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SERMON: LA MUERTE DE ELÍ Y SUS HIJOS: El Impactante Juicio de Dios que la Iglesia Moderna Ha Olvidado (¡Tu Familia Podría Ser la Próxima!)

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Tema: 1 Samuel. Titulo: LA MUERTE DE ELÍ Y SUS HIJOS: El Impactante Juicio de Dios que la Iglesia Moderna Ha Olvidado (¡Tu Familia Podría Ser la Próxima!) Texto: 1 Samuel 2: 27 – 36. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.


Introducción:

Imagina un llamado sagrado, una confianza divina. Pero, ¿qué pasa cuando se desvía la mirada de lo santo a lo mundano, honrando más a los hijos que al Creador? Este texto nos confronta con el juicio de Dios sobre Elí, un recuerdo sombrío de privilegios perdidos por desobediencia.

I. RECUERDO (Ver 27- 28).

A. La primera parte del mensaje tiene que ver con recordarle su llamado y recordarle el privilegio que la había sido dado:

1. La tribu de Levi escogida por Dios entre las 12 tribus de Israel para ser la tribu sacerdotal y del servicio en el templo: ofrecer sobre el altar, quemar incienso, llevar el efod y comer de lo que los israelitas sacrificaban. 

B. ¿Se le ocurre esta noche cuales son los privilegios espirituales que se le han otorgado en Cristo? P. ej: Salvación, ministerio, bendiciones.


II. PREGUNTA (Ver 29).

A. Después se les hace una pregunta. La pregunta no se hace porque Dios no sepa la respuesta, la pregunta es un recurso que busca hacer reflexionar a Eli, la pregunta es una manera de reclamarle a Eli por lo que ha hecho al mostrar mas amor y respeto por sus hijos que por Dios, por haber menospreciado las ofrendas que se daban a Dios.

B. La pregunta lleva implícita consigo una consigna: NUNCA SE DEBE DESOBEDECER A DIOS POR NINGUNA PERSONA, ni siquiera por los hijos, pero ¿Cuántas veces hemos puesto a otras personas por encima de Dios? ¿Cuántas veces hemos preferido agradar a la gente en lugar de agradar a Dios?

Muchas veces terminamos dando mas honra a los hombres que a Dios a pesar de los privilegios y bendiciones que hemos recibido de nuestro Señor. Los honramos por encima de él como si nuestra vida dependiera de ellos. 


III. ANULACIÓN (Ver 30).

A. En un verso bastante triste se le anuncia a Eli que aquellas bendiciones y privilegios que se le habían asignado a su familia ahora les serian retirados. Bendiciones y privilegios amarrados a que ellos honraran a Dios y no despreciaran a Jehova.

B. ¿Quita Dios lo que nos da? Muchas de las cosas que nos han sido dadas son condicionales, es decir, se mantienen si cumplimos con nuestra parte, vemos esto en que muchas de las promesas de Dios en la Escritura están condicionadas a algo que debemos hacer nosotros. 

No es así con todo lo que Dios nos da, pero si con muchas cosas, es de anotar que el sacerdocio no fue quitado de la tribu de Levi pero si de una de las familias de esta tribu.


IV. SENTENCIA (Ver 31 – 36).

A. El juicio sobre Eli y su familia por lo que habían hecho será drástico:

1. Todos sus descendientes morirán, toda su familia será terminada (Ver 31).

2. Nadie de su familia llegaría a viejo, todos morirían jóvenes, Ofni y Finees morirían jóvenes y el mismo día como señal de la veracidad de estas cosas (Ver 32, 34).

3. Dios levantará otra persona a quien le dará los privilegios que hoy le quita a él ¿Sadoc? (Ver 35).

4. Algunos sobrevivirán pero solo para ver dolor y muerte (Ver 33, 36).

B. Pensar en este tipo de cosas, de como Dios puede quitarnos y enjuiciarnos debe guardarnos del pecado y formar en nuestro corazón un sano respeto por Dios y sus cosas.


Conclusiones.

La historia de Elí es un sombrío recordatorio. Nunca deshonres a Dios por nada ni nadie; Su juicio sobrepasa privilegios. Mantén un temor santo, o perderás más de lo que jamás imaginaste.

