Tema: Día de las madres. Título: Características de una madre según la Biblia. Texto: Génesis 21: 8 – 21. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
I. UNA MADRE PROTEGE (Ver 9 – 10)
II. UNA MADRE LLORA (Ver 14 - 16)
III. UNA MADRE ESCUCHA (Ver 17 – 20)
Aquí estamos, en Soacha, Cundinamarca, este viernes 28 de junio de 2025, en un día que hemos apartado para celebrar y reconocer a un grupo de seres verdaderamente extraordinarios. Hablo de las madres, esas mujeres que son, sin lugar a dudas, únicas, especiales y maravillosas. Es una verdad que resuena profundamente en lo más íntimo de nuestros corazones, una convicción que el tiempo solo hace más fuerte: su papel en nuestras vidas es absolutamente, indiscutiblemente, irremplazable.
Hoy, quiero que dirijamos nuestra atención, no a las festividades externas, sino a la fuente más pura de sabiduría: la inmutable Palabra de Dios. Nuestro texto guía, hallado en Génesis 21:8-21, nos abre una ventana a las vidas de dos madres que, a primera vista, parecen estar en extremos opuestos del espectro humano: Sara y Agar. Al adentrarnos en este pasaje, con la oración en nuestros labios y la expectativa en nuestro espíritu, descubriremos no solo una o dos, sino diversas y fundamentales características que definen el corazón de una madre, rasgos que han trascendido el tiempo, la cultura y las circunstancias, revelando la esencia misma de ese amor incondicional que ellas nos ofrecen. Prepárense para ser conmovidos, inspirados y desafiados a una gratitud más profunda.
Es fácil, desde nuestra cómoda perspectiva actual, y con el beneficio de la retrospectiva, juzgar las acciones de Sara en este relato. Podríamos, y de hecho muchos lo hacen, ver su decisión de demandar que Agar e Ismael fueran echados de la casa de Abraham como inadecuada, incluso pecaminosa en su dureza. Sin embargo, amados amigos, quiero que hoy nos enfoquemos más allá de la superficie de la acción y profundicemos en la esencia de su motivación. Quiero que su mirada se fije en el corazón que impulsó esa decisión: su inquebrantable acto de protección hacia su hijo Isaac.
Sara, como cualquier madre que ha esperado con anhelo y oración por el fruto de su vientre, estaba inmensamente preocupada por el bienestar y el futuro de su hijo. Isaac no era un niño cualquiera; él era el hijo de la promesa divina, el heredero de un legado que Dios mismo había establecido para Abraham. Era la encarnación de la risa de Dios, el milagro que ella había esperado por décadas. En su corazón de madre, Sara percibía la presencia de Ismael, el hijo nacido de la impaciencia humana, no solo como una fuente de tensión en el hogar, sino como una amenaza directa a la posición, al destino y a la herencia de Isaac. Su acción, aunque a nuestros ojos pueda parecer drástica o incluso cruel, fue impulsada por un profundo e innegable deseo de salvaguardar el futuro de su hijo y asegurar la herencia que le correspondía inalienablemente como el primogénito de la esposa legítima. Ella actuó desde un lugar de amor posesivo, sí, pero un amor que buscaba preservar el propósito divino para su hijo.
Quiero ser enfático aquí, para que no haya malinterpretaciones: no estamos sugiriendo, ni por un momento, que una madre deba recurrir al pecado, a la injusticia, a la crueldad o a métodos moralmente cuestionables para proteger a sus hijos. ¡Absolutamente no! La ética de sus métodos, la rectitud de su acción en sí misma, no es el punto central de nuestra enseñanza hoy. Lo que deseamos destacar, lo que nos llama a la reflexión y al asombro, es la profundidad inmensurable del deseo protector que late en el corazón de una madre. Es un instinto primordial, una fuerza poderosa, casi indomable, que las impulsa a hacer lo que sea necesario para garantizar el bienestar de sus pequeños. Una fuerza que puede llevarlas a actuar de maneras que, a primera vista, nos parecen extremas, pero que nacen de las profundidades de un amor sacrificial. Este amor protector es, sin lugar a dudas, una de las características más notables y hermosas que definen a una madre; ellas son capaces de ir hasta los límites, incluso de sacrificarse a sí mismas, para resguardar y asegurar el futuro de sus hijos. Es el rugido de la leona que protege a sus cachorros, la primera línea de defensa, el escudo humano que se interpone ante el dolor y el mal del mundo. ¡Qué bendición incalculable es ese amor en nuestras vidas!
