Tema: Josué. Título: Secretos de Josué: Cómo Comenzar de Nuevo tras la Derrota en Hai. Texto: Josué 8: 1 – 30. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. RECORDAR LA COMPAÑÍA DE DIOS (Ver 1).
II. APRENDER DE LOS ERRORES (Ver 3).
III. ESTAR DISPUESTOS A VOLVER (Ver 1)
IV. NO PERDER LA CONFIANZA (Ver 25 – 27).
El primer susurro de esperanza, la primera luz que atraviesa las nubes de la desilusión, es el recuerdo, la certeza inamovible, de la compañía de Dios. Imaginen a Josué, el gran líder, recién mordiendo el polvo de la derrota en Hai, su corazón quizás pesado, sus rodillas temblorosas. Y en ese momento de fragilidad, la Voz le llega, inconfundible, resonando con palabras ya conocidas, palabras que eran promesas selladas en el mismo Sinaí: "No temas ni desmayes; toma contigo a toda la gente de guerra, y levántate y sube a Hai; mira, yo he entregado en tu mano al rey de Hai y a su pueblo, su ciudad y su tierra" (Josué 8:1). ¿Lo ven? Dios no le reprocha, no le echa en cara el error. No le dice: "Por tu imprudencia, por tu pecado, te abandono." No. Le asegura la victoria, una victoria que ya está entregada, que solo espera la mano que la reciba.
Cuando el pecado, esa astilla maligna, nos hace tropezar y caer, cuando el fracaso nos golpea con su látigo cruel, el alma se encoge. Pero una vez que el arrepentimiento sincero brota, una vez que el corazón se humilla y se postra ante el trono de la gracia, la restauración es una promesa. Y en esa restauración, hermanos, no debemos dudar ni por un instante: contamos con el respaldo incondicional de Dios. Él no es un contable celestial que lleva la cuenta de nuestros errores. Él es el Padre que levanta al caído, el Pastor que busca a la oveja extraviada. Su amor es un escudo, su presencia, la victoria garantizada.
Pero la gracia divina no nos exime del aprendizaje. Es más, nos invita a él, nos impulsa a desentrañar las lecciones ocultas en el valle de la sombra. En la primera incursión contra Hai, Josué, con una confianza quizás demasiado humana, cometió errores. Errores que, como grietas en un vaso, derramaron la vida de treinta y seis hombres y sembraron la desmoralización en el campamento. Pero la derrota, si se mira con ojos abiertos, es un maestro severo pero sabio. Y Josué, el líder forjado en la adversidad, estaba ahora dispuesto a enmendar el camino.
Primero, la humildad. Ahora, espera la voz de Dios (Josué 8:1). No se lanza por su cuenta, no confía en su propia estrategia. El fracaso le enseñó que la verdadera sabiduría nace de la escucha, de la rendición a la voluntad divina. Es en el silencio del alma, en la quietud de la oración, donde la estrategia celestial se revela.
Segundo, la preparación. Ahora tiene un plan (Josué 8:3-8). No una embestida impulsiva, sino una táctica cuidadosamente orquestada: una emboscada, un señuelo, una retirada estratégica. El desorden del fracaso se transforma en la precisión de la planificación. La fe no es sinónimo de irresponsabilidad; es la confianza que nos impulsa a preparar el camino que Dios ya ha trazado.
Y tercero, el empeño personal, el liderazgo encarnado. Ahora va él mismo y pone todo su esfuerzo (Josué 8:3, 10). No se queda atrás, delegando desde la comodidad. Los términos que el texto usa para describir su liderazgo en esta segunda batalla son contundentes: "les mandó" (v. 4), "Mirad que yo os lo he mandado" (v. 8), y "Josué los envió" (v. 9). ¡Qué contraste con la primera incursión, donde la Escritura solo dice: "Fueron allá unos 3.000 hombres..." (Josué 7:4)! Esta vez, no fue una simple ordenanza, sino una presencia activa, una guía visible, un compromiso total. Su figura se yergue al frente, inspirando con el ejemplo.
¿Cuántas veces, hermanos, hemos tropezado una y otra vez con la misma piedra? ¿Cuántas veces el mismo error nos ha arrastrado a la misma ciénaga? Los errores son, en verdad, maestros gigantescos, pero solo para aquellos que tienen la humildad de aprender de ellos. La sabiduría no consiste en no caer, sino en levantarse cada vez con una lección aprendida, con una nueva fortaleza forjada en el fuego de la experiencia.