VERSIÓN LARGA
La luz de la tarde se filtra por la ventana, pintando sombras largas sobre el suelo. Es en esos instantes de quietud, cuando el bullicio del día se apaga, que las historias antiguas, esas que viajan a través del tiempo como ecos de un sueño, adquieren una claridad inusitada. Nos sumergimos hoy en una de ellas, una que se despliega en las páginas polvorientas de 1 Samuel, un relato que, a pesar de su antigüedad, parece hablarle directamente al alma extraviada en el presente. Los hijos de Elí, nos susurran las escrituras, eran "hijos de Belial," una frase que no necesita traducción para evocar la oscuridad y la depravación. Eran hombres sin valor, sumidos en la vileza, mancillando lo sagrado con sus manos impías. Pero la historia no termina ahí, no se detiene en la sordidez de su pecado. Un mensajero divino, un profeta sin nombre pero con la voz de Dios, se presentó ante Elí, el anciano sacerdote, para entregarle un mensaje de cuatro partes, cada una un escalofrío que debería haber recorrido la espina dorsal del hombre, un aviso, una sentencia.

El mensajero divino comenzó su sombrío dictado con un recuerdo, una evocación de lo que había sido, de lo que se había dado y de lo que se había olvidado. En los versículos 27 y 28 de 1 Samuel 2, la voz de Dios se eleva, no con furia ciega, sino con la melancolía de un amor traicionado. Se le recordó a Elí su llamado, ese momento fundacional en la historia de su linaje, cuando el destino de su casa se entrelazó con el propósito divino. La tribu de Leví, de la cual Elí era descendiente, había sido elegida por Dios, apartada de las doce tribus de Israel. No fue una elección casual, sino un acto deliberado de gracia, una designación para el servicio más íntimo en el tabernáculo, el corazón mismo de la adoración a Dios. Eran los levitas, los sacerdotes, los custodios de lo sagrado. Se les había dado el privilegio de ofrecer sobre el altar, de quemar el incienso cuyo humo ascendía como plegaria, de llevar el efod, esa vestidura sagrada que simbolizaba la conexión con lo divino, y de comer de lo que los israelitas sacrificaban, un sustento bendecido por su dedicación.

Eran privilegios inmensos, una distinción que colocaba a su familia en un lugar de honor y responsabilidad sin parangón. Era una vida dedicada a la intercesión, a ser el puente entre el cielo y la tierra. Y en la noche de este tiempo, en la quietud de nuestra propia reflexión, ¿se le ocurre a usted, a mí, cuáles son esos privilegios espirituales que se nos han otorgado en Cristo? Piense en la salvación, ese regalo inmerecido que nos rescata de las profundidades del pecado, un acto de amor que redefine nuestra eternidad. Piense en el ministerio, no solo el púlpito o la misión transcontinental, sino el servicio silencioso, la palabra amable, la mano extendida al necesitado, la oración ferviente, el testimonio de una vida transformada. Y piense en las bendiciones innumerables que nos envuelven, desde el aliento en nuestros pulmones hasta la promesa de una esperanza que trasciende la muerte. ¿Recordamos la magnitud de estos dones? ¿Los vivimos con la gratitud y la reverencia que merecen, o los damos por sentados, como un derecho adquirido, como un viejo mueble en la sala de nuestra fe? El recuerdo de Elí es un espejo, una advertencia. Lo que se nos da, se nos da para la gloria de Aquel que da, no para nuestro propio engrandecimiento o el de nuestro linaje.


Después del sombrío recuerdo, la voz divina se tornó en una pregunta, una interpelación directa que, aunque no buscaba información para Dios –pues Él conoce cada pliegue del corazón humano–, sí buscaba la reflexión, el remordimiento, la dolorosa toma de conciencia en Elí (ver. 29). "¿Por qué ustedes pisotean mis sacrificios y mis ofrendas que mandé ofrecer en mi morada, y honras a tus hijos más que a mí, engordándote de lo mejor de todas las ofrendas de mi pueblo Israel?" La pregunta era un dardo. No se hacía porque Dios ignorara la respuesta, sino porque quería que Elí, y con él cada alma que escucha, se enfrentara a la cruda verdad de sus prioridades. Elí había mostrado más amor y respeto por sus hijos que por Dios. Había permitido que la depravación de Ofni y Finees, su descaro al tomar lo que no les correspondía de las ofrendas sagradas, continuara impune. Había menospreciado la santidad de lo que se le daba a Dios, permitiendo que sus hijos se sirvieran a sí mismos con glotonería, llenándose de lo mejor, en lugar de honrar al Todopoderoso.