Ahora, volvamos nuestra mirada a una figura que personifica el dolor, la desesperación y la vulnerabilidad más cruda: Agar. En este relato, la encontramos en un estado de desolación absoluta. Despedida de la casa de Abraham, con solo un mísero odre de agua y un poco de pan, ella se ve forzada a vagar sin rumbo fijo por el inhóspito desierto de Beerseba. Imaginen la escena: el sol implacable quemando su piel, la arena ardiente tragándose cada huella de sus pies cansados, el silencio ominoso del desierto que solo magnifica su soledad y la incertidumbre que carcome su alma con cada paso incierto. Y, como era inevitable, la provisión, ese mísero odre de agua, se agota. La vida misma, con cada gota que se evapora, comienza a escurrirse de entre sus manos.
Cernida por la inminente muerte de su hijo, Ismael, con el corazón destrozado en mil pedazos, Agar toma una decisión que ninguna madre, en ningún tiempo, debería tener que tomar. En un acto de amor desesperado y de agonía profunda, acostó al niño, a su amado Ismael, debajo de un pequeño arbusto, buscando una sombra efímera que apenas existía. Y luego, con una punzada de dolor que solo una madre puede comprender, se alejó. Se alejó a "una distancia de un tiro de arco", una distancia calculada, suficiente para no presenciar el último aliento de su hijo. Porque, oh, el dolor de esa decisión, la impotencia, la agonía de ver el final de su pequeño, era sencillamente demasiado para su alma. Y allí, en esa distancia autoimpuesta por el tormento, ella "alzó su voz y lloró". Fue un lamento que resonó a través del tiempo y del espacio, un grito desgarrador de una madre ante la tragedia más profunda, el eco de un corazón destrozado en su inmensa agonía. Aunque algunas versiones bíblicas insinúan que fue Ismael quien lloró, la mayoría de los estudiosos, y sobre todo la arrolladora emotividad del relato, apuntan a Agar, a la madre, como la que derramó esas lágrimas de agonía inmensa. Su llanto, un torrente incontrolable de dolor y desesperación, llenó el vasto y cruel silencio del desierto.
¿Por qué llora Agar? Al leer este relato, surgen al menos dos razones fundamentales que destrozarían cualquier corazón compasivo. En primer lugar, llora por el maltrato y la injusticia que sufrió a manos de Sara y Abraham, la humillación de ser desterrada de su hogar, de ver su vida completamente trastocada, la ruptura de su seguridad y la aniquilación de su futuro previsible. Y en segundo lugar, y quizás lo más devastador, lo que le partía el alma en pedazos, llora por la inminente y cruel muerte de su hijo, quien se encontraba en una situación desesperada, agonizando bajo un arbusto, a un paso del fin. Este retrato nostálgico, pero dolorosamente real, de Agar resuena con el dolor, la impotencia y la angustia que muchísimas madres sienten hoy en día, en cada continente, en cada cultura, cuando ven sufrir a sus hijos, cuando se enfrentan a situaciones desesperadas que están más allá de su control, o cuando el futuro prometedor de sus pequeños se ve repentinamente amenazado por enfermedades, injusticias o decisiones equivocadas.
Sí, amados, esta verdad no ha cambiado a través de los milenios: hoy en día, las madres continúan llorando. Lloran en silencio en la oscuridad de la noche, con la almohada empapada de lágrimas ocultas, o con gritos desgarradores que solo Dios y los ángeles escuchan. Lloran por el maltrato que sufren sus hijos en un mundo cruel e implacable, ya sea físico, emocional, psicológico o espiritual. Lloran al verlos tomar "malos pasos", desviarse del camino de la verdad y la rectitud, caer en adicciones destructivas que devoran su futuro, o tomar decisiones imprudentes que los arrastran hacia el abismo. Lloran por el sufrimiento que experimentan sus pequeños, sea una enfermedad crónica que los consume, una desilusión amorosa que les rompe el corazón, un fracaso académico que les roba la confianza, o el rechazo implacable de una sociedad que juzga sin piedad. Así son ellas: ese es el corazón de una madre, un pozo profundo, inagotable, de empatía y dolor compartido. Es un corazón que se rompe mil veces con cada dolor de su hijo, y se recompone otras mil, no por su propia fuerza, sino por el poder inagotable de su amor, un amor que se niega a soltar, incluso en la desesperación más oscura. Esas lágrimas no son en absoluto una señal de debilidad; al contrario, son la expresión más pura, más visceral, más auténtica de un amor que trasciende la propia vida. Son el eco lejano, pero potente, del dolor de Dios por Su propia creación, por Sus hijos perdidos.
