Tema: 2 Reyes. Título: Eliseo y la sunamita. Texto: 2 Reyes 4: 8-37. Autor: Pastor Edwin Guillermo
Núñez Ruiz
Introducción:🎙️
A. Pocas veces he visto el programa de televisión *La rosa de Guadalupe*; sí he oído varios comentarios sobre esta serie y hasta he visto cómo es usada de manera jocosa para referirse a algunos casos de la vida real que parecen imposibles.
B. Nuestra historia bíblica de hoy sería muy buena para esta serie: es confusa y, a su vez, imposible de creer.
C. Para explicarlo, nos centraremos en su protagonista.
(¡Solo dos minutos de lectura! ⏲️)
I. EL CARÁCTER DE LA MUJER 🌟
A. La mujer que protagoniza nuestra historia tiene varias características sobresalientes:
1. Ella era una mujer importante de Sunem, de allí su apelativo de sunamita (ver 8).
2. Ella era una mujer piadosa (ver 9-11).
3. Ella era una mujer contenta y agradecida. La expresión: "Yo habito en medio de mi pueblo" indica su complacencia (ver 13).
4. Ella era una mujer sin fe. La mujer no pudo creer la profecía que Eliseo le da sobre el bebé que le nacería, dado que era estéril (ver 16-17).
En resumidas cuentas, era una buena mujer que vivía agradecida y contenta.
B. Esta mujer, como vemos, es un ejemplo para nosotros en cuanto a cualidades como su piedad, su gratitud y su bondad.
II. LA TRAGEDIA DE LA MUJER 💔
A. De manera inesperada, la mujer estéril concibe un hijo, que crece y, aun siendo niño, muere (ver 18-20).
B. Es aquí donde nos surgen muchas preguntas y nos confundimos. Consideremos los siguientes detalles:
1. Una mujer feliz cae en la desgracia a través de un hijo que no pidió.
2. Una mujer buena a la que le sucede una terrible tragedia.
3. Una especie de juego macabro en el que a alguien bueno y feliz se le da algo para luego quitárselo de la peor manera, situación que trae amargura a la mujer.
C. Así son algunas de nuestras situaciones: tragedias intempestivas que ocurren a los hijos de Dios, gente "buena" y creyente que no espera que este tipo de cosas le sucedan.
III. LA REACCIÓN DE LA MUJER 😇
A. Para valorar lo que sigue, es necesario que nos preguntemos acerca de cuál sería nuestra actitud en la situación de la mujer. ¿Qué hubiera hecho usted?: ¿renunciar?, ¿amargarse profundamente?, ¿suicidarse?
B. La sunamita hace varias cosas que llaman la atención:
1. Manifiesta una profunda calma (ver 21-23).
2. Buscó al "varón de Dios" (ver 24). Este hecho nos dice que ella ahora tiene fe, ella cree que el mismo Dios que le había dado el niño ahora puede devolvérselo a través del profeta.
3. Ella está amargada (ver 27-28). Aun así, la sunamita pudo mantener la calma y la fe.
C. Como podemos leer al final de la historia, el fruto de la actitud de la mujer es que el niño es resucitado (ver 29-37).
D. Cuando pasemos por tragedias en la vida, no olvidemos el ejemplo que nos deja esta mujer: cuando la vida nos confunda, cuando todo parezca contradictorio y extraño, no olvidemos a la mujer sunamita.
Conclusión 🎯
A lo largo de la vida, enfrentamos situaciones que desafían nuestra fe y nos hacen cuestionar el propósito de Dios. La historia de la mujer sunamita nos enseña varias lecciones importantes:
1. Mantener la calma en medio de la tormenta: La sunamita manifestó una profunda calma incluso en la peor de las tragedias. Esta actitud nos inspira a confiar en Dios y mantener la paz en medio de nuestras propias tormentas.
2. Buscar a Dios con fe: A pesar de su dolor y confusión, la sunamita buscó al varón de Dios, creyendo que Él tenía el poder de restaurar lo que se había perdido. Esto nos recuerda la importancia de buscar a Dios y confiar en Su poder y provisión.
