La conversión de Pablo: De Perseguidor a Predicador, el Momento en que Dios
DERRUMBÓ a Pablo
Introducción:
Imaginen esto: un día cualquiera, se levantan, tienen sus planes, sus metas, su rutina. Caminan con paso firme, convencidos de su dirección. De repente, sin previo aviso, un relámpago irrumpe en su cielo, los derriba al suelo, los deja ciegos y desorientados. Una voz, con la autoridad del universo, les llama por su nombre y les confronta en lo más profundo de su ser. Eso es exactamente lo que le sucedió a Saulo de Tarso. Él no buscaba a Dios; de hecho, iba en dirección contraria, persiguiendo con fervor a los seguidores de Jesús. Pero Dios, en su soberanía, tuvo otros planes. Su experiencia no fue un suave susurro, sino una sacudida celestial que lo transformó de perseguidor a siervo, de ciego a vidente de la verdad. Esta mañana, no hablaremos solo de la historia de Saulo, sino de la sorprendente manera en que el Dios inimaginable irrumpe en nuestras vidas para revelarnos un llamado que lo cambia todo.
La dramática conversión de Saulo en el camino a Damasco (Hechos 9) nos revela tres verdades ineludibles sobre el origen y la naturaleza de nuestro propio llamado al servicio:
Punto 1: La Majestad Indomable: El Tembló Ante Quien Nos Llama (Hechos 9:6a)
Explicación del Texto:
En este instante, Saulo no solo ve una luz; siente el peso de la Majestad Divina. El texto griego usa `ἔντρομος` (éntromos, "temblando") y `ἔκφοβος` (ékphobos, "temeroso" o "lleno de terror"). No es un miedo a un hombre, sino el temor reverencial (y paralizante) que experimenta el ser humano al encontrarse con la santidad y omnipotencia de Dios. Saulo, un fariseo celoso, conocía a Dios a través de la Ley, pero nunca había experimentado Su presencia de esta manera personal y confrontadora.
Su exclamación "¡Señor!" (`Κύριε!`, Kýrie!) es un punto de inflexión. Antes, Jesús era un criminal ejecutado, el líder de una secta herética a la que perseguía. Ahora, ante esta revelación de poder y gloria, Saulo no puede sino reconocerlo como "Señor", es decir, Maestro, Dueño, Aquel con autoridad absoluta. Este título es una confesión de soberanía. La primera implicación profunda de cualquier llamado es entender QUIÉN es el que llama. Si Saulo, con todo su orgullo y conocimiento, tiembla y se rinde ante esta majestad, es porque ha comprendido que el que llama no es un igual, no es un capricho humano, sino el Dios inimaginable, el Creador, el Juez y el Redentor. Servir a este Dios no es una opción ligera, sino la respuesta lógica a Su imponente presencia.
Aplicaciones Prácticas:
¿Has sentido alguna vez ese "temblor" ante la idea de que un Dios tan majestuoso te está invitando a algo? El llamado al servicio no es un club social; es una asignación del Rey del universo. Solo cuando reconoces Su Majestad puedes responder con la reverencia debida.
A veces, el servicio se vuelve una rutina, una carga, o nos olvidamos de la grandeza de Aquel a quien servimos. Volver a sentir ese "temblor" y pronunciar "Señor" con la reverencia de Saulo te recordará que tu labor no es para los hombres, sino para el Dios Todopoderoso. ¿Cómo podrías abandonar un servicio a tal Majestad?
Tu celo y dedicación son loables, pero que tu servicio nunca pierda el asombro y el "temblor" inicial. La excelencia genuina fluye de una conciencia constante de que estás sirviendo a un Dios digno de toda gloria y obediencia.
Preguntas de Confrontación:
¿Cuándo fue la última vez que sentiste el "temblor" de la Majestad de Dios en tu vida o ministerio? ¿Permites que Su grandeza impacte tu perspectiva del servicio?
¿Tu "Señor" es solo un título casual en tu boca, o una confesión de sumisión total a Aquel que te ha llamado?
Si entendieras plenamente la grandeza de Aquel a quien sirves, ¿influiría eso en la calidad y la pasión de tu servicio diario?
