Tema: La crucifixión. Título: Tengo sed. Texto: Juan 19: 28 – 30. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz
I NOS RECUERDA SU HUMANIDAD (Ver 28 c)
II NOS RECUERDA LAS PROFECÍAS (Ver 28 b)
f. Predecía la sed del Mesías (Ver 15).
III NOS RECUERDA SU VALENTÍA (Ver 19: 29 – 30ª)
IV NOS RECUERDA EL CASTIGO.
V NOS RECUERDA NUESTRA SACIEDAD.
Tengo Sed: Reflexiones sobre
la Crucifixión de Cristo
Es imposible, para el que respira bajo este cielo no sentir una punzada al pensar en la pasión. Una vibración extraña, como la cuerda de un violín que se tensa hasta el límite del desgarro. No se puede. Es un acto que desgarra la mente, que se fuga de la comprensión. Tanta crueldad, tanta agonía desbordada. Nuestro entendimiento es una vasija demasiado pequeña para contener la inmensidad de lo que Jesús vivió. Tantas cosas, se agolpan, como sombras en la periferia de la visión. Pero hoy, en este murmullo de la tarde, nos detendremos en una de ellas. Una palabra, un aliento apenas audible en medio del tormento. La sed. Veremos cómo ese clamor, esa simple verdad de la boca reseca, nos recuerda fragmentos de una verdad mayor, como cristales dispersos en la arena. La sed de Cristo en la Cruz.
I. El eco de lo humano. El versículo 28, en su desnuda honestidad, nos lo arroja a la cara. Cuando Jesús, el Verbo encarnado, el que sostenía el universo con un pensamiento, exhala ese "Tengo sed", no es un lamento teatral. Es una revelación. En ese simple hecho, Él se yergue como hombre, plenamente, irrevocablemente hombre. No es un fantasma etéreo, como los gnósticos, con sus murmullos sobre espíritus que no tocan el polvo, pretendían. No es una ilusión que flota por encima del dolor. Es carne, hueso, nervio, sangre. Y la divinidad que lo envolvía, ese manto de luz eterna, no le restó un ápice de su humanidad. Nuestro Señor sintió la sed con la misma crudeza, la misma desesperación que puede sentirla cualquiera de nosotros. Como la siente una criatura extraviada en la extensión de un desierto sin fin, donde el sol es un martillo implacable y el agua un espejismo cruel. Es la sed que quema la garganta, que raspa la lengua, que seca los labios. La sed que grita desde lo más profundo del cuerpo mortal.
II. El murmullo de las profecías. Y el texto, en su precisión, añade una capa más al misterio. Dice que Jesús exclamó estas palabras "¡para que la Escritura se cumpliese!" (Juan 19:28b). No fue un gemido al azar, sino un acto deliberado, un eslabón en una cadena forjada en la eternidad. ¿Cuáles Escrituras? La mente se apresura a los viejos rollos, a los antiguos cantos. Se refería, con una certeza inquebrantable, a dos profecías que, como hilos de oro, debían entrelazarse en la trama del Mesías. Se encontraban en los Salmos, en el Salmo 22:15 y en el 69:21. ¿Qué susurraban esos Salmos, escritos siglos antes, en el aliento de un poeta?
El Salmo 22. Una pieza que, al leerla, te envuelve como un sudario. Uno se da cuenta, con un escalofrío que recorre la espina dorsal, de que muchas de las cosas que allí se proclaman se desplegaron con una exactitud escalofriante en la cruz. Era un relato anticipado, una suerte de presagio parcial de lo que le sucedería a Jesús en aquel madero. Como si un velo se hubiera levantado, permitiendo una visión de futuro mil años antes. ¿Qué decía el Salmo, entonces, en su voz profética?