Y el tercer secreto, quizás el más difícil para el orgullo humano, es estar dispuesto a volver. Dios le dice a Josué que vuelva una vez más a Hai, el lugar exacto del fracaso, el escenario de la derrota aplastante (Josué 8:1). ¡Qué lección tan profunda! No le desvía a un nuevo campo de batalla donde el recuerdo del tropiezo no pese. No, lo envía de vuelta al lugar donde el dolor fue más agudo, donde la vergüenza parecía imborrable. Y lo más asombroso: no solo promete la victoria, sino también el botín (Josué 8:2). La misma tierra que les negó la prosperidad, ahora se les abriría en abundancia.
Para comenzar de nuevo de verdad, debemos tener la valentía de volver a intentarlo, de regresar a esas tareas, a esos sueños, a esos propósitos donde hemos fracasado una y otra vez. El miedo al ridículo, el temor a revivir el dolor, son cadenas invisibles que nos atan al pasado. Pero la fe nos llama a romperlas, a pisar de nuevo el mismo terreno, pero con una actitud renovada y una confianza anclada en Dios.
Sin embargo, hermanos, y esto es crucial: nunca, bajo ninguna circunstancia, vuelvan a ese lugar de fracaso si no están en la correcta relación con Dios. El pecado de Acán fue la raíz de la primera derrota. Su codicia, su desobediencia, envenenó el campamento. Imaginen por un instante la ironía, la tragedia oculta: si Acán hubiera esperado solo unos días más, si su corazón no se hubiera inclinado a la desobediencia, no solo habría podido tomar lo que su corazón anhelaba, sino todo lo que hubiera querido, sin manchar su alma ni la del pueblo. Pero su pecado, como siempre ocurre, no le permitió disfrutar de la inundación de la bendición de Dios. El desorden en el alma precede al desorden en la vida. La reconciliación con Dios es el único cimiento sólido para cualquier nuevo comienzo.
Y así, en la culminación de esta senda de resiliencia, encontramos el cuarto secreto: no perder la confianza. La derrota anterior había sido un golpe devastador. Treinta y seis hombres habían entregado sus vidas, y con ellas, la moral del pueblo se había desplomado. La confianza, ese frágil vaso de cristal, se había hecho añicos. Pero ahora, ante sus ojos, se desplegaba una victoria aplastante (Josué 8:25-27). La ciudad de Hai, que antes había sido su verdugo, ahora era un montón de escombros bajo sus pies. Los despojos, la riqueza, el honor, todo les pertenecía. Este es el testimonio vivo de cómo las circunstancias pueden dar un giro de ciento ochenta grados, cómo Dios, con su mano poderosa, puede convertir los fracasos más dolorosos en bendiciones inmensas.
Por ello, amados, no debemos darnos por vencidos. La tentación de claudicar, de tirar la toalla, es fuerte cuando el camino se torna oscuro. Pero debemos estar dispuestos a volver a empezar, una y otra vez si es necesario. Las circunstancias cambian, sí. Las condiciones pueden volverse favorables, sí. Pero, sobre todo, no debemos olvidar jamás que Dios puede convertir los fracasos en bendición. Él no desecha nuestras vidas por un error, no nos condena por una caída. En sus manos, el barro se convierte en vasija, el carbón en diamante, la derrota en el preludio de una victoria que glorifica Su nombre.
Los secretos para recomenzar son claros como el agua de un manantial: el respaldo divino, esa certeza inquebrantable de que Él está con nosotros; la voluntad de aprender del error, de extraer sabiduría del dolor; la valentía de volver a intentarlo, de pisar de nuevo el terreno de la derrota con fe renovada; y una fe inquebrantable, esa convicción profunda de que Dios es más grande que cualquier fracaso. Josué, con su historia, no es solo un personaje bíblico; es un espejo en el que podemos vernos, un maestro que nos enseña que Dios transforma la derrota en victoria abundante si estamos dispuestos a seguir Su guía y a confiar plenamente en Su inescrutable plan. Que cada caída sea un impulso, cada herida una lección, y cada amanecer, una nueva oportunidad para caminar con el Todopoderoso hacia la tierra prometida de Su propósito.
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