Textos Bíblicos de Apoyo:
Isaías 6:1-5: La visión de Isaías ante el trono de Dios, que lo lleva a exclamar: "¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios... han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos."
Apocalipsis 1:17: Juan, al ver a Jesús glorificado, cae a Sus pies como muerto.
Frase Célebre:
"El llamado a servir es de un Dios inimaginable, y nuestro temblor es la respuesta adecuada a Su majestad."
Punto 2: La Rendición Impresionante: El "Sí" Sin Excusas (Hechos 9:6b)
Explicación del Texto:
Una vez que Saulo reconoce a Jesús como "Señor", su siguiente pregunta es la única posible para un siervo verdadero: "¿Qué quieres que yo haga?" (`τί με θέλεις ποιῆσαι;`, tí me théleis poiēsai?). Esta no es una pregunta retórica, sino una declaración de rendición activa y obediencia incondicional. No hay dudas, no hay negociaciones, no hay peticiones. Es la postura de un alma que ha sido quebrantada y ahora está lista para ser moldeada.
Contrastemos esta actitud con otros llamados bíblicos donde hubo excusas:
Moisés (Éxodo 3-4): Excusas de incapacidad ("¿Quién soy yo?", "no soy elocuente," "envía a otro").
Jeremías (Jeremías 1:6): Excusa de juventud ("¡Ah, ah, Señor! He aquí, no sé hablar, porque soy niño").
Jonás (Jonás 1:1-3): Excusa de desobediencia directa, huyendo del llamado a Nínive.
Gedeón (Jueces 6:15): Excusa de insignificancia familiar y personal ("Mi familia es la más pobre... y yo el menor en la casa de mi padre").
Pablo, el ex-perseguidor, quien tenía todas las razones humanamente lógicas para dudar o huir (miedo a los cristianos que iba a liberar, vergüenza por su pasado), no presenta ni una sola excusa. La respuesta de Jesús es notable: no le da el plan completo, solo el siguiente paso de fe: "Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que te es preciso hacer." Esto enseña que la obediencia al llamado a menudo requiere confianza en la dirección paso a paso de Dios, sin ver el panorama total.
Aplicaciones Prácticas:
Tu llamado comienza con esa simple y profunda pregunta: "¿Qué quieres que yo haga?". ¿Qué excusas estás poniendo para no dar ese primer paso de obediencia? Dios no te pide que seas perfecto, sino que estés dispuesto.
El cansancio a veces nos hace olvidar nuestra postura de siervos. Reafirma tu compromiso volviendo a la fuente: "¿Qué quieres que yo siga haciendo, Señor, en este ministerio?" La renovación de tu pasión puede venir de esa simple pregunta y el siguiente paso de obediencia.
Reafirma tu compromiso cultivando un espíritu de obediencia sin excusas. ¿Hay alguna área en tu ministerio donde te has estancado por no preguntar "¿qué quieres que yo haga?" y no estar dispuesto al siguiente paso, por simple que parezca?
Preguntas de Confrontación:
¿Qué "excusas" (sea el tiempo, la capacidad, el miedo, la comodidad) te impiden hacer la pregunta a Dios y actuar sobre ella?
¿Estás más enfocado en lo que no puedes hacer que en tu disposición a obedecer el "siguiente paso" que Dios te indica?
¿Refleja tu servicio actual una obediencia sin excusas o hay áreas donde tu "sí" a Dios se ha vuelto un "sí, pero..."?
Frase Célebre:
"La obediencia incondicional de Pablo nos reta a desechar nuestras propias excusas y simplemente preguntar: 'Señor, ¿qué quieres que yo haga?'"
Punto 3: El Propósito Elevado: Instrumentos Escogidos por Su Designio (Hechos 9:15)
Explicación del Texto:
Aquí, Dios no habla directamente a Saulo, sino a Ananías, revelándole el profundo significado detrás de la conversión de Saulo. Lo llama "instrumento escogido"* (`σκεῦος ἐκλογῆς`, skeuos eklogēs – literalmente, "vaso de elección" o "vasija escogida"). Esta es una imagen poderosa en la cultura bíblica. Un "vaso" no existe para sí mismo, sino para el uso de su dueño. Es escogido, limpiado y llenado para un propósito específico.