Predecía, con amarga claridad, las burlas de las que sería objeto el Cristo (Salmo 22:7-8). Las voces que se alzaron en el Gólgota, las mofas, los desafíos insolentes, eran un eco de lo ya escrito (Mateo 27:36-44). Predecía que las manos y los pies del Mesías serían traspasadas (Salmo 22:16). Las heridas abiertas, los clavos implacables, la agonía que se filtraba por cada orificio, eran un cumplimiento palpable (Juan 20:25). Predecía que echarían suertes sobre las ropas del Mesías (Salmo 22:18). Los soldados, ajenos a la tragedia cósmica que se desarrollaba sobre sus cabezas, jugando por un manto, cumplían sin saberlo una escritura antigua (Juan 19:23-24). Predecía el desamparo del Mesías, ese clamor desgarrador que se rompió en el aire: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Salmo 22:1, Mateo 27:46). Predecía el descoyuntamiento de sus huesos y la debilidad que le abrumaría (Salmo 22:14). El cuerpo retorcido, la columna vertebral que se alargaba, la vida que se drenaba. Y sí, predecía la sed del Mesías (Salmo 22:15).
Y luego, el Salmo 69:21. Una pequeña adición, pero con un peso inmenso. Predecía el vinagre y la hiel que bebería el Mesías, un trago amargo que hallamos fielmente cumplido en el relato del evangelio.
Nos damos cuenta, entonces, como si un velo cayera de nuestros ojos, que estos Salmos no eran simples cantos poéticos. Eran pequeños relatos de la cruz, esbozos de la agonía, trazados alrededor de mil años antes de que el evento ocurriera. Y todos, cada detalle, cada sombra, se cumplieron en Jesús, en la crudeza de su crucifixión. La sed, ese simple gemido, era parte de un plan inmenso, de un lienzo pintado con pinceladas de eternidad.
III. La quietud de la valentía. Dice el relato, en su brevedad que corta el aliento (Juan 19:29-30a), que cuando Jesús clamó por agua, le acercaron una rama de hisopo, una esponja empapada en vinagre. Un gesto que, en medio de tanta crueldad, de tanta sangre derramada, de tanto dolor sin nombre, pareció un acto de misericordia.
Los soldados romanos, los que caminaban por la periferia de la sociedad, y las clases más bajas, solían beber una mezcla simple: agua y vino. La llamaban "posea". Para nosotros, es vinagre. Seguramente de esa mezcla, de esa acidez que raspa la garganta pero mitiga la sequedad, es de lo que Jesús bebió para calmar su desesperante sed. Un alivio efímero en el abismo del sufrimiento.
Pero al leer esta sección, el alma evoca otra imagen, una muy parecida, que se desplegó al inicio de la crucifixión. En Marcos 15:23, a Jesús se le ofrece vino mezclado con hiel. Esta mezcla, lo sabemos, era un narcótico. Se usaba para adormecer a los crucificados, para mitigar el tormento incesante, para sumergirlos en una niebla que los alejara del horror. Pero Jesús, al probarla, la rechazó. Es un acto que te deja sin aliento. La capacidad de Jesús para soportar el dolor en su plenitud, sin velos, sin atenuantes, es asombrosa. Y en esa negativa, en esa elección consciente de sentir cada punzada, cada espasmo, se revela su inmensa valentía. No evadió la copa amarga.
Sería un ejercicio saludable, para nosotros, en nuestros propios momentos de dolor. Especialmente cuando el dolor no es físico, sino esa punzada sorda, esa herida abierta que es el dolor emocional. Cuando el alma se desgarra por la traición, por la pérdida, por la soledad que muerde. Pensar en esa valentía silenciosa de Cristo, en su elección de sentirlo todo, puede darnos una fortaleza extraña, una quietud en medio de la tormenta interna.
IV. La sombra del castigo. En la cruz, Jesús no es solo un hombre que sufre. Es más. Está siendo hecho pecado por nosotros. Está recibiendo, en su cuerpo lacerado, en su alma quebrantada, el castigo que merecíamos nosotros. Es un intercambio cósmico, una sustitución inimaginable. Está tomando nuestro lugar. Cada cosa que le ocurrió, cada látigo que rasgó su piel, cada espina que se clavó en su frente, cada burla, cada escupitajo, cada hora de agonía, todo, absolutamente todo, lo merecíamos nosotros. Cada gota de sufrimiento era el castigo por nuestro pecado.
Y la sed. Esa sed que quemaba su garganta, era también parte de ese castigo. Una porción del precio. De hecho, la sed es, en la Biblia, una forma de castigo por los pecados. Una sed que se extenderá, sin fin, en la oscuridad del infierno.
