🦻Tema: La adoración. 🦻Titulo: Que pide Jehova tu Dios de ti. 🦻Texto: Deuteronomio 10: 12 🦻Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz.
I. DIOS PIDE QUE LE TEMAMOS.
II. DIOS PIDE QUE ANDEMOS EN TODOS SUS CAMINOS.
El amor, en su forma más pura, es la arquitectura invisible del universo. Es la fuerza que da gravedad a las estrellas, que guía las migraciones de las aves y que, en el corazón humano, busca desesperadamente un objeto digno de su devoción. No hablamos de ese amor frágil que nace del capricho y muere con la estación, ese afecto que se nutre de la reciprocidad y se desvanece con el silencio. No, hablamos de un amor más antiguo que el tiempo, un amor que la filosofía y la poesía han intentado nombrar con palabras inadecuadas. En la teología, este amor tiene un nombre sagrado: el amor ágape. Un amor que no exige, que no espera, que simplemente es. Un amor incondicional que debe ser el único y verdadero objeto de nuestra adoración. Esta devoción no es un simple sentimiento; es una elección deliberada, una entrega total que nos impulsa a situar a Dios en el epicentro de nuestra existencia, en la quietud de nuestra alma, en la brújula de nuestra vida.
A medida que nos adentramos en este misterio, la Escritura nos ofrece un faro en la oscuridad, una brújula que nos orienta hacia la verdad. En la voz ancestral de Deuteronomio 10:12, Dios nos hace una pregunta que resuena a través de los siglos: "¿Qué es lo que te pide el Señor tu Dios?". La respuesta, sencilla y profunda, nos invita a una introspección radical. Nos invita a reflexionar sobre la naturaleza de nuestra relación con Él y lo que significa adorarlo de manera auténtica. Porque la adoración, hermanos, no es un ritual de domingo ni un himno a la luz de una vela. Es un acto de entrega total y sincera que se manifiesta en la forma en que respiramos, en la forma en que caminamos, en la forma en que amamos. Es una vida vivida como un poema en honor a la gloria de Aquel que nos amó primero.
Dios nos pide tres cosas, y en ellas reside el mapa de nuestra adoración. La primera es el temor. Es una palabra que, en el lenguaje de nuestro tiempo, se ha vaciado de su significado más profundo. Para el mundo, el temor es un miedo al juicio, una angustia ante la condena. Para ellos, es el miedo que paraliza y consume, el terror de un fuego consumidor que no perdona. Pero para el creyente, el temor de Dios se transforma en un sentimiento de profunda reverencia, una reverencia que nace no del miedo a ser castigado, sino del asombro abrumador ante la inmensidad de Su ser. Es el respeto que un niño siente por la fuerza de un padre amoroso, la fascinación que un marinero siente por la majestuosidad del océano. Es un temor que no nos aleja, sino que nos acerca.
Cuando llegamos a comprender, aunque sea por un instante fugaz, la santidad y la grandeza de Dios, nuestro mundo se reorganiza por completo. Las trivialidades del día a día, las preocupaciones que nos agobian, se desvanecen ante la eternidad de Su gloria. La justicia de Dios, Su ira contra el pecado, y también Su infinita gracia y misericordia, dejan de ser conceptos abstractos y se convierten en las fuerzas que dan forma a nuestras decisiones diarias. En Deuteronomio 4:24 se nos recuerda que Dios es un fuego consumidor, una imagen que no es para atemorizarnos, sino para que comprendamos la seriedad de Su carácter, la pureza de Su ser. Es un fuego que consume todo lo que es impuro, pero que también calienta y purifica a los que se acercan a Él con un corazón sincero.
Este temor sagrado nos recuerda que Dios está siempre con nosotros, no como un espía que nos vigila con lupa, sino como una presencia que nos sostiene, nos guía y, sí, nos corrige. Esta realidad debería ser para el no creyente una conciencia punzante de su necesidad de redención, un recordatorio de que su vida está en las manos de un Ser que es puro en su esencia y que no puede coexistir con el pecado. Para el cristiano, sin embargo, esta conciencia debería generar una convicción profunda de que el pecado, aunque perdonado, trae disciplina, no como castigo, sino como una corrección amorosa para restaurarnos en el camino.
La Biblia, ese vasto océano de sabiduría, está lleno de ejemplos que ilustran esta verdad. En sus páginas, vemos cómo la seriedad de Dios se manifiesta en la historia, no para aterrorizar, sino para guiar. Y al conocer estas historias, entendemos que nuestra relación con Dios es una relación seria, un pacto que no debe tomarse a la ligera. Pero, he aquí la paradoja más sublime: un creyente no debe temer a Dios en un sentido negativo. Al contrario, con la verdad de que nada nos separará de Su amor, nos acercamos a Él no con angustia, sino con la más profunda reverencia. Sabiendo que nunca nos dejará ni nos desamparará, y que no hay condenación para los que están en Cristo, podemos acercarnos a Su presencia con la certeza de que somos amados, y en esa certeza, nuestro corazón se llena de un respeto y una humildad que nos lleva a una adoración más profunda.
