Tema: Peligros para el cristiano. Titulo: La fe de Noé. Texto: Hebreos 11:7. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
Introducción:
A. No hay que perder la fe porque la fe funciona ha sido nuestra premisa desde hace unas cuantas semanas. Hoy veremos otro aspecto de la vida en el cual la fe funciona, este aspecto es en nuestro ámbito familiar.
B. Hoy hablaremos de Noé, su fe y lo que no perderla significo para él
(Dos minutos de lectura)
I. LA FE DE NOÉ
A. El texto comienza diciéndonos: "por la fe Noé". Noé era un hombre de fe, su fe se manifestó en el hecho de creerle a Dios aunque pareciera que lo que el Señor le decía parecía una locura, Génesis 8: 13 - 21 (en ese entonces no llovía Gen 2: 5 - 6. Además, parecía inverosímil que Dios fuera a destruir a todo ser viviente), el creyó la palabra de Dios, el creyó lo imposible.
B. Note esta bella característica de la fe, la gente de fe le cree a Dios, aunque a veces parezca que lo que Dios les dice parece una locura. Por ejemplo, los sucesos escatológicos.
II. LA EVIDENCIA DE LA FE DE NOÉ.
A. La fe no solo son palabras, la fe son actos y como Noé le creía a Dios entonces el era perfecto en sus caminos y camino con Dios (Gen. 6:6). Además, para demostrar su fe se puso manos a la obra para construir el arca que Dios le mandaba (Gen 6:22; 7: 5). También predicaba a otros sobre lo que Dios le había dicho (2 pedro 2:5).
B. Si usted le cree a Dios usted vivirá de acuerdo a sus Palabras, usted hará la misión que el le encomendó, usted le contara a otros sobre lo que Dios ha dicho.
III. LOS RESULTADOS DE LA FE DE NOÉ.
A. Dios premia a los que le buscan, no fue la excepción con Noé. este hombre que busco a Dios con perseverancia y dedicación recibiría su recompensa. Esta fue múltiple:
1. Su familia se salvo de la tragedia. Hebreos 11:7.
2. El fue aprobado por Dios. Hebreos 11:7.
Conclusiones:
La fe de Noé nos enseña una lección vital: creerle a Dios implica una obediencia que se traduce en acciones. Al igual que Noé, nuestra fe debe manifestarse en nuestra vida y en nuestra misión. Cuando confiamos plenamente, no solo aseguramos nuestra propia aprobación ante Dios, sino que también nos convertimos en instrumentos para la salvación y el bienestar de nuestra familia.
VERSION LARGA
El mundo, en aquellos días lejanos, era un lienzo de polvo y eternidad sin la promesa de la lluvia. Las cumbres se alzaban con la misma aridez con que se habían creado, y los campos, surcados por el sol implacable, parecían olvidados de la humedad. En ese paisaje de vasta sequedad, la fe se había convertido en un susurro casi extinto, una quimera que los hombres, en su embriaguez de carne y autosuficiencia, habían relegado al reino de las leyendas. Sin embargo, en medio de esa marea de incredulidad, existía un hombre, un alma solitaria, cuyo nombre resonaría a través de los siglos como un eco de lo imposible. Su nombre era Noé, y en su corazón latía una convicción que no era de este mundo, una certeza que se negaba a doblegarse ante la lógica de la tierra. Había algo en su espíritu que nos revela una premisa fundamental de la existencia: la fe no es un concepto etéreo, un mero sentimiento. La fe, en su esencia más pura y poderosa, funciona. Y hoy, en la vida de este hombre, exploraremos la más trascendente de sus manifestaciones: su poder para proteger y sostener el ámbito familiar.
La primera y más sublime de las lecciones nos la entrega el texto con la sencillez de una sentencia inmutable: "Por la fe Noé". Hablar de Noé es hablar de la fe en su estado más radical, una fe que creyó lo imposible, que le dio forma a lo que la razón consideraba una locura. Imaginen el escenario. El Señor le habla de una destrucción total, de una catástrofe que sumergiría a toda criatura viviente bajo un mar de aguas. Y la herramienta para la salvación no sería un milagro instantáneo, sino una arca colosal, una montaña de madera que debía ser construida en una tierra donde la lluvia era tan ajena a la memoria como las nubes al firmamento. En el Génesis, se nos cuenta que en los días de la creación "no había aún llovido sobre la tierra", y de la tierra subía un vapor que regaba la faz del suelo. El hombre que se atrevía a hablar de una lluvia que no solo caería, sino que se convertiría en un diluvio apocalíptico, sería visto no como un profeta, sino como un necio. Su creencia era inverosímil, un insulto a la razón, una burla a la experiencia acumulada de generaciones. Y, sin embargo, él creyó. Creyó en la palabra de un Dios que desafiaba toda lógica y toda evidencia visual. Esta es la más bella característica de la fe genuina: su capacidad para abrazar lo que parece una locura a los ojos de un mundo que solo confía en lo que puede ver. Es una fe que no se basa en lo que es posible, sino en lo que es prometido. Pensemos, por un instante, en los sucesos que aguardan en el final de los tiempos, en la promesa de un nuevo cielo y una nueva tierra. Para la mente que solo confía en la razón, son relatos de fábula. Pero para el hombre y la mujer de fe, son la certeza inquebrantable de una realidad que aún no se revela.