Esto nos revela dos grandes verdades sobre el llamado:
1. La Naturaleza del Llamado: Ser Instrumentos de Dios. No somos dueños de nuestro ministerio; somos herramientas en las manos del Maestro. Nuestro llamado es a ser utilizados por Él para Sus fines, no los nuestros. Pablo mismo lo entendió así, diciendo en otros pasajes que fue escogido "desde el vientre de su madre" (Gálatas 1:15-16) y que Dios le dio el ministerio por gracia (Efesios 3:7). El llamado es de Dios, no de los hombres. Esto lo libera de la presión humana, pero aumenta la responsabilidad divina.
2. La Magnitud del Propósito: Llevar Su Nombre Globalmente. El propósito de este "instrumento" es monumental: "llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel." No es un pequeño encargo. Es una misión que abarca el mundo conocido y trasciende barreras sociales y religiosas. Esta responsabilidad es inmensa y gloriosa. Si Dios te elige como Su instrumento, no es para algo insignificante.
Aplicaciones Prácticas:
No eres un "accidente" o un "nadie". Si te rindes a Dios, Él tiene un propósito "escogido" para ti. Quizás no serás un apóstol para reyes, pero sí Su "instrumento" vital para llevar Su nombre a tu familia, tus amigos, tu trabajo, tu vecindario. Tu vida tiene un propósito divino y una dignidad inmensa. ¡Es hora de dejar que Él te use!
Tu ministerio actual, por pequeño que parezca, es parte de un propósito "escogido" por Dios. No es algo insignificante. Si Dios te ha posicionado allí, es porque eres Su "instrumento" para llevar Su nombre en ese contexto específico. ¡Reafirma la grandeza de tu llamado!
Reafirma tu identidad como "instrumento escogido." ¿Estás llevando el nombre de Jesús con la pasión y la seriedad que merece un vaso usado por el Dios Todopoderoso? Tu servicio tiene una trascendencia eterna. Entender que el llamado es de Dios y no de los hombres, te libera de la búsqueda de aprobación humana y te enfoca en la gloria de Dios.
Preguntas de Confrontación:
¿Te ves a ti mismo como un "instrumento escogido" por Dios, o como alguien que simplemente "ayuda" en la iglesia? ¿Influye esta perspectiva en la calidad de tu servicio?
Si el llamado es de Dios y no de los hombres, ¿qué implicaciones tiene eso para tu motivación y tu resistencia ante las dificultades?
¿A quiénes de tus "gentiles, reyes o hijos de Israel" (tu esfera de influencia) estás llevando el nombre de Jesús como un "instrumento escogido"?
Textos Bíblicos de Apoyo:
Efesios 2:10: "Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas."
2 Corintios 5:20: "Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios."
Frase Célebre:
"El llamado a servir es de Dios, no de los hombres; somos instrumentos escogidos con la gloriosa responsabilidad de llevar Su nombre."
Conclusión y Llamado a la Acción:
Hermanos, la historia de Saulo de Tarso, concentrada en estos dos poderosos versículos, Hechos 9:6 y 9:15, no es solo un relato del pasado; es un espejo para nuestras propias vidas. Hemos visto que el llamado de Dios no es una invitación casual, sino una sacudida celestial que exige nuestra atención. Comienza con el temblor y el reconocimiento de Su Majestad, llevándonos a la pregunta esencial: "Señor, ¿qué quieres que yo haga?" Y si respondemos con una rendición sin excusas, Él nos revela nuestro propósito glorioso: ser "instrumentos escogidos" para llevar Su nombre a un mundo que lo necesita desesperadamente.
A quienes aún no han dado el paso en el servicio: No esperes a sentirte "listo" o a tener un plan perfecto. Dios te está llamando, y como Saulo, lo primero es humillarte ante Su Majestad y preguntar con sinceridad: "Señor, ¿qué quieres que yo haga?" Deja a un lado las excusas que te han frenado y permite que el Todopoderoso te use como Su instrumento. ¡Tu vida está destinada a un propósito mayor!