3. La fe en medio de la amargura: Aunque estaba amargada, la sunamita no permitió que su amargura destruyera su fe. Esta lección nos anima a mantener nuestra fe incluso cuando enfrentamos situaciones amargas y difíciles.
4. La esperanza en la resurrección: Al final, el niño es resucitado, mostrando el poder de Dios para traer vida de la muerte y esperanza de la desesperación. Esto nos recuerda que, en nuestras propias vidas, Dios tiene el poder de transformar nuestras tragedias en testimonios de Su gloria.
Que el ejemplo de la mujer sunamita nos inspire a confiar en Dios, a buscar Su presencia y a mantener nuestra fe, incluso en las circunstancias más difíciles. Reflexiona sobre estas lecciones y considera cómo puedes aplicarlas en tu propia vida.
Llamado a la acción:
¿Cuáles son las tragedias o desafíos que has enfrentado en tu vida? ¿Cómo has mantenido tu fe en medio de estas dificultades? Comparte tus pensamientos y experiencias en la sección de comentarios. Juntos, podemos aprender y crecer en nuestra fe.
VERSION EXTENDIDA
Eliseo y la Sunamita: Una Historia de Fe y Resurrección
Oh, la vida, ese gran espectáculo de lo absurdo y lo sublime, ¿verdad, gente? Uno, el viejo juglar que les habla, ha visto cosas que ni en el más retorcido de los sueños podrían inventarse, y no es que la ficción no tenga su encanto, que la tiene, por supuesto, para evadirnos un rato de la tozuda realidad, pero lo que les cuento hoy no es un invento, no, es un pedazo de verdad, de esa Verdad con mayúsculas que algunos llaman la Palabra de Dios, una verdad que te sacude el alma y te deja preguntándote si lo que creías saber es más que un castillo de naipes. Aquí, en esta América Latina donde hasta el drama televisivo parece sacado de un libro de milagros y tragedias imposibles, esta historia bien podría ser un capítulo estelar, si no fuera porque es mucho, muchísimo más real. Es un relato confuso, sí, de esos que te hacen fruncir el ceño, y a la vez, humanamente imposible de creer si no fuera porque está anclado en la certeza de la Palabra de Dios, de ese Dios que no duda, que no falla, que no permite el más mínimo resquicio de duda en Su existencia y Su poder.
Así que, para desentrañar este nudo de lógica desafiada y alma conmovida, volvamos la mirada hacia su protagonista, una mujer, de la que no conocemos el nombre, ¡ah, la bendita anonimidad de los personajes de la vida!, para que su historia sea la historia de cualquiera, de cualquiera que haya sentido el aguijón de la esperanza y luego la cruel daga de la pérdida. Esta mujer, en el remoto pueblo de Sunem, parecía vivir una vida que muchos envidiarían, un cuadro idílico, con sus campos, su hogar, su posición social, pero pronto, ¡ay, pronto!, se vería enfrentada a una tragedia de tal calibre que nos obligaría a todos, a ustedes y a mí, a cuestionar hasta el último ladrillo de nuestras certezas sobre el sufrimiento y esa escurridiza cosa que llamamos fe. Vayamos a 2 Reyes, capítulo 4, versículos 8 al 37, y permitan que esta narración, más que contarse, se les meta bajo la piel, que les hable de una manera nueva y poderosa, porque Dios está en cada detalle.
La mujer, la sunamita, la llamaremos así, por el nombre de su pueblo, ese pequeño rincón del mundo que fue testigo de su grandeza y su dolor, era un personaje fascinante, un grabado de virtud y sencillez, sí, de esas personas que uno, el observador, admira sin esfuerzo. Era una mujer importante en Sunem, nos dice el texto, no una figura cualquiera del vulgo, no, tenía su peso, su reconocimiento, su influencia, quizás por la holgura de su fortuna, quizás por el respeto que inspiraba su buen nombre en la comunidad. No era de las que vivían al margen, no, era una figura central, de esas que, sin buscarlo, se vuelven referencia para sus vecinos, una posición social elevada que la hacía visible, respetada, casi intocable.