Lucas 16:23-24 nos abre una rendija a ese mundo de ultratumba, una revelación que eriza los cabellos. Nos muestra los castigos de los condenados. Y fíjense bien. La primera exclamación del rico, aquel que en vida vivió en opulencia y despreció la miseria de Lázaro, no es por el rigor del fuego que lo consume, ni por los gusanos que le carcomen la carne. Su primer lamento tiene que ver con la sed que siente. "Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama." En el infierno hay sed. Una sed que no se apaga, una sed eterna. Porque la sed, en su esencia más profunda, es castigo por los pecados.
Y aquí, la pregunta se clava como una aguja fría en el corazón: ¿Tendrá usted que experimentar la sed del infierno? ¿Esa sequedad eterna, ese anhelo insaciable que nunca se sacia? ¿Tendrá que hacerlo por no haber querido acogerse, por haber rechazado, la oferta de salvación que mana, gota a gota, de la Cruz? Es una pregunta que no espera respuesta inmediata, sino que se asienta, pesada, en la quietud de la conciencia.
V. La promesa de la saciedad. Pero la historia no termina en la sombra del castigo. Hay una luz que se filtra, una promesa que se eleva por encima del dolor. La verdad es que por la sed que sintió Jesús, por esa agonía que Él bebió hasta la última gota, nosotros hemos tenido la inmensa, la milagrosa oportunidad de ser saciados de nuestra propia sed espiritual. De esa sed profunda que nos carcome por dentro, de ese anhelo de salvación eterna que no encuentra consuelo en el mundo.
Al igual que a la mujer samaritana, a aquella alma perdida en su propia sequedad, Jesús nos ofrece de su agua viva (Juan 4:10, 13-15). Esta agua viva, que fluye de lo más profundo de Su ser, es salvación eterna. Es la promesa de una vida que no se agota, una fuente que nunca se seca. Y más aún, Jesús nos ofrece Su agua viva (Juan 7:37-40) que, en su esencia, es el Espíritu Santo, que viene a darnos una nueva vida, una vida que respira el aire de lo divino, una vida que se renueva y se fortalece en cada momento.
Algunos de nosotros, aquí reunidos bajo este cielo que ahora se oscurece, ya hemos bebido de esa agua. Estamos saciados. La sed del alma ha sido aplacada. Otros, sin embargo, aún no. Sienten el raspado en la garganta, el anhelo en el corazón, la inquietud de una sed que no encuentra consuelo. ¿Le gustaría beber del agua de Jesús? ¿Abrirá hoy su corazón para recibir salvación, ese regalo inmerecido que mana de la cruz? ¿Recibirá el Espíritu Santo hoy, esa presencia que transforma, que consuela, que guía? La oferta está ahí, en la quietud de este momento, como un vaso de agua fresca en el desierto. La elección, sin embargo, es suya.
La crucifixión de Jesús, esa escena que se graba en la memoria del mundo, y su clamor, ese breve y desgarrador "Tengo sed", nos confronta con la profunda e innegable humanidad del Salvador. Él no fue un dios impasible, sino uno que experimentó el sufrimiento en su máxima expresión, la soledad que quiebra el alma, la sed que devora. Este grito, ese aliento apenas audible, no solo revela su condición física, sino que, de manera asombrosa, cumple con las profecías tejidas siglos antes, atestiguando así su misión redentora.
A través de esa sed, de ese tormento que voluntariamente abrazó, Jesús nos recuerda el peso de nuestro pecado, esa carga que nos oprimía. Nos recuerda el inmenso sacrificio que realizó en nuestro lugar, ese acto de amor que se eleva por encima de todo entendimiento. Sin embargo, en medio de esa oscuridad, también se alza una promesa. Una oportunidad. Él nos ofrece la posibilidad de ser saciados espiritualmente, de apagar esa sed ancestral que nos persigue. Nos invita, con una ternura infinita, a beber de su agua viva, a encontrar en Él la salvación que nuestras almas, quizás sin saberlo, anhelan con desesperación.
Así, la crucifixión, ese momento de dolor y gloria, nos llama a la introspección. Nos empuja a reflexionar sobre cómo estamos buscando satisfacer la sed de nuestros propios corazones, en qué fuentes estamos intentando beber. Y, finalmente, nos desafía, con una voz suave pero imperiosa, a aceptar el regalo de vida que solo Jesús puede ofrecer. Un regalo que, una vez recibido, transforma la sed en una corriente inagotable de gracia.
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