Y a quienes ya están sirviendo, pero quizás se sienten cansados, desmotivados o pensando en renunciar: ¡Reafirmen su llamado hoy! Recuerden que el ministerio que tienen no es un "trabajo" sino un privilegio divino, una responsabilidad que se les ha confiado porque Él los "escogió." El llamado es de Dios, no de los hombres. Su servicio es un acto de adoración a un Dios inimaginable y tiene un impacto eterno. ¡No abandonen el puesto que Él les ha dado!
Cada uno de nosotros tiene un lugar, un rol como "instrumento escogido" para el avance de Su Reino. ¿Estás dispuesto, en este preciso momento, a responder a esa voz majestuosa, a decir "sí" sin excusas y a permitir que Dios te use poderosamente para llevar Su nombre? El momento de la sacudida celestial es ahora. ¡Tu propósito te espera!
VERSIÓN LARGA
Imaginen esto: un día cualquiera, se levantan, tienen sus planes, sus metas, su rutina. Caminan con paso firme, convencidos de su dirección, cada fibra de su ser tensa, dedicada a una causa que consideran justa y necesaria. Quizás esa causa sea una convicción religiosa inquebrantable, una ambición profesional desmedida, o incluso la ciega lealtad a una ideología. Van armados de razones, de argumentos, de un celo que roza la obsesión. No hay sombra de duda en sus pasos, solo la certeza de la rectitud. De repente, sin previo aviso, sin la menor señal premonitoria, un relámpago irrumpe en su cielo, no un rayo distante que ilumina fugazmente la noche, sino una descarga que los envuelve por completo, que los desintegra momentáneamente. Los derriba al suelo, no con la violencia de un empujón, sino con la fuerza de una revelación que les roba el aliento, que los deja ciegos y desorientados, sumidos en una oscuridad que no es la ausencia de luz, sino la presencia abrumadora de lo incognoscible. Una voz, no la de un ser humano, no un eco que se pierde en el viento, sino una voz con la autoridad del universo, con la potencia de la creación misma, les llama por su nombre, quizás por ese nombre íntimo que solo sus madres pronunciaron en la cuna, y les confronta en lo más profundo de su ser, en el reducto más íntimo de sus convicciones. Eso es exactamente lo que le sucedió a Saulo de Tarso.
Él no buscaba a Dios, al menos no al Dios de los cristianos. De hecho, iba en la dirección opuesta a toda búsqueda espiritual, movido por una fe distorsionada y un odio implacable. Iba tras los seguidores de Jesús, con cartas de autoridad en el puño, respirando amenazas y muerte, sus pasos resonando como un tambor de guerra en los caminos que conducían a Damasco. Era la encarnación del fanatismo, la personificación de una lealtad que se había vuelto ciega y destructiva. Pero Dios, en su soberanía incomprensible, tuvo otros planes, planes que ni Saulo ni el mundo entero podían concebir. Su experiencia no fue un suave susurro al alma, una invitación cortés a la meditación, sino una sacudida celestial que no solo lo detuvo en seco, sino que lo transformó desde la médula misma de su ser. Fue de perseguidor a siervo, de un celoso ejecutor de la ley a un apasionado predicador de la gracia, de un hombre ciego por el odio a un vidente de la verdad que ilumina el cosmos. Esta mañana, al desentrañar este pasaje vital de la Escritura, no hablaremos solo de la asombrosa historia de Saulo, de su metamorfosis radical, sino de la sorprendente y a menudo brutal manera en que el Dios inimaginable irrumpe en nuestras propias vidas, en nuestras cómodas rutinas, para revelarnos un llamado que lo cambia todo, un llamado que nos arranca de nuestra inercia y nos catapulta hacia un propósito que nunca imaginamos.
