Tema: Números. Título: La vara de Aarón. Texto: Números 17: 1 -13. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. EL PUEBLO NECESITA LIDERAZGO (Ver 2).
II. EXISTEN LIDERAZGOS ESPECÍFICOS (Ver 3 y 4).
III. LOS DISTINTOS LIDERAZGOS DEBEN SER RESPETADOS (Ver 5).
IV. LA SEÑAL DEL LIDERAZGO SE VE EN LOS FRUTOS (Ver 8).
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Esta fábula, que parece una simple lección de resiliencia, es en realidad un eco de una verdad más profunda, una verdad que nos lleva a un pasaje en las antiguas escrituras, al corazón de una narrativa sobre el liderazgo en el desierto. A través de la historia de la vara de Aarón, nos encontramos con sendas enseñanzas sobre el liderazgo cristiano. El pozo es el desafío, la tierra es la oposición, y el burro es el líder que, en lugar de ser sepultado, utiliza la adversidad para elevarse y guiar a otros a la victoria. En un mundo donde la palabra "liderazgo" a menudo se asocia con el poder, el estatus o la fama, las lecciones de Números 17 nos recuerdan que el verdadero liderazgo es un llamado divino, un compromiso con el pueblo de Dios que exige humildad, servicio y una confianza inquebrantable en la soberanía del Creador.
El primer eco que resuena en este relato es la verdad innegable de que el pueblo necesita liderazgo. Dios, en su infinita sabiduría, nunca ha dejado a su pueblo a la deriva, sin dirección. El caos y la dispersión son la antítesis del orden divino. En el versículo 2, la instrucción es clara y contundente: cada jefe de las doce tribus de Israel debe traer una vara, con su nombre escrito en ella. No es un acto de vanidad, sino un testimonio de un orden celestial. Cada tribu, en su unicidad, tenía un líder, una voz que la representaba, un corazón que la pastoreaba. Y entre ellos, en el corazón mismo de la fe de la nación, estaba la vara de Aarón, que representaba no solo a la tribu de Leví, sino al sacerdocio mismo, al servicio sagrado que unía a la nación con su Dios. Para que el pueblo de Dios avance, para que no vague sin rumbo en su desierto de dudas y desafíos, se necesita de liderazgo.
La misma verdad resuena hoy en el corazón de la iglesia. Dios ha dotado a ciertos individuos con el don de presidir, de guiar, de liderar. Es un regalo que no debe ser tomado a la ligera, ni ocultado, ni negado. Es una tragedia silenciosa cuando alguien con este don se niega a ejercerlo, cuando el miedo o la comodidad lo paralizan. El pueblo, en su necesidad, se dispersa como ovejas sin pastor, la iglesia sufre y su testimonio se debilita. El líder cristiano, entonces, no solo tiene un privilegio, sino una responsabilidad solemne. Debe ejercer su labor con todo esmero, con una dedicación que nace del amor por aquellos a quienes sirve. Y en la humildad de su servicio, debe recordar que este llamado no es universal. No todos son llamados a liderar, pero todos somos llamados a seguir, a edificar, a servir. Y la obediencia del líder, su disposición a levantarse y guiar, es el primer paso hacia la victoria del pueblo.
Y en esa vasta orquesta de liderazgos, la vara de Aarón nos revela una verdad aún más matizada: existen liderazgos específicos. Entre las doce varas, la de Aarón era distinta. No solo llevaba el nombre de una tribu, sino el peso de una vocación sagrada, la del sumo sacerdocio. Todo el capítulo 17 está dedicado a reafirmar esta elección, a validar la autoridad que Dios había conferido a Aarón y a su familia. Los levitas, por ejemplo, tenían un rol claro: servir en el tabernáculo, una labor vital para la comunión del pueblo con Dios. Su vocación no era la guerra, como la de otras tribus, sino la adoración. Su liderazgo no se medía en victorias militares, sino en la fidelidad de su servicio sagrado. La palabra de Dios nos enseña que cada rol, por más diferente que sea, tiene un propósito en el gran diseño de su reino.
Dentro del liderazgo cristiano, esta verdad resplandece con una claridad asombrosa. Algunos son llamados a liderar procesos de pastoreo, a guiar a las almas en su crecimiento espiritual. Otros son llamados al evangelismo, a ser la voz que proclama el mensaje de la reconciliación. Otros al discipulado, a formar a los nuevos creyentes en la fe. Cada quien, en su particular llamado, debe valorar su liderazgo y no menospreciarlo. No existe una jerarquía de importancia en el reino de Dios; solo existe la importancia de la obediencia. Es cierto que algunos liderazgos, por su naturaleza, conllevan una mayor carga de responsabilidad, como aquellos que son más públicos o que dirigen a una mayor cantidad de personas. Sin embargo, la dignidad de cada rol no se mide por la cantidad de seguidores, sino por la fidelidad en el servicio. El pastor en un pequeño pueblo, el líder de un grupo de estudio bíblico, el consejero que escucha en silencio, todos son igualmente valiosos. El cuerpo de Cristo solo funciona cuando cada miembro valora su rol y lo ejerce con gozo. La verdadera humildad no es menospreciar nuestra propia vocación, sino servir en ella con la conciencia de que todos los roles son necesarios para la edificación de la iglesia.