Pero la fe de Noé no era una fe dormida en las palabras. Su fe era un torrente que se desbordaba en el cauce de la acción, una convicción que se tradujo en el sudor, en las manos callosas y en el incesante trabajo. Su fe tenía evidencia. La Escritura nos lo revela con una claridad meridiana. La fe, nos dice, no son solo palabras al viento, no es una declaración vacía de principios. La fe, en su expresión más pura, se manifiesta en actos. La fe de Noé se hizo visible en su carácter, en su manera de vivir. El texto sagrado nos dice que era un hombre "perfecto en sus caminos" y que "caminaba con Dios". El acto de creerle a Dios se tradujo en una vida de obediencia, en una relación profunda y continua con su creador. No era una fe de conveniencia, sino una fe que modelaba cada decisión, cada paso, cada aliento. Y esta misma fe lo impulsó a una labor que parecía interminable. La construcción del arca no fue un mero proyecto. Fue un testimonio. Fue un sermón silencioso, una demostración tangible de que sus palabras no eran quimeras, sino la verdad encarnada en madera y brea. A medida que el martillo golpeaba el clavo, a medida que la sierra cortaba la madera, cada uno de sus movimientos era un acto de fe. Cada minuto invertido era una afirmación de su creencia en un Dios que cumple sus promesas. A la par de su labor monumental, su fe se manifestó en otra forma vital: la de la predicación. Noé se convirtió en un "pregonero de justicia", un profeta que anunciaba el juicio inminente a un mundo que lo miraba con burla. Sus advertencias, que para sus contemporáneos eran el delirio de un loco, eran para él la consecuencia natural de su fe, un acto de amor y de advertencia a los que se rehusaban a ver lo que él ya creía. De la misma manera, la fe que profesamos hoy se evidencia en nuestra obediencia a la Palabra de Dios, en la misión que se nos ha encomendado, en la forma en que vivimos nuestras vidas y en nuestra disposición para compartir la buena nueva con aquellos que aún no la han escuchado.
Y al final de la historia, a la hora señalada, la fe de Noé tuvo su recompensa. Dios, que es un Dios que honra a los que le honran, no permitió que su fidelidad quedara sin premio. La recompensa fue múltiple, un torrente de gracia que se derramó sobre él y su familia. La primera gran recompensa, la más valiosa de todas, fue la salvación de su familia. En el momento en que las aguas se desataron, cuando el diluvio consumió a la humanidad incrédula, el arca, esa obra de fe, se convirtió en un refugio para aquellos a quienes amaba. Su fe no fue un acto solitario de devoción; fue un acto de amor y protección. Se convirtió en la tabla de salvación para su esposa, para sus hijos y para las esposas de sus hijos. A través de su obediencia, un linaje se preservó, un futuro se aseguró. La fe, entonces, adquiere una dimensión que va más allá de lo individual; se convierte en un legado, en una herencia, en una protección para aquellos que están bajo nuestra responsabilidad. Y la segunda gran recompensa, la aprobación de Dios, fue la culminación de todo. El Señor, que había observado su obediencia, su perseverancia, su paciencia, le dio su sello de aprobación. En un mundo de juicio, él fue hallado justo. El gran juicio que se cernió sobre la tierra, en lugar de ser una tragedia para Noé, se convirtió en la confirmación de su rectitud, en el sello de su pacto con lo divino.
La historia de Noé es, por lo tanto, una parábola viva de la fe en acción. Nos enseña que la fe no es una mera creencia pasiva, sino una fuerza que se activa en el corazón, se manifiesta en la obediencia de los actos y se corona con la recompensa de la salvación, no solo la nuestra, sino también la de aquellos que nos rodean. La fe de Noé no fue un escape, fue un refugio. Su fe no fue una huida del mundo, sino una obediencia que lo preparó para un nuevo mundo. Por la fe, Noé creyó lo imposible. Por la fe, se puso manos a la obra. Y por la fe, se convirtió en un instrumento para la salvación de su familia y en un ejemplo de rectitud para todas las generaciones venideras. Su historia nos desafía hoy a considerar si nuestra fe es solo una declaración en la oscuridad, o si es una luz que guía y protege, que se manifiesta en nuestro andar y que busca la salvación de aquellos a quienes amamos con todo nuestro corazón.
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