Tema: Discipulado. Título: ¿Crees que Dios puede hacerlo? La clave para recibir tu milagro está en Mateo 9:27-31 Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. ES NECESARIA LA PERSONA CORRECTA (Ver 27).
II. ES NECESARIA LA MISERICORDIA (Ver 28).
III. ES NECESARIA LA PERSISTENCIA (Ver 28).
IV. ES NECESARIA LA FE (Ver 28 – 30).
ESCUCHE AQUÍ EL AUDIO DEL SERMÓN
VERSION LARGA
¿Crees que Dios puede hacerlo? La clave para recibir tu milagro está en Mateo 9:27-31
Hay historias que, más allá de la tinta y el papiro, más allá del tiempo y la geografía, se levantan como faros luminosos en la vasta noche de la historia humana. No son meras narraciones de hechos pasados, sino espejos que reflejan la esencia de nuestra propia lucha, de nuestra propia esperanza. En ellas, encontramos no solo un eco de lo que fue, sino un susurro profético de lo que puede ser en nuestra propia vida. La historia de los dos ciegos en Mateo 9 es una de esas sagas. Es un relato de fe, de audacia, de misericordia desbordante. Un lienzo donde se pintan los matices de la desesperanza y la audacia, y donde cada trazo nos revela una verdad esencial sobre el camino hacia el milagro.
Imagina por un momento la escena, con la frescura de una mañana de primavera en Galilea. El Maestro ha partido. La multitud, un río humano de murmullos y expectativas, se arremolina a su alrededor, siguiendo cada paso, hambrienta de su presencia. Entre la marea de rostros anónimos, dos sombras se mueven con una determinación que solo la desesperación puede forjar. No ven el sol que calienta sus rostros, ni los senderos polvorientos bajo sus pies, ni el paisaje que se despliega ante ellos. Su mundo es una negrura silenciosa, un vacío que solo la fe puede llenar. A pesar de su ceguera física, la visión de su alma es tan nítida como un rayo de luz. Han escuchado las historias que se esparcen como polen en el aire: milagros de sanidad, palabras de vida, el eco de un poder que rompe las cadenas. Ellos no están buscando a un sanador itinerante, a un mago o a un hombre de fama pasajera. Han discernido en el ruido del mundo una verdad que a muchos les resulta invisible.
Estos hombres, despojados de la vista, han visto más que todos. Han reconocido en Jesús no solo a un hombre extraordinario, sino al Hijo de David. Este título, que hoy para muchos puede ser una simple frase bíblica, era en aquel tiempo la clave que abría la puerta al conocimiento más sagrado de la historia de Israel. Llamarlo "Hijo de David" era proclamar sin reservas que Él era el Mesías prometido, el rey ungido, el salvador largamente esperado. Su clamor no era una mera petición de limosna, era una declaración de fe teológica, una confesión de que en su presencia, la profecía se hacía carne. Ellos no pedían un favor a un desconocido, sino que invocaban la autoridad del Mesías, el portador del poder divino. Ellos sabían que Jesús no era solo un maestro, sino el Señor, el dueño de la vida, aquel en cuyas manos reside el aliento mismo del cosmos. Su súplica no era la de un mendigo a un benefactor, sino la de una criatura a su Creador. Esta es la primera y más grande verdad: para recibir el milagro, debemos ir a la persona correcta, a la fuente de todo poder y de toda vida, a Jesús mismo.
En el corazón de la búsqueda de estos hombres no había orgullo, ni mérito, ni el más mínimo rastro de un reclamo de justicia. No se acercaron diciendo: "Señor, merecemos tu ayuda porque somos tus siervos". No apelaron a su sufrimiento como una moneda de intercambio. Su clamor fue más profundo, más íntimo, más vulnerable: "¡Ten misericordia de nosotros, Hijo de David!". En este grito, reside una verdad sublime y dolorosa. Ellos no pedían sanidad, pedían misericordia. La palabra en sí misma es un tesoro de significado, una gema tallada en la experiencia de la fragilidad humana. Del latín, "misericordia" nos habla de un "corazón para el desgraciado", de un "amor por la miseria". Nos enseña que el favor de Dios no se gana, no se merece, no es una recompensa por nuestras buenas obras o nuestra piedad. Es un regalo puro, inmerecido, una manifestación de Su gracia que se derrama sobre nosotros no por quienes somos, sino por la inconmensurable bondad de quien Él es.