Pero la historia de Agar, y la historia de toda madre que sufre, no termina en la desesperación, no concluye en la agonía del desierto. ¡Gloria a Dios por ello! En el punto más bajo de su existencia, cuando toda esperanza parecía haberse evaporado como el rocío matutino bajo el sol abrasador, emerge una voz, un sonido, una intervención divina que lo cambia todo. La tercera característica que nos ofrece esta parábola, la que transforma la desesperación más profunda en un milagro resplandeciente, es que una madre escucha.
En medio de su desolación, de su llanto desgarrador y de la inminente muerte de su hijo, Agar escucha una voz que proviene directamente del cielo. No es una voz humana que se desvanece con el viento, no es un susurro engañoso de la mente. Es la voz inconfundible de Dios, que irrumpe en su sufrimiento con un consuelo que traspasa las capas de dolor, con una dirección clara que le muestra el camino, y, lo más importante, con una esperanza que brota como un manantial en el desierto.
¿Qué dice esa voz? ¿Qué palabras celestiales, llenas de gracia y poder, penetran la desesperación abismal de Agar?
"¿Qué tienes, Agar?" Es una pregunta que no busca información, sino que está impregnada de una compasión infinita, una pregunta que reconoce su dolor más íntimo, que valida su sufrimiento.
"No temas." Un mandato divino que no solo es una orden, sino una declaración de autoridad que disipa el pánico que la ahoga, el terror que la paraliza.
"Levántate, alza al muchacho." Una instrucción clara, específica, que exige una acción inmediata, que demanda un acto de fe incluso cuando no hay fuerzas.
"Sostenlo con tu mano." Un recordatorio de su responsabilidad como madre, pero también una promesa implícita de la fuerza que aún le quedaba, la fortaleza que Dios le daría para cumplir con esa responsabilidad.
"Porque yo haré de él una gran nación." Una promesa monumental, una visión de futuro que se extiende mucho más allá de su presente agonía, una promesa que pinta un lienzo de gloria y propósito para el destino de su hijo.
Y, ¡oh, la maravilla del amor divino! Al instante, sus ojos fueron abiertos, y de repente, vio un pozo de agua que antes, en su ceguera por el dolor, no había percibido. ¡Un milagro en el desierto! Una fuente de vida donde antes solo había muerte.
Ahora bien, la verdad universal es que todas las madres tienen la capacidad de escuchar. Ellas son receptoras por naturaleza, sintonizadas con las necesidades no expresadas de sus hijos, con los ritmos sutiles de su hogar, con las corrientes silenciosas de la vida familiar. Pero la pregunta crucial, la que lo cambia todo para bien o para mal, es: ¿qué es lo que realmente escuchan?
Algunas madres, lamentablemente, en su agotamiento y desesperación, pueden no oír las palabras dulces y poderosas del cielo. En cambio, sintonizan las voces estridentes y engañosas del mundo: las de personas negativas que siembran dudas y desánimo en su corazón, los chismes destructivos que envenenan el alma con resentimiento y amargura, los "especialistas" de turno que ofrecen soluciones vacías o consejos que, en el fondo, contradicen la sabiduría divina y la paz interior. Estas voces mundanas pueden llevarlas inexorablemente a la desesperación más profunda, al agotamiento total del espíritu, a la pérdida progresiva de la fe en sí mismas y en sus hijos.
Sin embargo, hay otro camino. Si deciden, con un acto de voluntad valiente y con una fe que se aferra a lo invisible, escuchar las palabras del cielo, como lo hizo Agar en su hora más oscura, encontrarán consuelo y esperanza en medio de sus luchas más profundas. Escuchar estas palabras divinas, estas promesas eternas, puede ser un faro de luz inquebrantable, una brújula infalible en los tiempos más oscuros y confusos de la maternidad:
Si sientes que el miedo te paraliza, que la ansiedad te ahoga con respecto al futuro de tus hijos, la voz de Dios te dice con dulzura pero con autoridad: "No tengas miedo, amada hija, porque Yo estoy contigo. Nunca te dejaré ni te desampararé." Su presencia es tu refugio.
Si te sientes caída, agotada, completamente desalentada por alguna situación difícil en tu hogar, con tus hijos rebeldes, o en tu propia vida personal, la voz de Dios te dice: "Levántate, levántate con la fuerza que yo te doy, y levanta a tus hijos contigo, porque mi poder se perfecciona en tu debilidad." No hay fuerza humana que se compare con la que Él puede infundirte.
Si has perdido la fe en el futuro de tus hijos, si las circunstancias adversas, las malas noticias o las decepciones te han robado la esperanza que una vez tuviste, la voz de Dios te susurra con una promesa inmutable: "Recuerda mi promesa, yo haré de ellos una bendición, porque Mis planes para ti y para ellos son de bien y no de mal, para daros un porvenir y una esperanza." Su plan es perfecto, incluso cuando el nuestro flaquea.
