Tema: Números. Título: Rebelión de Coré: Las INESPERADAS Secuelas Que Podrían Estar Destruyendo Tu Vida Hoy (¡Números 16 te Revela la Verdad Oculta!) Texto: Números 16: 36 – 50. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. EL RECUERDO (Ver 36- 40).
II. EL ENDURECIMIENTO (Ver 41).
III. LA INTERCESIÓN (Ver 42 – 50)
La primera secuela que nos confronta en Números 16:36-40 es la del recuerdo. Dios, en Su infinita sabiduría y con un propósito didáctico para Su pueblo, da una instrucción muy específica a Eleazar, el sacerdote, a través de Moisés. Los incensarios de los sublevados, esos recipientes que habían sido usados en un acto de sacrílega usurpación del sacerdocio, debían ser recogidos. Y con ellos, Dios ordena hacer una lámina, una cobertura para el altar de bronce. Se deduce, con razón, que se refería al altar del holocausto, el único altar del Tabernáculo recubierto de bronce. Tal vez una cubierta adicional, una capa más sobre la ya existente, o quizás una que reemplazaría la anterior.
Lo verdaderamente llamativo de este acto, mis queridos, nos lo revelan con solemnidad los versículos 38 y 40. Se nos dice que esta lámina estaría allí, a la vista de todo Israel, con un propósito doble y crucial. Primero, para recordarles de manera constante que nadie, excepto los sacerdotes de la línea de Aarón, podía ofrecer incienso al Señor. Era una advertencia clara sobre la santidad de la ordenanza divina y la exclusividad del servicio sacerdotal. Pero, aún más impactante, sería un recordatorio perpetuo de lo que le sucedió a Coré y a todos aquellos que le siguieron en su insolente rebelión. Era una cicatriz visible, una lección grabada en el metal para que las generaciones futuras nunca olvidaran el alto costo de la desobediencia.
Hoy, mis amigos, no necesitamos mirar a un altar recubierto de bronce para recibir una advertencia sobre lo peligrosa y grave que puede ser la rebelión. Sencillamente tenemos historias bíblicas como estas que hemos estudiado. Ellas son los incensarios transformados en láminas para nuestros propios corazones. Nos recuerdan, con una claridad dolorosa, que no es una buena idea la rebeldía, la sublevación, y ciertamente, la desobediencia a las autoridades espirituales que Dios mismo ha puesto sobre nosotros. La Palabra de Dios es nuestra brújula, nuestro recordatorio constante. Nos enseña que el orden es divino, y que desafiar ese orden trae consigo consecuencias amargas. La humildad y el sometimiento a la autoridad legítima no son debilidad, sino sabiduría y fortaleza a los ojos de Dios.
La segunda secuela, y esta es quizás la más inquietante de todas, es el endurecimiento que se manifiesta en el versículo 41. Aquí se nos relata algo que, sinceramente, es difícil de creer, algo que nos deja perplejos. Al día siguiente de la mortandad masiva que ocurrió debido a la rebelión de Coré, una tragedia que vio a miles de personas perecer por juicio divino, ¿qué hizo el pueblo? Volvieron a levantarse contra Moisés y Aarón. ¡Increíble! Uno se pregunta: ¿acaso no fue suficiente el juicio de Dios? ¿Acaso no vieron estos hombres y mujeres con sus propios ojos lo que le ocurrió a Coré, a Datán, a Abiram y a su séquito? ¿Es que no aprenden? ¿Cómo es posible que una vez más esto suceda, con la sangre aún fresca en la tierra, y el hedor de la muerte aún en el aire?
Aquí tenemos, mis amados, un ejemplo triste, sí, tristísimo, de la dureza de corazón de la humanidad. Es un testimonio sombrío de cómo, a veces, ni siquiera el juicio de Dios, ni el dolor más profundo de la disciplina divina, logran quebrantar la obstinación de un corazón rebelde. La Biblia está llena de ejemplos de esta trágica realidad. Faraón, el rey de Egipto, vio diez plagas devastadoras, pero su corazón se endureció una y otra vez. El pueblo de Israel en el desierto murmuró a pesar de los milagros diarios. Y aquí, en Números 16, vemos esta misma ceguera espiritual, esta misma resistencia a la verdad y a la corrección.
¡Ojalá, mis queridos, que esto no sea así con nosotros! Que no seamos de los que tientan a Dios con nuestra persistente desobediencia. Que aprendamos de las lecciones que Él nos da a través de Su Palabra y a través de las circunstancias de la vida. Que el juicio que cae sobre otros, o incluso la disciplina que hemos experimentado en nuestras propias vidas, nos lleve al arrepentimiento genuino y a una obediencia humilde. Un corazón endurecido es una tragedia, porque es un corazón que se ha vuelto impermeable a la gracia, a la advertencia y al amor de un Dios paciente que desea la salvación de Sus hijos. El peligro más grande no es el juicio que llega, sino el corazón que se niega a aprender de él.
La tercera y quizás la más conmovedora de estas secuelas es la intercesión, que se desarrolla majestuosamente en los versículos 42-50. Cuando el pueblo se sublevó de nuevo, después de haber presenciado un juicio tan terrible, Dios, en Su justicia, anunció otra vez Su intención de acabar con ellos. La plaga ya había comenzado. Pero, ¡alabado sea el nombre del Señor!, de nuevo, el juicio total no ocurrió. ¿Por qué? Por la respuesta y la acción de dos hombres que poseían el corazón mismo de Dios: Moisés y Aarón.