Esta pregunta lleva implícita una consigna inquebrantable: NUNCA SE DEBE DESOBEDECER A DIOS POR NINGUNA PERSONA, ni siquiera por los lazos de sangre más sagrados, como los hijos. ¿Cuántas veces hemos caído en la misma trampa, poniendo a otras personas, sus deseos, sus expectativas, sus opiniones, por encima de la voluntad de Dios? ¿Cuántas veces hemos preferido agradar a la gente en lugar de agradar al Único que verdaderamente importa? Es un dilema antiguo, una tentación que se repite en cada generación. Buscamos la aprobación de los hombres, tememos su juicio, anhelamos su afecto, incluso si eso significa traicionar los principios más altos, los mandatos de nuestra conciencia y la voz del Espíritu Santo.

Terminamos, con demasiada frecuencia, dando más honra a los hombres que a Dios, a pesar de los privilegios y bendiciones inmensas que hemos recibido de nuestro Señor. Los honramos por encima de Él, como si nuestra vida dependiera de su favor, de su aplauso, de su aceptación. Elí, el anciano sacerdote, se había permitido ser un espectador pasivo de la profanación, su amor paternal mal encauzado, su temor a la confrontación más grande que su temor a Dios. Su silencio fue complicidad, su inacción una forma de desprecio a la santidad. La pregunta de Dios no era para Él solo; es para nosotros, en la quietud de nuestra conciencia: ¿A quién honras más en lo profundo de tu ser? ¿A quién temes más, a la gente o a Dios? La respuesta, en la mayoría de los casos, es un eco doloroso de la debilidad humana.


Y entonces, el mensaje de Dios se endureció, tornándose en una palabra de anulación, un lamento grabado en el alma. En un verso de tristeza inmensa (ver. 30), se le anuncia a Elí que aquellas bendiciones y privilegios que se le habían asignado a su familia, esos dones irrevocables, ahora les serían retirados. La promesa de una línea sacerdotal perpetua para su casa, esa herencia de honor y servicio, estaba atada a una condición que ellos habían ignorado: que honraran a Dios y no despreciaran a Jehová. "Yo había dicho en verdad que tu casa y la casa de tu padre andarían delante de mí para siempre; mas ahora ha dicho Jehová: Nunca más, porque yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán tenidos en poco." Es una verdad que se alza como una montaña: la fidelidad de Dios es inquebrantable, pero su favor, en muchas ocasiones, está condicionado a nuestra obediencia.

¿Quita Dios lo que nos da? La respuesta no es sencilla, no es un sí o un no rotundo. Muchas de las cosas que nos han sido dadas son, de hecho, condicionales. Es decir, se mantienen, se perpetúan, si cumplimos con nuestra parte del pacto. Vemos esto una y otra vez en las Escrituras: muchas de las promesas de Dios están condicionadas a algo que debemos hacer nosotros, una respuesta de fe, una acción de obediencia, un arrepentimiento genuino. "Si mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, se humillare, y orare, y buscare mi rostro, y se convirtiere de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra" (2 Crónicas 7:14). La bendición y la disciplina están intrínsecamente ligadas a la relación, a la lealtad.

No es así con todo lo que Dios nos da, por supuesto. La salvación por gracia, el don de la vida eterna en Cristo, es incondicional en su origen, una dádiva que no depende de nuestras obras para ser recibida, sino de nuestra fe. Sin embargo, muchas de las bendiciones que experimentamos en la vida terrenal, los ministerios que se nos confían, los privilegios de servicio, la plenitud de la comunión, sí están sujetos a nuestra fidelidad. Es de vital importancia notar que el sacerdocio, en su conjunto, no fue quitado de la tribu de Leví. El pacto con Leví se mantuvo. Pero sí fue retirado de la familia específica de Elí, de su descendencia inmediata. Una rama fue podada, no el árbol entero. El juicio es específico, el dolor, localizado, pero las consecuencias, profundas. Es una lección sombría: la gracia nos envuelve, pero la responsabilidad nos exige.