La dramática conversión de Saulo en el camino a Damasco, un evento que resplandece con una intensidad inigualable en el capítulo 9 del libro de los Hechos, no es un mero pasaje histórico, un relato antiguo destinado a quedar en las páginas polvorientas de un libro sagrado. Es, en verdad, un espejo pulido donde se reflejan, con una claridad deslumbrante, las verdades más profundas y esenciales sobre el origen y la naturaleza misma de nuestro propio llamado al servicio, ese llamado que resuena en el alma de cada creyente. Es la crónica viva de cómo la interrogante crucial que demanda nuestra rendición incondicional y el propósito glorioso que solo la mente y el amor de Dios pueden orquestar se encuentran, de forma inexorable, en la encrucijada más íntima y trascendental de una vida. Es un drama personal y universal a la vez, donde la voluntad humana se topa con la soberanía divina, y de esa colisión, nace un nuevo destino.
La Majestad Indomable: El Temblor Ante Quien Nos Llama (Hechos 9:6a)
Imaginemos a Saulo, aquel hombre de hierro, la encarnación del rigor farisaico, postrado en el polvo del camino, no por la mano de un hombre, sino por la luz de lo divino. En este instante que desafía la lógica humana, él no solo ve una luz que le perfora los ojos; siente, en cada fibra de su ser, en cada célula de su cuerpo, el peso insondable, la densidad absoluta de la Majestad Divina. El texto griego, con una precisión que trasciende la mera descripción, nos habla de un hombre "temblando" (ἔντρομος
, éntromos), una palabra que evoca una conmoción interna, un estremecimiento incontrolable que va más allá del simple miedo físico. Y no solo tiembla, sino que está "temeroso" (ἔκφοβος
, ékphobos), una palabra que denota estar "lleno de terror," un pavor que no proviene de una amenaza terrenal, sino de la revelación de lo sobrenatural. No es la alarma ante el filo de una espada o la amenaza de un enemigo; es el temor reverencial (y a la vez paralizante) que solo puede experimentar un ser finito y mortal al toparse de frente con la santidad inmaculada y la omnipotencia ilimitada de un Dios que trasciende absolutamente todo entendimiento humano.
Saulo, un fariseo celoso, educado a los pies de Gamaliel, versado en cada letra de la Ley, conocía a Dios a través de preceptos, de ritos, de tradiciones ancestrales. Pero nunca, ni en sus más profundas meditaciones, había vislumbrado Su presencia de esta manera tan personal, tan directa, tan absolutamente confrontadora. Era una realidad que desbordaba sus categorías mentales, que pulverizaba sus teologías y sus certezas. Su conocimiento teológico, que antes era su baluarte, su celo religioso que lo impulsaba a perseguir, su impecable genealogía farisaica que le otorgaba prestigio, todo aquello que constituía su identidad y su orgullo se derrumbó, se desmoronó bajo el aliento mismo de lo divino. Ante Aquel que le hablaba, no había argumentos que valieran, no había justificaciones posibles, solo la rendición desnuda, solo el asombro sin límites.
Y entonces, su exclamación, un gemido arrancado desde las entrañas de su ser, una súplica que brota de la más profunda humillación: "¡Señor!" (Κύριε!
, Kýrie!). Este monosílabo, en boca de Saulo, es más que una palabra; es un universo de significados que se abre, un punto de inflexión abismal que marca el ocaso definitivo de su antigua vida de persecución y el amanecer glorioso de la nueva vida de servicio. Antes de este instante fulminante, Jesús era, para él, un impostor crucificado, un blasfemo, el líder de una secta herética y peligrosa que debía ser erradicada de la faz de la tierra. Ahora, ante la manifestación abrumadora de poder y gloria, de una luz que no era de este mundo, Saulo no puede sino reconocerlo, con cada átomo de su ser, como "Señor", es decir, como Maestro absoluto, Dueño de su existencia, Aquel con autoridad ilimitada y soberanía incuestionable. Esta confesión no es un mero formalismo, una cortesía en el lenguaje de la época, sino una declaración de vasallaje, la entrega incondicional de una voluntad férrea, de un intelecto agudo, a una voluntad infinitamente superior.