Pero no era solo su estatus lo que la definía, no, ella era, ante todo, una mujer piadosa, y no de esa piedad ruidosa que busca el aplauso de la plaza, no, la suya era una piedad que se manifestaba en los gestos pequeños y contundentes. Cuando el profeta Eliseo, ese hombre de Dios con el poder de lo divino en sus manos, pasaba por Sunem, ella no solo lo reconoció al instante como "un varón de Dios", un título de profundo respeto y un claro discernimiento espiritual, sino que lo insistió, con la amable obstinación de los buenos, a que se quedara a comer en su casa, a que compartiera de su pan y su mesa. Y más aún, con una generosidad que brotaba de un corazón devoto y agradecido a Dios, le propuso a su esposo construir una pequeña habitación para Eliseo en su propia casa, un lugar apartado, un "aposento" con su cama, su mesa, su silla y su candelero, un refugio para el descanso y la meditación, un espacio para que el siervo de Dios pudiera reponerse y continuar con su sagrado ministerio. ¡Qué gesto! Su piedad no era de boquilla, no, era práctica, tangible, sacrificial, una manifestación clara de su amor y reverencia por el Señor.
Y si eso no bastara para dibujar su alma, ella era también una mujer contenta y agradecida. Escuchen bien esta parte, porque es de esas que te desarman por su simplicidad. Cuando Eliseo, queriendo corresponder a tanta bondad, le preguntó qué podía hacer por ella, ofreciéndole interceder ante el rey o el jefe del ejército, para conseguirle un favor, un ascenso, algo que la pusiera más en el mapa, la respuesta de la sunamita fue de una sencillez asombrosa, casi humillante para la ambición humana: "Yo habito en medio de mi pueblo". ¡Boom! Una frase lapidaria, que no era de indiferencia, no, era de profunda complacencia y gratitud por lo que Dios ya le había dado. Ella no sentía la necesidad de más favores, de más ascensos sociales, de más reconocimiento externo. Estaba feliz y satisfecha con su vida tal como era, viviendo en paz, en armonía, entre su gente. Su corazón estaba colmado de contentamiento, una cualidad rara y preciosa en cualquier época, y más aún en la nuestra, donde la insatisfacción crónica parece la norma. Ella no buscaba más de lo que ya tenía; valoraba, con la sabiduría de los justos, lo que Dios le había concedido, y en eso encontraba su plenitud.
Sin embargo, y aquí viene el quiebre, el detalle que nos la hace tan humanamente reconocible, justo después de esta retahíla de virtudes, la narrativa nos revela una cualidad que nos choca un poco, que nos golpea la complacencia: ella era una mujer que, humanamente, no podía creer. Cuando Eliseo, a través de su siervo Giezi, le profetiza, con la autoridad que le venía de Dios, que para esa misma fecha, al año siguiente, tendría un hijo, ¡un hijo!, su reacción no es de júbilo inmediato, no, es de incredulidad. Era estéril, una condición que en esa cultura, en esa época, era una desgracia rotunda, una afrenta, una imposibilidad biológica que hacía impensable la concepción natural. Su respuesta, que es un lamento disfrazado de ruego: "No, mi señor, varón de Dios, no mientas a tu sierva". No era un desafío a Dios, no, era una expresión de desesperanza, de una profunda resignación ante su cruda realidad física, ante la lógica implacable de la naturaleza. Ella, con toda su bondad y piedad, no pudo creer la promesa que desafiaba su experiencia, su lógica, su dolor de años.
En resumen, esta era una mujer buena, piadosa, agradecida y contenta con su vida, pero que cargaba con la pena de la esterilidad y la incredulidad ante algo tan milagroso, tan fuera de lo común. Ella es un ejemplo para nosotros en cuanto a su piedad, su gratitud y su bondad, virtudes que Dios aprecia sobremanera. Pero también es un espejo de nuestra propia dificultad para creer cuando la realidad parece demasiado dura, demasiado inmutable, cuando la lógica del hombre se enfrenta a la lógica del Todopoderoso.
