Tema: Éxodo. Título: ¡Atención! Dios te dice: "YO HE LLAMADO" – Descubre tu Propósito Secreto
Texto: Éxodo 31: 1 – 11; 35: 30 – 35; 36: 1 – 2. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. DIOS ESCOGE A LOS ELEGIDOS. (Vr 31: 2; 6).
II. DIOS CAPACITA A LOS ELEGIDOS (31: 3 – 5; 35:31, 35; 36:1).
III. DIOS REPLICA A LOS ELEGIDOS. (Ver 35:34).
Así como Dios llamó, capacitó y replicó talentos para el Tabernáculo, hoy Él sigue eligiendo a cada creyente para Su Reino. Nos dota con sabiduría y habilidades por el Espíritu Santo, y nos capacita para enseñar a otros. No temas al llamado; tienes lo necesario para cumplir tu propósito irremplazable en la obra de Dios.
Porque Él, en su designio inescrutable y preciso, había escogido a los elegidos, como se desvela en la quietud de Éxodo 31, versículo 2, y luego nuevamente en el 6, una elección que no era azarosa, no el simple tanteo de una mano en la oscuridad buscando la primera silueta que emergiera de la masa informe, no, sino un discernimiento profundo, una mirada que penetraba la piel y el hueso hasta alcanzar el germen mismo de la vocación, la potencia latente en el espíritu de dos almas singulares, dos hombres apartados entre la innumerable multitud de Israel para cumplir con esa labor tan específica, tan minuciosa y trascendente de construir cada detalle, cada filigrana del Tabernáculo, ese universo en miniatura de cortinas y altares, de candeleros y arcas sagradas, y estos hombres, cuyos nombres resuenan aún con la gravedad de un eco ancestral, eran: Bezaleel, cuyo nombre mismo, como un oráculo silencioso, murmuraba "bajo la sombra (o la protección) de Dios", un hombre de la tribu de Judá, hijo de Uri y nieto de Ur, un linaje que se extendía en la memoria del pueblo, y Aholiab, cuyo nombre, con la dulzura de una melodía arcana, significaba "la tienda del padre", de la tribu de Dan, hijo de Ahisamac, dos raíces distintas convergiendo en un mismo propósito divino. Y más allá de esta elección particular, esta selección tan puntillosa que apuntaba a la singularidad del talento y la obediencia, se extendió un llamado general, un eco que se expandió por los campamentos, convocando a todo aquel que, en lo profundo de su ser, sintiera la pulsación de una destreza, de un arte, de una habilidad que pudiera ser ofrendada a la gran obra (Éxodo 35:10), y la respuesta, sí, fue un testimonio vibrante de corazones que se abrieron al llamado, con las manos prestas y el espíritu dispuesto, mujeres cuyas manos eran hábiles con el huso y la aguja (35:25-26), tejiendo los hilos de colores y los linos finos, y hombres (36:2) que se acercaron con la fuerza de sus brazos y la destreza de sus artesanos, todos a una, congregados por una misma voz, un mismo propósito.
Porque hoy, en el desorden ruidoso de nuestras ciudades y el silencio apacible de nuestros hogares, la obra ha mutado en su forma visible, ya no se trata de erigir una tienda de encuentro con sus cortinas de lino retorcido y sus tablas de acacia recubiertas de oro, no, el Tabernáculo se ha transfigurado en algo más vasto, más inmaterial y, sin embargo, profundamente real: el reino de Dios, esa expansión silenciosa pero imparable de la voluntad divina en el corazón de la humanidad, y para esta edificación que trasciende el tiempo y el espacio, la mano invisible de Dios sigue extendiéndose, sigue susurrando el llamado a cada creyente, a cada alma que ha sido lavada y redimida, para que voluntariamente, con la entrega de un corazón que ha conocido el amor desmedido, participe de esta obra magna, y de la misma manera exacta en que a Bezaleel y Aholiab les fueron asignadas tareas específicas, irremplazables en la confección de cada detalle, de cada joya engastada y cada tallado de madera, así mismo, con esa misma precisión que solo lo divino puede calibrar, cada creyente, tú y yo, tenemos un lugar, un propósito irremplazable, una labor para la cual hemos sido diseñados, una hebra única en el vasto tapiz del reino, un eslabón indispensable en la cadena de la gracia.
Y esta elección, esta asignación, no era, no podía ser, un acto de mera voluntad divina sin la subsiguiente provisión, porque Él, en su infinita sabiduría y su desbordante amor, no solo escoge a los elegidos, sino que también los capacita, derramando sobre ellos un torrente de dones, de habilidades que se entrelazan con lo más profundo de su ser, como se narra con una belleza precisa en Éxodo 31, versículos 3-5, y de nuevo en 35:31, 35 y 36:1, una dotación que va más allá del simple aprendizaje de un oficio, es una infusión, un soplo de lo divino en la arcilla humana. Nos dice la lectura que les fue dado, en términos que resuenan con una profundidad que toca el alma del artesano y la mente del estratega: sabiduría, esa Jokmah hebrea que no es solo la acumulación de conocimiento libresco, sino la capacidad de naturaleza técnica, la habilidad innata para el diseño, para la invención de formas que antes no existían, y más aún, la astucia bendita, el conocimiento y la pericia para tomar las decisiones correctas en el momento más oportuno, una habilidad que se extiende desde el tallado de una piedra preciosa hasta la dirección de un equipo de constructores; luego, inteligencia, esa tebunah que es también entendimiento, la capacidad de discernir, de comprender las complejidades de un plano divino, de unir piezas que parecen dispares en una armonía perfecta, una mente que no solo sabe, sino que comprende la esencia de las cosas.