Pero el camino del liderazgo no está exento de espinas. Y es aquí donde la vara de Aarón nos da una de las lecciones más duras: los distintos liderazgos deben ser respetados. Toda esta situación, la reunión de las varas, el milagro, la validación divina, tenía un propósito claro: silenciar la murmuración del pueblo, una enfermedad espiritual que había envenenado el corazón de Israel. Era una advertencia a los rebeldes que, en su envidia y su orgullo, cuestionaban la autoridad de Moisés y Aarón. La vara de Aarón, entonces, se convierte en un símbolo, un recordatorio perpetuo de lo que le ocurrió a Coré, quien se levantó contra el liderazgo de Moisés y fue tragado por la tierra. No tenemos hoy una vara milagrosa que nos advierta, pero tenemos la historia bíblica que nos lo recuerda. La murmuración, la queja, la rebeldía no son solo pecados contra los líderes, sino un acto de insubordinación contra el mismo Dios que los puso en esa posición.
El desierto, en su soledad, se convierte en un caldo de cultivo para la amargura. La frustración con la dirección, la envidia por la posición, la duda sobre la autoridad; todo ello florece en el corazón que no se ha sometido a la voluntad de Dios. La historia de la vara nos llama a una inspección de nuestro propio corazón. Nos pregunta si nuestras palabras construyen o destruyen, si nuestras quejas provienen de un deseo de ver a Dios honrado o de un anhelo de ocupar el lugar de otro. La lealtad al liderazgo no es una lealtad ciega, sino un acto de fe en el Dios que gobierna a su pueblo. Y si un líder comete un error, el camino no es la murmuración, sino la oración y el respeto. La lección de la vara de Aarón es una advertencia solemne: el respeto por el liderazgo es un respeto por el orden de Dios, y la rebeldía es un camino que conduce a la dispersión.
Finalmente, la prueba definitiva del liderazgo se revela de la manera más hermosa y asombrosa: la señal del liderazgo se ve en los frutos. Moisés, en obediencia a la orden divina, colocó las doce varas ante el arca del testimonio. Al día siguiente, la vara de Aarón no solo había reverdecido, sino que había florecido y dado frutos de manera milagrosa. Esta no fue una casualidad de la naturaleza, sino una reivindicación divina, un sello de aprobación del cielo. Las otras varas permanecieron inertes, no porque sus líderes fueran menos valiosos en su rol, sino porque en ese momento, Dios estaba confirmando el liderazgo del sumo sacerdote. La vara de Aarón se convirtió en el testigo silencioso de una elección divina.
La prueba del liderazgo, entonces, no es la popularidad, el carisma, o el tamaño de la congregación, sino el fruto. Y este fruto tiene dos dimensiones. La primera es el fruto de carácter. Un líder genuinamente llamado por Dios dará un buen fruto en su comportamiento, en su integridad, en su humildad. Su vida será un reflejo de la gracia que predica. El fruto no es una máscara, sino un testimonio de una transformación interna. Un líder que no vive lo que predica, no tiene autoridad moral, y su liderazgo, tarde o temprano, se desmorona. La segunda es el fruto productivo. Un líder llamado por Dios verá el respaldo del cielo en su tarea. Las personas le seguirán, los recursos se proveerán, y las señales del reino de Dios se manifestarán. La efectividad no es un fin en sí misma, sino una consecuencia de la obediencia. No es la capacidad humana, sino el favor divino lo que produce el crecimiento.
Y así, la historia de la vara de Aarón nos deja con un eco final que resuena en nuestro propio camino. El liderazgo cristiano es esencial para guiar al pueblo de Dios, pero su esencia no reside en el poder, sino en el servicio. Debemos reconocer y respetar los distintos tipos de liderazgo, valorando la contribución única de cada uno. Y, sobre todo, debemos examinar el liderazgo por sus frutos, tanto en el carácter como en la productividad, reconociendo que el éxito del líder no se basa en sus propios méritos, sino en el respaldo de Dios. Como el burro en la fábula, cada uno de nosotros, en nuestro propio pozo de desafíos, puede usar la oposición del mundo para levantarse, para florecer y para dar fruto. Y en ese acto de fe, nos convertimos en un testimonio viviente de la fidelidad del Dios que, en su infinita sabiduría, nos ha llamado a servir y a liderar.
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