Y aquí, mis amigos, es donde nuestra historia, que parecía un idilio de bondad y fe, toma un giro inesperado, un golpe cruel que nos confunde y nos duele, que nos hace preguntarnos por los designios inescrutables de Dios. A pesar de su incredulidad inicial, la palabra de Dios, que es verdad inquebrantable, se cumple: de manera milagrosa, la mujer estéril concibe un hijo. La alegría debió ser inmensa, un milagro que desafió toda lógica humana, una prueba del poder de Dios. El niño crece, trayendo gozo y plenitud a su hogar, un verdadero don de Dios que llenaba de luz cada rincón de su vida, pero la felicidad, ¡ay, la felicidad!, es a veces tan efímera, tan frágil, como una mariposa en la palma de la mano. Un día, siendo aún un niño, su hijo sale con su padre a los segadores, bajo el sol abrasador, y de repente, se queja de un dolor de cabeza, una dolencia que al principio parece menor, insignificante, un capricho de niño, lo llevan de vuelta a casa, y trágicamente, al mediodía, muere en el regazo de su madre.
Es aquí donde nos surgen muchísimas preguntas, donde la lógica humana se quiebra como cristal, donde la confusión nos invade y la fe se tambalea ante la inmensidad del sufrimiento. ¿Cómo puede ser esto, oh Dios? ¿Cómo permite Él tal cosa? Consideremos los siguientes detalles que hacen que esta tragedia sea tan incomprensible, tan dura, tan difícil de aceptar, incluso para nuestra propia fe en un Dios bueno y todopoderoso:
Una mujer feliz y satisfecha cae en la desgracia más profunda, el dolor de la pérdida de un hijo que ni siquiera pidió, un milagro de Dios que luego le es arrebatado. Ella no lo buscó, no lo exigió, Dios se lo dio como un milagro, un don inesperado de Su gracia, y luego, en un acto que para nuestra mente finita parece cruel, se lo quitó de la manera más dolorosa.
Una mujer buena y piadosa, una de Sus siervas fieles, a la que le sucede una terrible tragedia, sin que haya indicio alguno de que ella haya hecho algo para merecer esto, no hay castigo por un pecado, al contrario, fue una mujer de un carácter ejemplar, una luz en su comunidad. ¿Dónde está la justicia de Dios en todo esto, preguntaría el hombre común?
Lo que le sucede parece una especie de juego macabro, un capricho cruel del destino, o así lo percibiría el ojo humano. A alguien bueno, a alguien feliz, se le da algo precioso, lo más anhelado por una mujer en esa cultura, la bendición de la maternidad, para luego quitárselo de la peor manera posible, dejando solo el vacío y el eco de una risa infantil que ya no volverá. Esta situación no solo trae tristeza; trae una amargura profunda y desgarradora al alma de la mujer, una amargura que se manifiesta en su clamor desesperado más adelante, una amargura que es legítima ante el Señor. Así son algunas de nuestras propias situaciones, ¿verdad? Tragedias intempestivas, golpes que no vemos venir, que ocurren a los hijos de Dios, a gente "buena", a creyentes fieles que no esperan que este tipo de cosas les sucedan. La vida es confusa, sí, y el propósito de Dios en el sufrimiento a menudo nos elude. A veces, la fe no nos protege de la tragedia, sino que nos da la fortaleza para enfrentarla, porque la fe verdadera no es la ausencia de dolor, sino la certeza de que Dios está en medio de él. Y esta historia nos confronta con esa verdad dolorosa, pero también con la posibilidad de una fe que trasciende la amargura y se aferra a la Promesa Divina.
Ahora, después de haber reflexionado sobre la incomprensible tragedia, es necesario que nos detengamos y nos preguntemos, con la mano en el pecho: ¿Cuál sería nuestra actitud en la situación de la sunamita? Si Dios les concediera un milagro tan grande, y luego se lo quitara de la manera más cruel, ¿qué harían? ¿Renunciarían a su fe en Él? ¿Se amargarían profundamente con Dios, quizás hasta el punto de la desesperación más oscura? Humanamente, sí, estas serían respuestas comprensibles, aunque devastadoras para el alma y la relación con el Creador.