Y más allá de la sabiduría y la inteligencia, una chispa que enciende la llama en el corazón del artista: la capacidad creativa, esa habilidad de "inventar diseños… para trabajar… para engastarlas… para trabajar en toda clase de labor", una imaginación santificada que ve más allá de lo visible, que concibe formas y texturas, colores y brillos que honran la majestuosidad de Aquel para quien se edifica, y es aquí donde la revelación se hace aún más profunda, más íntima, porque todo esto, toda esta dotación de habilidades técnicas y artísticas, de ingenio y destreza, no era un simple don natural, no, sino el resultado de la llenura del Espíritu Santo, una verdad que nos golpea con la fuerza de una epifanía. Es crucial resaltar que esta llenura del Espíritu no les fue dada para una labor que llamaríamos "eminentemente religiosa" en nuestro sentido moderno —como predicar desde un púlpito o sanar a los enfermos, aunque el Espíritu hace todo eso—, sino para una labor que clasificaríamos como "secular": la carpintería, la metalurgia, el tallado de piedras, el diseño de telas. Esto, en su sencillez abrumadora, nos desvela una verdad liberadora: el Espíritu Santo no solo se relaciona con lo que conocemos como dones espirituales, esos carismas que se manifiestan en la iglesia, sino también con lo que llamamos talentos, esas habilidades innatas o cultivadas que a menudo relegamos a la esfera de lo "mundano". No hay labor que se realice con excelencia para la gloria de Dios que no sea santificada por Su Espíritu.
Y este pensamiento, esta verdad que se despliega como un bálsamo sobre el alma, debería ser un confort inmenso, una fortaleza inquebrantable para aquellos que, hoy, se encuentran sumergidos en el ministerio, batallando en el campo de la fe, o incluso para aquellos que sienten la punzada del llamado, pero se ven asaltados por el miedo, por la duda de su propia suficiencia, la voz susurrante que insinúa "no soy capaz", "no tengo lo necesario". ¡Despierta! Has sido llamado, sí, y en ese llamado reside la promesa inquebrantable de la dotación necesaria. Porque si Él te llama, Él te equipa; si Él te envía, Él te capacita; si Él te pide, Él te provee. No hay vacío en Su designio, no hay tarea para la que Su Espíritu no sea suficiente, no hay talento que no pueda ser ungido y magnificado para Su gloria.
Y el río de la gracia, una vez que fluye, no se estanca en un solo punto, no se limita a un par de vasos elegidos, sino que se derrama, se propaga, porque Dios no solo elige y capacita, sino que también replica a los elegidos. En Éxodo 35:34, un versículo que a menudo pasamos por alto en su discreta pero profunda implicación, se nos revela que Dios no solo dotó a Bezaleel y a Aholiab con la capacidad para "inventar diseños" y "trabajar en toda clase de labor", sino que también les dio la habilidad de enseñar a otros. Una habilidad transferible, una gracia que se desdobla y se multiplica, porque el don no era para ser acaparado, sino para ser derramado, compartido, extendido a otras manos que, a su vez, aprenderían y edificarían.
Este principio, tan sutilmente expresado en la construcción del Tabernáculo, resuena con una fuerza inmensa en las palabras de Pablo a Timoteo (1 Timoteo 2:2), donde el apóstol expresa el deseo ferviente de Dios de que el evangelio se propague, de que los creyentes no sean solo receptores pasivos, sino multiplicadores activos, replicadores de la verdad y de las habilidades del Reino. Es la estrategia divina, el método infalible para extender el reino de Dios: de uno a muchos, de la capacidad al discipulado, del don individual a la capacitación colectiva. Porque la obra no se detiene en una sola generación o en un puñado de líderes carismáticos, no, sino que se perpetúa a través de la enseñanza, del modelado, de la transferencia de la unción y la habilidad. Somos llamados a ser sembradores de dones, facilitadores de vocaciones, a desatar el potencial que el Espíritu ha depositado en cada hermano y hermana, creando así una red, una telaraña de servicio que abarque cada rincón de la tierra, cada faceta de la vida.
Y así, en el fluir del tiempo, desde los campamentos del desierto donde se erigía una tienda sagrada, hasta el vasto y complejo mundo de hoy, la voz de Dios sigue resonando, clara y persistente: "Yo he llamado." Él sigue eligiendo, con una precisión que asombra, a cada creyente para un lugar único, irremplazable en Su Reino. No solo llama, sino que, con una generosidad que desborda toda medida, capacita con sabiduría, inteligencia, capacidad creativa, infundiendo Su propio Espíritu en habilidades que podríamos llamar seculares, transformándolas en instrumentos de gloria. Y en Su sabiduría infinita, no solo capacita, sino que replica el don, el llamado, la habilidad, empoderándonos para enseñar, para multiplicar, para extender Su reino a través de la vida de otros. No hay lugar para el miedo, para la duda, para el susurro de la insuficiencia. El llamado ya es la garantía de la dotación. Tienes, en lo más profundo de tu ser, lo necesario, lo divinamente implantado, para cumplir tu propósito irremplazable en esta gran obra de Dios. Solo escucha, obedece, y deja que Su Espíritu obre a través de ti.
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