Y así, la palabra final del mensaje divino se desvela en toda su crudeza: la sentencia (ver. 31-36). El juicio sobre Elí y su familia, por lo que habían hecho y por lo que habían permitido, sería drástico, implacable, teñido de un dolor profundo que se extendería por generaciones.

Primero, todos sus descendientes morirían jóvenes, la línea de vida cortada antes de su tiempo. La casa de Elí, que había sido prometida una duración eterna en el servicio, sería terminada, sus raíces arrancadas de la tierra. La imagen de una familia diezmada, de vidas truncadas, es devastadora.

Segundo, la sentencia se hizo aún más específica y dolorosa: "Y tus dos hijos, Ofni y Finees, morirán en el mismo día" (ver. 34). Esta muerte simultánea sería la señal, el sello irrefutable de la veracidad de estas profecías. No solo morirían jóvenes, sino que su fin sería un testimonio público del juicio divino, una confirmación innegable de que las palabras del profeta venían de Dios. Nadie de su casa llegaría a viejo, una maldición que se cerniría sobre cada nacimiento en su linaje.

Tercero, en medio de la destrucción, se vislumbraba una esperanza, una promesa de restauración, pero no para la casa de Elí. Dios levantaría a otra persona, un "sacerdote fiel" (ver. 35), a quien le daría los privilegios que hoy le quitaba a Elí. Los eruditos sugieren que esta profecía se cumpliría en Sadoc, un sacerdote fiel que surgiría más tarde en la historia de Israel, un recordatorio de que, aunque Dios juzga la infidelidad, su propósito nunca es frustrado. Él siempre levantará a quienes lo honren.

Y cuarto, la sentencia reservaba un destino particularmente cruel para algunos de los sobrevivientes de la casa de Elí. No morirían, pero su existencia sería un tormento perpetuo. "Y el varón de los tuyos que yo no cortare de mi altar, será para consumir tus ojos y llenar de tristeza tu alma; y todos los nacidos en tu casa morirán en la edad viril" (ver. 33). Algunos sobrevivirían solo para ser testigos de la desolación, para ver el dolor y la muerte consumir a sus seres queridos, para arrastrarse en la miseria, pidiendo un mendrugo de pan y una moneda a los que aún servían en el templo (ver. 36), el mismo templo que sus ancestros habían profanado. Una vida sin honor, sin propósito, marcada por la humillación, un eco constante del juicio divino.

Pensar en este tipo de cosas, en cómo Dios puede quitarnos lo que nos ha dado, en cómo su juicio se cierne sobre la desobediencia, debería grabarse en lo más profundo de nuestro corazón. No como un temor paralizante, sino como un sano respeto por Dios y sus cosas. Debe guardarnos del pecado, de la complacencia, de la tentación de poner a los hombres por encima de Aquel que es santo. Nos recuerda que no estamos por encima de su ley, que los privilegios no son licencias para la impunidad, y que la misericordia de Dios, aunque infinita, no debe ser confundida con la indiferencia. Es una llamada a la reverencia, a la integridad, a la obediencia radical, porque lo que está en juego es más grande que cualquier afecto humano, cualquier conveniencia personal.


La historia de Elí es un sombrío recordatorio que resuena a través de los siglos. Nos enseña con dolorosa claridad que nunca, bajo ninguna circunstancia, debemos deshonrar a Dios por nada ni por nadie. Sus privilegios, sus bendiciones, su llamado, no son para ser tomados a la ligera. El juicio de Dios, aunque a veces lento en llegar, sobrepasa cualquier privilegio que hayamos recibido. Mantén un temor santo por Aquel que es santo, un respeto que te guarde del pecado y de la complacencia, o corres el riesgo de perder más de lo que jamás imaginaste, más de lo que la mente puede concebir. Y en la quietud de esta noche, la pregunta resuena: ¿Qué tesoro, qué privilegio divino, estás descuidando en este momento, arriesgándote a perderlo todo?



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