Tema: Números. Título: El Ego que Abrió la Tierra: La Historia detrás de la Rebelión de Coré Texto: Números 16: 1 – 11. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. LA REBELIÓN NO ES SOLITARIA.
II. LA REBELIÓN CASI SIEMPRE SE DA ENTRE EL LIDERAZGO.
III. UNO DE LOS PRINCIPALES MOTIVADORES DE LA REBELIÓN ES LA ENVIDIA.
IV. EN LA REBELIÓN EL LÍDER DEBE ACTUAR SEGÚN SU LLAMADO.
V. EL LÍDER DEBE HABLAR A QUIENES SE REBELAN.
La historia de Coré nos advierte sobre el peligro de la rebelión, que se propaga como una enfermedad y a menudo surge de la envidia de aquellos en posiciones de liderazgo. Nos enseña a valorar nuestro propio llamado y a confiar en la autoridad que Dios ha establecido. Un líder debe confrontar la rebeldía, recordando a los demás que al rebelarse contra él, se están rebelando en realidad contra Dios mismo.
La rebeldía, en su naturaleza más insidiosa, nunca camina sola. Es una sombra que busca otras sombras para hacerse más densa. Es una semilla de amargura que, al caer en tierra fértil de corazones descontentos, germina en un árbol de discordia cuyas raíces se extienden silenciosamente por debajo de la superficie. Coré, un levita con un puesto de honor, no se levantó en solitario. Su descontento, una brasa ardiente en su pecho, se avivó con el combustible de otros, de Datan, Abiram y On, que a su vez eran descendientes de Rubén, el primogénito, y por lo tanto sentían que la primacía del liderazgo les había sido usurpada. Sus corazones estaban llenos de un sentimiento de injusticia, un clamor por una posición que creían merecer. Así, la rebeldía se convierte en un pacto oscuro, un acuerdo tácito entre almas que, en su desdicha compartida, encuentran una falsa camaradería. El rebelde, en su labor de zapa, usa las armas más sutiles y dañinas: la crítica, el chisme, la murmuración. Con estas herramientas, labra su camino en la mente de los incautos, tejiendo una red de desconfianza que asfixia la unidad. Con cada palabra de desprecio, con cada insinuación maliciosa, el rebelde no solo calumnia a sus líderes, sino que desgarra el mismo tejido que une a la comunidad. La lengua, una espada en la boca del malicioso, se convierte en el arma predilecta para la destrucción.
Pero la rebelión, aunque se manifiesta en todos los niveles de la sociedad, adquiere su forma más letal cuando se origina en las altas esferas del liderazgo. Es el cáncer que se aloja en los órganos vitales del cuerpo, la grieta que aparece en el cimiento de la casa. Aquellos que se levantaron contra Moisés y Aarón no eran hombres sin nombre. La Escritura nos dice que eran líderes, príncipes de la asamblea, hombres de renombre, con el apoyo de otros doscientos cincuenta caudillos. Eran la élite, los que tenían influencia, la voz que el pueblo escuchaba y respetaba. Y por ello, su descontento tenía un eco tan devastador. Una rebelión nacida en el corazón de un simple soldado puede ser contenida con relativa facilidad. Pero una rebelión que se gesta entre los generales, entre aquellos que se supone que son los pilares de la autoridad, tiene el poder de derribar el mismo sistema. Si eres un líder, si has sido puesto en una posición de influencia, uno de los peligros más grandes que enfrentarás no vendrá de aquellos a quienes sirves, sino de la tentación de levantarte contra aquel a quien Dios ha puesto por encima de ti. Es un veneno sutil que se disfraza de "justicia", de "razón" o de "igualdad", pero cuyo verdadero rostro es el de un ego herido.
