestro mundo, es el dinero lo que, en su mayoría, se requiere para sostener la obra del Reino. Pero esto no despoja a nuestras ofrendas de su valor espiritual; al contrario, las eleva. Y tampoco borra la posibilidad de que nuestras ofrendas puedan ser dadas en especie, en talentos, en tiempo, en habilidades, en la entrega de nosotros mismos. La sustancia puede cambiar, pero la esencia del corazón que da, permanece.
Y así llegamos al resultado, al testimonio palpable de la generosidad desbordada. Lo que se pidió fue traído, y aún más.
En cuanto a los metales preciosos, hombres y mujeres, con corazones impulsados por el espíritu, trajeron joyas, cadenas, zarcillos, anillos, brazaletes, y toda clase de oro (Éxodo 35:22). Cada pieza, un fragmento de su historia personal, ahora consagrado. Y aquellos que poseían plata o bronce, lo trajeron sin dudar (Éxodo 35:24).
Las telas llegaron en abundancia: azul, púrpura, carmesí, lino fino (Éxodo 35:23). Y aquí la maravilla: todas las mujeres sabias de corazón, con sus propias manos, hilaron y trajeron lo hilado, su habilidad convertida en adoración (Éxodo 35:25).
Las pieles también fueron provistas por cada hombre y mujer dispuesto: pelo de cabras, pieles de carneros teñidas de rojo, pieles de tejones (Éxodo 35:23, 26). El trabajo de sus manos y el fruto de su ganado, todo puesto a disposición.
La madera de acacia, la encontramos en las manos de todo aquel que la tenía, para toda la obra del servicio (Éxodo 35:24).
El aceite y las especias, esos elementos sagrados, fueron traídos por los líderes, con un sentido de responsabilidad y provisión (Éxodo 35:28).
Y las piedras preciosas, el ónice y las que adornarían el efod y el pectoral, también llegaron por manos de los líderes (Éxodo 35:27).
¿De dónde consiguieron el pueblo, errante en el desierto, tales riquezas? Es una pregunta que nos obliga a mirar la providencia divina con nuevos ojos. De los presentes recibidos de los egipcios al salir de la esclavitud (Éxodo 3:21-22; 11:2; 12:33-36), de esa asombrosa mano de Dios que transformó la opresión en provisión. Probablemente también de los despojos de victorias como la obtenida sobre los amalecitas en Refidim (Éxodo 17:8-16), o quizás del comercio con las caravanas que cruzaban la península del Sinaí. Dios, en su infinita sabiduría, había preparado el camino y los recursos mucho antes de que la orden fuera dada.
Y lo más asombroso, lo inusual, lo que nos deja sin aliento, se nos relata en Éxodo 36:3-7. Cada mañana, los hijos de Israel seguían trayendo sus ofrendas. Tanta, tanta fue la abundancia, que los mismos maestros de la obra, los artesanos que labraban la visión, tuvieron que acercarse a Moisés. Su mensaje: "Lo que trae el pueblo es demasiado para la obra que el Señor ha mandado que se haga." ¡Demasiado! Moisés tuvo que mandar pregonar entre el pueblo que no trajeran más ofrenda.
Este es el eco de la generosidad que debe caracterizar al hijo de Dios. En la obra de Dios, hermanos, no debería faltar nada, porque la iglesia de Dios, el pueblo de Dios, cuando se entrega, da lo que se necesita, y lo da en abundancia. Este es el tipo de respuesta que mueve el cielo y que llena la tierra de Su gloria. Es la ofrenda que no solo satisface una necesidad, sino que desborda en gratitud y amor.
La historia del Tabernáculo, tejida con hilos de oro y fibra de cabra, con el eco de los yunques y el susurro de las oraciones, nos revela un poder que va más allá de la materia: el poder de la generosidad desinteresada y la obediencia gozosa. Dios, en su infinita sabiduría, siempre provee el camino y los medios. Pero es cuando su pueblo, con un corazón dispuesto y abundante, responde con una entrega que supera toda expectativa, que Su obra no solo se cumple, sino que se manifiesta en superabundancia. Este relato del Éxodo no es solo un fragmento antiguo; es un modelo vivo, una verdad atemporal, un desafío vibrante para nuestra generosidad hoy. ¿Estamos listos para desbordar en nuestra entrega, para dar hasta que ya no haya necesidad de dar más?
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