La segunda cosa que Dios nos pide es que andemos en todos Sus caminos. La palabra "camino" aquí no es una simple metáfora de un viaje físico. Es una referencia a la conducta, a la forma en que vivimos, a las decisiones que tomamos en cada encrucijada de nuestra vida. Dios nos llama a seguir Su camino, lo que implica adherirnos, con una fidelidad inquebrantable, a las enseñanzas y principios que ha dejado en Su Palabra. Esto significa que nuestros pensamientos, nuestras decisiones, nuestras acciones, deben ser un eco de Su voluntad. El corazón del cristiano, en su búsqueda de autenticidad, está llamado a rechazar los caminos que el mundo nos ofrece, caminos que a menudo son tan anchos como un bulevar y tan engañosos como una brisa de verano. La sabiduría popular, la moralidad cambiante, la búsqueda de la gratificación instantánea, son caminos que parecen rectos a los ojos del hombre, pero su fin es un abismo, un camino de muerte. Es una advertencia clara de que no podemos confiar en nuestra propia sabiduría, en nuestros propios deseos, ni en los estándares fugaces de la sociedad.
En Mateo 7:13-14, la voz de Jesús nos insta a entrar por la puerta estrecha, por el camino angosto que lleva a la vida. Esta imagen no es solo un llamado a un acto de fe, sino a una renuncia radical. La puerta estrecha es un llamado a dejar atrás nuestras viejas maneras, nuestros deseos egoístas, esa vida centrada en nosotros mismos que nos ha dejado un vacío en el alma. Una vez que cruzamos esta puerta, el camino que se nos presenta es angosto, lo que implica sacrificios, negación de uno mismo y una disciplina constante. Es una ruta que a menudo va en contra de la corriente, que nos pide dejar de lado lo fácil por lo correcto, lo popular por lo sagrado.
La vida cristiana, entonces, no es un camino de complacencia, una senda de comodidad sin sobresaltos. A menudo, vemos a muchas personas que asisten a las iglesias pero que, en el fondo, han elegido seguir el camino ancho de la mundanalidad y la carnalidad. Viven vidas que no se diferencian de las del mundo, buscando las mismas ambiciones, el mismo placer, la misma vanidad. Pero aquellos que eligen el camino angosto son, en última instancia, los más felices. Porque en su renuncia, en su disciplina, en su búsqueda de lo eterno, encuentran una plenitud que el mundo jamás podrá ofrecer. El camino del cristiano, aunque desafiante, promete un futuro que es más que glorioso. Lucas 13:23-24 nos recuerda que la vida eterna es el fin de esta jornada, una recompensa que debe ser un aliciente para perseverar, para seguir adelante, a pesar de las dificultades. La vida plena en la presencia de Dios es el objetivo final, el puerto de destino al que todos aspiramos, y solo se encuentra en el camino angosto.
Y en el corazón de todo esto, en la confluencia del temor y la obediencia, reside la tercera y más importante petición de Dios: que le amemos con todo nuestro ser. Amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente es el mandamiento fundamental que Jesús mismo reafirmó. Este amor no es un mero sentimiento; es la fuerza motriz que se traduce en acciones concretas y decisiones diarias que reflejan nuestra devoción. Cuando amamos a Dios de esta manera, nuestra vida se transforma por completo. Dejamos de ver el mundo a través de la lente de nuestros propios deseos y comenzamos a verlo a través de la perspectiva de Su voluntad. Esta transformación afecta cómo tratamos a los demás, cómo manejamos nuestras finanzas, cómo enfrentamos los desafíos, cómo respondemos a las pruebas. Amar a Dios con todo nuestro ser significa que no hay un solo rincón de nuestra existencia que no sea tocado por Su amor.
Este amor nos obliga a poner a Dios por encima de todo lo demás, priorizando Su voluntad sobre nuestras propias ambiciones y deseos. Ya no vivimos para nosotros mismos, sino para Aquel que nos amó y se entregó por nosotros. Y este amor, este amor total, nos lleva inexorablemente a amar a nuestro prójimo. La Biblia nos enseña que no podemos decir que amamos a Dios a quien no vemos, si no amamos a nuestros hermanos, a quien sí vemos. El amor a Dios se manifiesta, se hace tangible, en el amor hacia los demás. Nos lleva a ser compasivos, generosos, y a estar siempre dispuestos a ayudar a aquellos que están en necesidad. La adoración auténtica se traduce en acciones que reflejan el carácter de Cristo en nosotros.
La adoración, por tanto, es un estilo de vida. No se limita a un momento específico en la semana, como un servicio dominical. No es una lista de reglas o un conjunto de rituales. Es un compromiso diario de vivir en una relación íntima con Dios, temiéndole con reverencia, caminando en Sus caminos con obediencia y amándole con todo nuestro ser. Esto implica que cada aspecto de nuestra vida, desde la forma en que hablamos hasta la forma en que trabajamos, desde la forma en que pensamos hasta la forma en que nos relacionamos, debe ser considerado en el contexto de nuestra adoración a Dios.
La adoración verdadera, entonces, se convierte en un testimonio ante un mundo que busca la verdad en lugares vacíos. Cuando vivimos de esta manera, nuestra vida se convierte en un faro que atrae a otros hacia la verdad del Evangelio. Nuestra adoración no es un acto privado, sino una luz que brilla en medio de la oscuridad. Es un testimonio vivo de la gracia y el amor de Dios. La invitación de Dios es clara y urgente: temerle, andar en Sus caminos y amarlo con todo nuestro ser. Al hacerlo, descubriremos la verdadera esencia de lo que significa adorar a nuestro Creador, y nuestra vida se convertirá en una ofrenda de alabanza a Su nombre, un eco eterno de Su amor en este mundo. Que nuestra adoración sea un testimonio vivo, un poema en acción, un faro que guía a otros hacia la luz.
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