Primero, ellos oraron (Ver 45). La Escritura nos dice que "se postraron sobre sus rostros", una postura de humildad profunda y de ferviente súplica. Muy seguramente, en ese acto de postración, intercedieron en oración por un pueblo rebelde, un pueblo que, apenas un día antes, había murmurado contra ellos y contra Dios. ¡Qué ejemplo de amor incondicional y de perdón!
Luego, y esto es un acto de valentía y compasión inigualable, intercedieron activamente (Ver 46-50). Al comenzar el juicio de Dios, y la plaga se desataba velozmente entre la multitud, Moisés no dudó. Le ordenó a Aarón, el sumo sacerdote, que tomara un incensario, pusiera fuego del altar en él y quemara incienso, y que corriera al pueblo para que la plaga cesara. Aarón, sin vacilación, obedece. En un acto que se nos describe como lindísimo, hermoso y lleno de la más pura misericordia, se nos narra cómo Aarón se interpuso en medio del pueblo, entre los muertos y los vivos, con el incensario humeante, pidiendo perdón a Dios por el pecado del pueblo. ¡Piensen en la imagen! Un hombre, el sumo sacerdote, arriesgando su propia vida, plantándose en el abismo entre la vida y la muerte, entre la ira de Dios y la fragilidad de la humanidad, para rogar por misericordia. Cuando Aarón hizo esto, ya habían muerto 14.700 personas, además de los que ya habían perecido por la rebelión de Coré y su compañía. La intercesión de Aarón detuvo la plaga. La muerte retrocedió ante la súplica de un corazón que amaba a su pueblo y que reflejaba el amor de Dios.
Y para terminar esta sección, un texto a mi parecer aún más bello, en el último versículo (50) se nos muestra a Moisés y Aarón, después de haber enfrentado la furia de Dios y la ingratitud del pueblo, regresando a la puerta del Tabernáculo. Regresaron allí, al lugar de encuentro con Dios, su fuente de fortaleza y su refugio. No se quedaron en el caos, no se detuvieron a lamentar su propia suerte o la ingratitud del pueblo. Volvieron a la presencia de Aquel que les había llamado, para seguir sirviéndole.
Esto, mis queridos, lo dijimos la semana pasada, pero volvemos a encontrar aquí el mismo principio, y vale la pena repetirlo con todas las fibras de nuestro ser. ¡He aquí el corazón del pastor, del siervo de Dios! Ellos no dieron por terminada su labor. No se rindieron ante la ingratitud. No se amargaron por la rebelión. Ellos siguieron amando al pueblo, a pesar de su dureza. Ellos siguieron amando lo que Dios les había encomendado, el ministerio que les había confiado. Ellos siguieron adelante a pesar de todo, a pesar del dolor, a pesar de la crítica injusta, a pesar de la pérdida.
Estimado servidor del Señor, si usted siente el llamado a dedicarse al ministerio de tiempo completo, o incluso si sirve en su iglesia local en cualquier capacidad, tiene que saber que en este camino encontrará personas que serán más cercanas que un familiar, gente que amará muchísimo y que le agradecerá su trabajo, su esfuerzo y su sacrificio. Son una bendición, una corona de gozo. Pero también, y se lo digo con el corazón abierto, encontrará gente que será desleal, ingrata, crítica y que le herirá profundamente. Y por lo general, mis amigos, estas son a menudo aquellas personas a quienes usted más se dedicó, a quienes más amó y sirvió con sacrificio. Debe saber, sin embargo, que en ningún modo esto debe ser una excusa para abandonar su labor. No debe ser una excusa para dejar de amar lo que hace. No debe ser la excusa para dejar de hacer el bien, incluso a aquellos que le han herido, porque al final, usted no sirve a los hombres, sino al Señor. Su recompensa no viene de la aprobación humana, sino de la sonrisa de Dios.
En las trágicas secuelas de la rebelión de Coré, la Palabra de Dios nos pinta un cuadro vívido de las profundas consecuencias de la desobediencia. Vemos el recordatorio perenne de que la autoridad de Dios no debe ser desafiada, y que hay un orden divino que debemos respetar con humildad. Contemplamos la dolorosa realidad del endurecimiento de corazón, una advertencia sombría de que incluso los juicios más severos pueden no ser suficientes para mover a un alma obstinada al arrepentimiento. Pero, gloriosamente, también presenciamos la intercesión compasiva y valiente de Moisés y Aarón, un testimonio del corazón de Dios que, incluso en medio del juicio, busca la misericordia.
Aunque la rebelión trae consigo juicio y dolor, la gracia de Dios se manifiesta a través de Sus siervos fieles que se interponen en la brecha. Hoy, mis amigos, debemos aprender con urgencia a someternos a las autoridades espirituales que Dios ha puesto en nuestras vidas y rechazar con firmeza la obstinación de un corazón endurecido. Los líderes, por su parte, tienen el llamado más elevado de amar, servir e interceder, incluso por aquellos que son ingratos, reflejando el corazón abnegado de Cristo. La obediencia a Dios no es una opción, sino el camino a la vida, el camino que evita las consecuencias más dolorosas. Que la lección de Coré no sea solo una historia antigua, sino una advertencia viva que nos impulse a una vida de humilde sumisión y ferviente intercesión, para la gloria de nuestro Dios. Amén.
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