Y en las profundidades de ese ego herido, el principal motivador de la rebelión se revela con una claridad dolorosa: la envidia. Las palabras de los rebeldes, aunque revestidas de una retórica de igualdad y de empoderamiento, estaban impregnadas de un deseo insaciable de poder. Core, un primo de Aarón, no se contentaba con su honrosa posición como levita, con la bendición de servir en el tabernáculo. Sus ojos codiciosos se posaron en la túnica sacerdotal de Aarón, en el cetro de su autoridad, en la prerrogativa de ofrecer incienso ante el Señor. La envidia, esa maleza del alma, le impedía ver y valorar lo que tenía, y solo le permitía anhelar lo que no le pertenecía. Este deseo, este ardor por lo ajeno, es la raíz de la mayoría de las divisiones y los conflictos que vemos en la comunidad. Un líder, en su vanidad, no logra entender que Dios ha puesto a cada quien en el lugar que Él desea, con los dones y la autoridad que Él ha querido. Y a menudo, tristemente, este es el trato que los hombres de Dios deben esperar de aquellos a quienes han servido. Los que un día fueron sus discípulos, sus colaboradores, sus amigos más cercanos, se convierten en sus oponentes, no por una cuestión de doctrina o de justicia, sino por una oscura y amarga envidia.
En medio de la tormenta de esta traición, el líder verdadero debe actuar con la certeza de su llamado. La escena es un drama de proporciones bíblicas. Las palabras de los rebeldes son como dagas clavadas en el pecho de Moisés. Pero él, en lugar de defenderse a sí mismo, se postra ante el Señor. No actúa con arrogancia, sino con una profunda humildad que es el sello de su autoridad. Sabe que su posición no es un trofeo ganado por sus méritos, sino un regalo divino. Y en su respuesta, reta a los rebeldes a un enfrentamiento que no sería entre ellos y Moisés, sino entre ellos y Dios. “Que cada uno de ustedes”, les dice, “tome su incensario y ofrezcan incienso ante el Señor”. Era una prueba mortal. Ofrecer incienso era una prerrogativa sagrada, reservada únicamente para el sacerdocio de Aarón. Si Dios aceptaba la ofrenda de los rebeldes, entonces su insurrección estaba justificada. Si no, su destino estaba sellado. En ese momento, la fe de Moisés en su llamado fue absoluta. Él sabía que el Dador del don era Dios, y por lo tanto, la validación de su ministerio dependía únicamente de Él. Tal vez uno de los momentos donde un líder debe confiar más ciegamente en el llamado de Dios es cuando otros lo menosprecian. Debe permanecer tranquilo, con la paz de quien sabe que la autoridad que ejerce no proviene de la voluntad de los hombres, sino del corazón de su Creador.
Y finalmente, el líder no solo debe actuar, sino que debe hablar con la voz de la verdad. Moisés no se limitó a lanzar el desafío; habló a los rebeldes y les desnudó el corazón de su pecado. Les dijo que estaban menospreciando el llamado de Dios. Les reveló que la rebelión no era contra Aarón, sino contra el Señor mismo. “Ustedes han ido demasiado lejos, hijos de Leví”, les dice. Y luego, con una pregunta que cortaba como un bisturí, desveló la verdadera naturaleza de su ofensa: “¿Qué es Aarón para que ustedes murmuren contra él?” Era una forma de decir: ¿Qué importa mi hermano o mi persona? Ustedes se están rebelando contra la autoridad que nos ha puesto, contra la misma mano que los sacó de la esclavitud. El líder, entonces, tiene el deber de confrontar a quienes se levantan, de no dejar que su malicia se convierta en una verdad aceptada. Debe recordarles que, al rebelarse contra la autoridad establecida por Dios, están en realidad levantándose contra el Señor del universo.
La historia de Coré es una advertencia que resuena a través de los siglos. Nos advierte sobre el peligro de la rebeldía, una plaga que se propaga como una enfermedad y que a menudo surge de la envidia de aquellos en posiciones de liderazgo. Nos enseña a valorar nuestro propio llamado y a confiar en la autoridad que Dios ha establecido. Nos muestra que un líder, en su sabiduría, debe confrontar la rebeldía, recordando a los demás que al rebelarse contra él, se están rebelando en realidad contra Dios mismo.
En la quietud de tu propio corazón, ¿reconoces acaso la sutil tentación de la rebeldía? ¿Has anhelado alguna vez la posición de otro? ¿Has murmurado contra la autoridad que Dios ha puesto sobre ti? Que la historia de Coré sea un espejo en el que puedas ver reflejado el peligro de un camino que termina no en la gloria, sino en una boca de tierra que se abre para tragar la soberbia.
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