La misericordia de Dios no es un eco distante. Es la cualidad que le permite a Su corazón dolerse por nuestra miseria y moverse a la acción. Es el amor que elige amarnos a pesar de nuestra condición, a pesar de nuestros fracasos, de nuestros pecados, de nuestras faltas. Es un amor que, viendo nuestra ceguera espiritual, nuestra parálisis emocional, nuestras heridas ocultas, decide extenderse para tocarnos y sanarnos. Pidamos entonces como los ciegos. Dejemos de lado todo orgullo, toda justificación, todo mérito que creemos tener. Acerquémonos a Él con un corazón desnudo, con las manos vacías, confesando nuestra miseria y pidiendo Su amor que no merecemos, un amor que está en la misma naturaleza de Él. En el nombre de Jesús, que cargó con nuestra miseria y nos vistió con Su mérito, es que podemos acercarnos con confianza. Es el único camino hacia el milagro.
El texto nos susurra una lección aún más profunda, una que a menudo se pierde en la prisa de nuestras oraciones y la impaciencia de nuestra fe. No es solo que los ciegos buscaran a Jesús, sino que lo siguieron hasta que Él llegó a una casa. Imaginemos el esfuerzo, la tenacidad, el desafío. Moverse en un mundo que no se puede ver, tropezando con la multitud, esquivando obstáculos invisibles, siguiendo solo el sonido de una voz que les daba esperanza. Su fe no fue una oración instantánea, un clamor de un solo momento. Su fe fue un acto de persistencia, una caminata de fe que se prolongó. Y es muy probable que, en su camino, no se les prestara atención. Quizás algunos les dijeran que se callaran, otros los ignoraron, pero ellos no desistieron. Su fe estaba siendo probada, refinada en el crisol de la espera.
Y es aquí donde el relato se convierte en un espejo para nuestras propias vidas. ¿Cuántas veces hemos orado, hemos clamado, y el cielo nos ha respondido con un silencio ensordecedor? El silencio de Dios, tan a menudo percibido como una ausencia o un rechazo, puede ser, en realidad, una prueba. Un momento de purificación de nuestra fe, de fortalecimiento de nuestra perseverancia. No siempre es el resultado del pecado o de la falta de comunión. A veces, la prueba de Dios es la espera. Y en esa espera, se nos invita a no desfallecer, a seguir clamando, a seguir buscando, a seguir confiando. La fe que no se rinde es la fe que, al final del camino, recibe su milagro. Porque la persistencia no es solo un acto de voluntad humana, es una declaración de fe a un Dios que nunca llega tarde, aunque a veces no llegue en nuestro tiempo.
Finalmente, en el umbral de la casa, cuando la multitud se ha dispersado y el silencio ha regresado, Jesús los encara con una pregunta que perfora el alma con la precisión de un bisturí. No pregunta por su sufrimiento, ni por el nombre de su enfermedad, ni por su historia de vida. La pregunta es un llamado a la esencia misma de su fe: “¿Creéis que puedo hacer esto?”. En esa pregunta, Jesús nos revela que el milagro no es un acto mágico que se produce al azar, sino el encuentro entre Su poder y nuestra fe. La pregunta es crucial porque indica que la fe es el catalizador, el puente que conecta nuestra necesidad con el poder ilimitado de Dios. La fe no es una fórmula, un hechizo, un conjuro. Es una elección, un acto de voluntad, una decisión de creer, incluso cuando la evidencia que nos rodea grita lo contrario.
Nos confronta con la misma pregunta hoy. ¿Creemos que Él puede hacerlo? ¿Creemos que Él puede sanar la enfermedad en nuestros cuerpos, restaurar el matrimonio que parece roto, traer paz a la mente atormentada, dar propósito a la vida que se siente vacía? No es un simple asentimiento intelectual. Es una convicción que se anida en lo más profundo del ser, una certeza que se aferra a la palabra de Dios y no la suelta. Si lo creemos, si nuestra respuesta es un sí incondicional, entonces la sanidad no se hace esperar. “Conforme a vuestra fe os sea hecho”, dice el Maestro, y con un toque, los ojos que por tanto tiempo habían conocido solo la oscuridad se abren a la luz.
La historia de los dos ciegos no es un relato aislado. Es una invitación a la acción. Es un recordatorio de que en nuestro camino de fe, debemos ir a la persona correcta, no a las soluciones rápidas o a las promesas vacías del mundo. Debemos acercarnos a Él no con mérito, sino con un clamor por su misericordia que nos ama y nos salva a pesar de nuestra condición. Debemos persistir en nuestra búsqueda, incluso en el silencio, incluso en la prueba, sabiendo que el Maestro escucha nuestro clamor. Y sobre todo, debemos creer. Debemos abrazar la fe como el ancla de nuestra alma, la certeza de lo que no se ve. Es en esa conjunción de la persona correcta, la misericordia, la persistencia y la fe, donde se encuentra la clave para recibir nuestro milagro. Y en la medida en que creemos, la mano de Dios se extiende y el milagro se hace realidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario