Tema: Día de la madre. Título: Proverbios 10: 1, El valor de una madre. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. AHUYENTA A SU MADRE (Prv. 19:26).
II. ROBA A SU MADRE (Prv. 28:24).
III. MALDICE A SU MADRE (Prv. 20:20)
IV. MENOSPRECIA A SU MADRE (Prv. 15:20; 23:22; 30:17).
Existen silencios que gritan más fuerte que cualquier palabra. Es el silencio que habita en una casa que alguna vez estuvo llena de risas y de la voz de una madre, ahora reducida a la soledad de sus recuerdos. Es el eco de un teléfono que no suena, la quietud de una puerta que permanece cerrada. Es un silencio que se siente, que pesa en el corazón de quien dio la vida, de quien tejió sueños y sacrificios en cada fibra de su ser. En la vastedad de la sabiduría de los Proverbios, esa antigua voz que resuena desde las páginas del tiempo, encontramos una verdad tan dolorosa como universal: "El hijo necio es tristeza de su madre." Y es en la exploración de esa tristeza, en el dolor de esa necedad, donde encontramos un mapa no solo del alma humana, sino de la urgente necesidad de la redención. No es una mera advertencia, sino una súplica, un lamento que nos confronta con la posibilidad de convertirnos en esa fuente de pena para quien más nos ha amado. Hoy, nos atrevemos a describir el rostro de la necedad, no para juzgar, sino para que podamos, en la luz de la verdad, elegir un camino diferente.
La primera traición del hijo necio, la que resuena con un dolor que no necesita palabras para ser comprendido, es la de ahuyentar a su madre. El sabio nos lo dice sin ambages: “El que ahuyenta a su padre y a su madre es hijo infame y deshonroso.” En un mundo que a menudo celebra la independencia y la autosuficiencia, esta verdad bíblica nos recuerda que hay una deuda sagrada que no se puede saldar con dinero, ni con distancias geográficas. Ahuyentar a una madre no es solo un acto de abandono físico, como el que se vive en los fríos pasillos de un ancianato, donde las sillas de ruedas esperan el eco de una visita que no llega. Es un acto de alma, de espíritu. Es dejar de contestar las llamadas, dejar de visitar, de sostenerla económicamente, emocionalmente. Es sacar a la luz el rostro de la vergüenza, no de la madre, sino del hijo. La necedad, en este caso, se disfraza de conveniencia, de una vida ajetreada, de prioridades que no incluyen a la persona que fue la primera en sacrificar las suyas por nosotros. Es un corazón que se ha endurecido, que se ha vuelto insensible a la fragilidad de la vejez, a la inmensa soledad que se agazapa en la tarde de la vida. La tragedia de este acto no es solo el abandono, sino la traición a la memoria misma del amor. En cada arruga, en cada cana, en cada gesto de sus manos, está escrita la historia de su entrega. Y el hijo necio, con su indiferencia, la borra.
El hijo necio, en su ceguera espiritual, no solo ahuyenta a su madre, sino que la roba. El Proverbio 28:24 nos presenta una verdad estremecedora: "El que roba a su padre y a su madre, y dice: «¿Qué tiene de malo?», es igual que un asesino." La versión NTV lo traduce de manera aún más contundente: "es igual que un asesino". ¿Qué es lo que nos hace tan insensibles a la maldad de un acto que, ante el mundo, podría parecer menor? El hijo necio, con la facilidad de quien toma lo que cree que es suyo, hurta la herencia, las propiedades, el dinero. Pero más allá de lo material, roba la tranquilidad. El agravante no es solo el acto de robar, sino la justificación. "No tiene nada de malo", dice su corazón endurecido, "ella no lo necesita". En esa frase se esconde la verdadera esencia de la necedad: una perversión moral que considera la bondad como una debilidad. Quien roba a su madre no solo se queda con sus bienes, sino que le quita la fe en la bondad humana, en la decencia de su propio linaje. El ladrón que asalta en la noche es un extraño; el hijo que roba es un traidor. Su acto no solo empobrece a su madre, sino que la despoja de su dignidad. Y la palabra de Dios, en su cruda honestidad, nos lo dice con la misma solemnidad que reserva para los criminales más viles. Porque el hijo que roba a su madre mata su paz, su seguridad, su esperanza. Es el robo del alma.
Pero la necedad no solo se manifiesta en el silencio del abandono o en el hurto silencioso. A veces, tiene el sonido de una voz que hiere. El hijo necio maldice a su madre, y sobre él cae una sentencia que es a la vez poética y aterradora: “Se le apagará su lámpara en oscuridad tenebrosa.” Hablar mal, insultar, calumniar. Esas palabras, cargadas de veneno, son lanzadas contra quien, con cada aliento, solo ha proferido bendiciones. La maledicencia del hijo es la negación de la vida que su madre le dio. Y la Biblia no lo dice a la ligera. El destino de quien maldice a su madre es una oscuridad que no es solo la ausencia de luz física, sino la total extinción de la luz del espíritu. Es la pérdida de la guía, la ceguera del alma. Su futuro es un túnel sin salida, su muerte un fin sin esperanza. Este es el destino de quien elige la crueldad en lugar de la gratitud, el veneno en lugar de la miel. Porque la boca que maldice a su madre es un pozo de amargura que finalmente se traga a sí mismo.
Finalmente, y quizás la más sutil de todas las traiciones, el hijo necio menosprecia a su madre. Los Proverbios 15:20 y 23:22 nos suplican que no la menospreciemos, especialmente en su vejez. Y el Proverbio 30:17 añade una imagen que nos estremece: "El que desobedece y desprecia a sus padres, bien merece que los cuervos le saquen los ojos y que los buitres se lo coman vivo." Menospreciar es no tener en poco, es no preferir, es desestimar la sabiduría que se ha forjado en el crisol de una vida entera de experiencia. El hijo necio escucha la voz de su madre, pero no la atiende. Desestima su consejo, lo considera anticuado, irrelevante, obsoleto. El menosprecio es el veneno que carcome la relación desde adentro. Es la arrogancia del que cree saberlo todo, del que mira con desdén la sabiduría que la paciencia y el amor han cultivado. Y la sentencia que se le aplica es simbólica de un final sin honor. Morir sin sepultura, sin un lugar de descanso, es una muerte sin memoria, una vida tan vacía que su fin es la comida de las bestias. Es el final de una existencia que se negó a sí misma la posibilidad de un legado de amor.
No estamos aquí para señalar con el dedo, sino para mirarnos en el espejo de la Palabra. La necedad, en sus muchas formas, no es un destino inevitable, sino una elección. Y en este día en que celebramos la vida de las madres, la voz de la Escritura nos llama a un examen de conciencia. Nos pide que miremos más allá de las flores y los regalos, y que consideremos la verdadera naturaleza de nuestra relación. Nos pregunta si hemos ahuyentado a nuestra madre con nuestra indiferencia, si la hemos robado de su paz, si la hemos maldecido con palabras de dolor, o si la hemos menospreciado con nuestro orgullo. El amor de una madre es un tesoro incalculable, un regalo inmerecido de la gracia divina. Y la única respuesta digna de ese amor es el honor. No un honor ceremonial, sino uno que se vive en cada acción, en cada palabra, en cada pensamiento. Un honor que se traduce en presencia, en cuidado, en respeto. En un corazón agradecido. Un corazón que elige no ser la aflicción de su madre, sino su alegría. ¿Y tú, serás un hijo necio? ¿O, con un corazón transformado, elegirás honrar la vida que te fue dada, celebrando a tu madre no solo hoy, sino cada día?
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