Pero la sunamita, esta mujer de Sunem, nos muestra una reacción que es asombrosa, casi milagrosa en sí misma, y que nos revela la clave final para navegar por las tragedias más incomprensibles de la vida, para encontrar a Dios en el epicentro de la tormenta:
Manifiesta una profunda calma (ver 21-23). ¿Calma? Sí, calma. Cuando su hijo muere, ella no grita, no se arranca los cabellos, no hace un escándalo. Ella sube al aposento del varón de Dios, lo acuesta en la cama de Eliseo, ese lecho bendito donde el profeta había descansado bajo la gracia de Dios, cierra la puerta, como sellando un secreto sagrado con el Altísimo, y sale. Luego, con una determinación férrea, pide a su esposo un asno y un criado para ir a buscar al profeta. Su esposo, perplejo ante tal serenidad, le pregunta: "¿Para qué vas a él hoy? No es luna nueva, ni día de reposo." Su respuesta es simple y enigmática, una palabra cargada de significado: "Paz" o "Todo va bien" (Shalom). Ella no entra en pánico, no arma un escándalo público. Hay una extraña serenidad en su dolor, una decisión forjada en la confianza en Dios, una decisión de actuar con propósito. Esta calma no es indiferencia; es una determinación forjada en el dolor, una decisión de buscar la única fuente de esperanza, la única que puede obrar lo imposible: Dios mismo.
Y es que ella busca al "varón de Dios" (ver 24). Ella emprende un viaje largo y agotador hacia el monte Carmelo, donde está Eliseo, el siervo de Dios. Este hecho, más allá de la calma, nos dice algo crucial, algo que grita la verdad de su espíritu: ella ahora tiene fe. Ella cree, en lo más profundo de su ser, con una certeza que desafía la muerte, que el mismo Dios que le había dado el niño de manera milagrosa ahora tiene el poder absoluto de devolvérselo a través de Su profeta. Su fe inicial fue débil cuando recibió la promesa, pero ahora, en medio de la tragedia más grande, su fe se ha encendido como una llama inextinguible, una certeza en el poder y la bondad de Dios que supera toda lógica. Ella no busca un médico humano, no se encierra a llorar sin esperanza. Ella busca al siervo de Dios, el conducto del poder divino, porque sabe que solo Él puede operar en lo que es humanamente imposible.
Y sí, es verdad, ella está amargada (ver 27-28), porque la fe no anula el dolor, no, la fe abraza el dolor y lo lleva ante el Altísimo. Cuando llega a Eliseo, se echa a sus pies con una angustia tan grande que Giezi, el siervo, intenta apartarla, pero Eliseo, con la sabiduría que le viene de Dios, le dice a Giezi: "Déjala, porque su alma está en amargura." Y ella misma le clama al profeta, con una voz que brota de lo más profundo de su pena: "¿Pedí yo hijo a mi señor? ¿No dije yo: No me engañes?" Hay dolor, hay reproche, hay una profunda amargura en su corazón, una queja legítima ante Dios. Pero, ¡y aquí está el verdadero milagro de su actitud! Aun con esa amargura que la carcomía, la sunamita pudo mantener la calma y la fe. Su dolor no la hizo renunciar a Dios. Su amargura no aniquiló su esperanza en el Todopoderoso. Reconoce su dolor, sí, lo expresa sin tapujos, pero lo canaliza hacia la única fuente de ayuda, hacia el Dios de toda consolación, hacia el Autor de la vida.
Y como podemos leer al final de la historia, mis amigos, el fruto de la asombrosa actitud de esta mujer, de su fe inquebrantable en Dios, es que el niño es resucitado (ver 29-37). Eliseo va a su casa, ora a Dios con fervor y fe, se tiende sobre el niño dos veces, en un acto que emula el poder de Dios sobre la vida, y el niño estornuda y abre los ojos, ¡un milagro de vida, un triunfo sobre la muerte que solo Dios puede obrar! ¡Una gloriosa manifestación del poder y la fidelidad del Señor!
Cuando pasemos por tragedias en la vida, cuando los golpes sean inesperados y el dolor nos confunda, no olvidemos el ejemplo que nos deja esta mujer extraordinaria, esta sierva de Dios. Cuando la vida nos confunda, cuando todo parezca contradictorio y extraño, cuando lo bueno se convierta en dolor, no olvidemos a la mujer sunamita. Su calma no es una negación del dolor, no, es una profunda confianza en el Señor. Su búsqueda no es de una fe ciega, no, es de una fe activa que sabe que Dios es el único que puede operar. Y su amargura no es un fin en sí misma, no, es un lamento que se eleva hasta el trono de la gracia, porque ella sabe a quién buscar en la oscuridad más profunda.
A lo largo de la vida, mis amados hermanos, inevitablemente enfrentaremos situaciones que desafiarán nuestra fe hasta la médula y nos harán cuestionar, desde nuestra limitada perspectiva, el propósito de Dios en medio del sufrimiento. La historia de la mujer sunamita, con toda su complejidad y su dolor, nos enseña varias lecciones importantes, lecciones que son un bálsamo para el alma en la confusión y que afirman la grandeza de Dios:
Mantener la calma en medio de la tormenta: La sunamita manifestó una profunda calma, un control admirable, incluso en la peor de las tragedias imaginables. Esta actitud nos inspira a confiar plenamente en Dios, a no perder la cabeza en medio del caos, y a buscar la paz que Él nos ofrece, esa paz que sobrepasa todo entendimiento, incluso cuando nuestras propias tormentas rugen con furia. Es una calma que nace de la decisión de creer en el poder soberano de Dios, no de la ausencia de dolor.
Buscar a Dios con fe activa: A pesar de su dolor desgarrador y su profunda confusión, la sunamita no se quedó paralizada. Ella buscó activamente al varón de Dios, creyendo con absoluta certeza que Él tenía el poder ilimitado de restaurar lo que se había perdido, de revertir lo irreversible. Esto nos recuerda la importancia vital de buscar a Dios, de ir a Él con nuestras cargas, de derramar nuestra alma ante Su presencia, y de confiar en Su poder ilimitado y en Su provisión sobrenatural. Él es nuestra única esperanza, el Dios que todo lo puede.
La fe en medio de la amargura: Aunque estaba amargada, aunque el dolor era evidente y la queja salió de sus labios, la sunamita no permitió que su amargura destruyera su fe en Dios. Su dolor no la alejó de Él; al contrario, la llevó a Su presencia. Esta lección nos anima a mantener nuestra fe firme incluso cuando enfrentamos situaciones amargas y difíciles, cuando la vida nos parece injusta y el corazón nos duele. Podemos expresar nuestra amargura a Dios, sí, Él nos escucha, pero no debemos permitir que esa amargura nos separe de Su amor y Su propósito.
La esperanza en la resurrección: Al final de esta dramática historia, el niño es resucitado, regresando a la vida en los brazos de su madre. Esto muestra el poder supremo de Dios para traer vida de la muerte, para transformar la desesperación más profunda en esperanza radiante. Nos recuerda que, en nuestras propias vidas, Dios tiene el poder absoluto de transformar nuestras tragedias más devastadoras en testimonios gloriosos de Su gracia, de Su poder infinito y de Su fidelidad inquebrantable.
Que el ejemplo de la mujer sunamita, con su dolor y su fe inquebrantable en Dios, nos inspire a confiar en Él con todo nuestro ser, a buscar Su presencia con fervor, y a mantener nuestra fe encendida, incluso en las circunstancias más oscuras y difíciles que la vida pueda arrojarnos.
Amigos, ¿cuáles son las tragedias o los desafíos que han enfrentado en su propia vida, esos momentos donde el dolor y la confusión amenazaron con ahogar su fe? ¿Cómo han logrado, o cómo están luchando por mantener su fe en medio de estas dificultades? No están solos en su dolor, ni en su búsqueda de respuestas. Dios está con ustedes. Compartan sus pensamientos y experiencias. Juntos, podemos aprender y crecer en nuestra fe, apoyándonos unos a otros en el camino. ¡Que el Señor los bendiga y los fortalezca con Su inmenso poder!
2 comentarios:
Preciosa palabra
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