La invitación es profundamente personal y urgente para cada una de ustedes, queridas madres: Conviértete en una mujer, en una madre, que escucha activamente las palabras del cielo hoy. No permitas que el ruido ensordecedor del mundo, las críticas, las expectativas irreales o las voces negativas ahoguen la voz suave y poderosa de Aquel que tiene la solución para cada problema, la paz para cada tormenta, el amor para cada herida. Si ya conoces a Cristo, si has entregado tu vida a Él como tu Señor y Salvador, entonces este es el momento de activar tu fe, de ponerla en acción. Confía con todo tu ser en que hay esperanza, que hay provisión divina, que hay un camino, incluso cuando tus ojos naturales no lo vean. Recuerda a Agar: ella escuchó, y sus ojos fueron abiertos a la fuente de vida que la salvó a ella y a su hijo. Que tus oídos espirituales también estén abiertos hoy, y cada día, para que el milagro de Dios se despliegue en tu vida, en tu hogar y, gloriosamente, en la vida de tus hijos.
En este Día de las Madres, hemos viajado a través de las historias entrelazadas de Sara y Agar. No las hemos traído a la luz para juzgarlas, sino para extraer de sus experiencias humanas, a veces tan imperfectas, las verdades eternas que revelan la inquebrantable esencia del corazón de la maternidad.
Hemos visto, con una claridad conmovedora, que las madres son protectoras, dotadas de un instinto feroz, un amor guardián que las impulsa a salvaguardar a sus hijos de cualquier amenaza, un amor que las lleva a acciones extremas, a ser un escudo humano inquebrantable entre sus pequeños y el peligro. Hemos sentido la profundidad abismal de que una madre llora, derramando lágrimas de dolor, de impotencia, de angustia, por cada sufrimiento de sus hijos, un reflejo palpable del corazón compasivo y sacrificado que solo una madre posee. Y hemos descubierto la bendición inigualable de que una madre escucha, no solo los clamores constantes del mundo, sino, crucialmente, la voz de consuelo, de dirección y de esperanza que proviene del cielo, una voz divina que tiene el poder de transformar la desesperación más profunda en un milagro resplandeciente.
Estas características, amado lector, son solo un pequeño, pero poderoso reflejo del inmenso amor, del sacrificio incalculable día tras día, y de la resiliencia sobrenatural que las madres ofrecen sin descanso, año tras año, a lo largo de toda su vida. Ellas son el fundamento sólido de nuestras familias, las tejedoras pacientes de nuestros sueños más grandes, las primeras maestras de nuestra fe, las que nos enseñan a orar, a amar, a creer. Son las que, con sus manos cansadas pero amorosas, construyen el hogar y nos dan las alas para volar.
Hoy, más allá de los regalos brillantes y las flores perfumadas (que son hermosos y merecidos, por supuesto), hagamos un pacto solemne y silencioso en lo más profundo de nuestro corazón. Oremos con fervor para que cada madre, en cada rincón de este vasto mundo, pueda encontrar la fortaleza inquebrantable que solo Dios puede dar, esa energía que las impulsa a seguir adelante cuando ya no les quedan fuerzas. Oremos para que la esperanza inquebrantable que solo Su Palabra puede sembrar, arraigue profundamente en el corazón de cada madre en medio de sus desafíos más grandes. Oremos para que sus lágrimas, esas lágrimas sagradas, se conviertan milagrosamente en gozo desbordante, para que sus miedos más arraigados se transformen en una fe inamovible, y para que sus esfuerzos incansables culminen en victorias que celebren la gloria de Dios.
Que en este día tan especial, y en cada día venidero, no solo hoy, honremos y valoremos con acciones concretas, con palabras sinceras, con un amor que se demuestre, a todas las madres que nos rodean: a las que están aquí físicamente con nosotros, a las que nos criaron con amor y ya partieron a la presencia del Señor, y a las que, sin ser nuestras madres biológicas, han ejercido una influencia materna en nuestras vidas. Que las abracemos con cariño sincero, que las bendigamos con nuestras oraciones y nuestro apoyo constante, y que las apoyemos en sus luchas diarias. Y que, si tú eres madre, mi querida amiga, abraza estas verdades con todo tu ser, sabiendo que en cada acto de protección que realizas, en cada lágrima derramada por tus hijos, y en cada momento de escucha atenta a la voz de Dios, estás viviendo la esencia misma de un amor que es, sin duda alguna, un reflejo imperfecto pero hermoso, del amor perfecto y divino de nuestro Padre celestial. Que la presencia de Dios las envuelva hoy y siempre, llenándolas de una paz que sobrepasa todo entendimiento y de un gozo inefable que solo Él puede dar.
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