La primera y más profunda implicación de cualquier llamado, de cualquier vocación que resuene en nuestra existencia y nos empuje hacia el servicio, es precisamente esa: entender, con la médula de nuestros huesos, con la totalidad de nuestro ser, QUIÉN es el que llama. Si Saulo, con todo su orgullo erudito, con toda su fuerza de voluntad inquebrantable, con su convicción absoluta en su misión anterior, tiembla y se rinde ante esta majestad insondable, es porque ha comprendido, en ese instante cegador y transformador, que quien le interpela no es un igual, no es un mero capricho humano, ni una casualidad fortuita de la vida. Es el Dios inimaginable, el Creador que tejió las estrellas con la punta de Sus dedos, el Juez justo que pesa los corazones en balanzas de santidad y el Redentor misericordioso que extiende la gracia incluso a los perseguidores. Servir a este Dios, a un Ser de tal magnitud, de tal trascendencia, no es una opción ligera que se sopesa entre otras tantas posibilidades de vida; es la única respuesta lógica, la única rendición digna, la única actitud sensata y llena de asombro ante Su imponente y gloriosa presencia. El servicio se convierte entonces, no en una carga, sino en una adoración viva.
¿Nos hemos detenido alguna vez, en medio del ajetreo incesante de nuestra vida, de la vorágine de las preocupaciones diarias, a sentir ese mismo "temblor" ante la idea, la sobrecogedora realidad, de que un Dios tan majestuoso, tan inmenso en Su gloria, tan santo en Su carácter, nos está invitando, a nosotros, seres imperfectos y finitos, a formar parte de Su obra, a algo tan sublime como servirle? El llamado al servicio, hermanos y hermanas, no es una mera membresía en un club social, no es una actividad de ocio para llenar el tiempo libre, ni siquiera es una tarea voluntaria que podemos asumir con ligereza. Es una asignación directa del Rey del universo, una misión conferida por el Soberano de todo lo existente, el dueño del tiempo y la eternidad. Solo cuando reconocemos y nos postramos, espiritualmente o de rodillas, ante Su Majestad indescriptible, podemos responder con la reverencia debida y con la seriedad que tal encargo sagrado merece. Es esa comprensión la que eleva el servicio de lo ordinario a lo extraordinario.
Pensemos en aquellos de nosotros que ya servimos, en los que hemos abrazado un ministerio, quizás por años, con pasión y sacrificio. A veces, la rutina, esa enemiga silenciosa de la pasión, el peso acumulado de las responsabilidades, la ingratitud que se recibe por el esfuerzo entregado, o las pruebas implacables de la vida, convierten el servicio en una carga pesada, en un mero trámite burocrático, una lista de tareas por cumplir. Nos olvidamos, en la bruma del cansancio, de la inconmensurable grandeza de Aquel a quien servimos. Pero volver a sentir ese "temblor" que conmovió a Saulo y pronunciar "Señor" con la misma reverencia que brotó de él en el polvo del camino, nos recordará que nuestra labor, cada pequeño esfuerzo, cada sacrificio, cada hora invertida, no es para la aprobación efímera de los hombres, ni para un comité de iglesia, sino para el Dios Todopoderoso, el Eterno, el que lo sostiene todo. ¿Cómo, entonces, podríamos siquiera contemplar la idea, la traicionera tentación, de abandonar un servicio a tal Majestad, de desertar de un llamado tan sublime? La sola idea debería encender un nuevo fuego, una pasión renovada, un celo purificado.
Y para aquellos cuyo celo y dedicación ya son loables, para los que sirven con una excelencia que inspira a otros, este pasaje es un faro, una guía luminosa. Vuestro servicio, por muy perfecto que parezca en la superficie, nunca debe perder el asombro y el "temblor" inicial que lo originó. La excelencia genuina, la que perdura a través del tiempo, la que da frutos que permanecen, no es producto exclusivo del esfuerzo humano puro, de la autodisciplina o de la perfección de la técnica. Fluye, con una corriente inagotable, de una conciencia constante y renovada de que estamos sirviendo, cada día, cada hora, a un Dios digno de toda gloria, de toda obediencia, de toda nuestra pasión incondicional. Que cada acto de servicio, desde el más visible hasta el más oculto, sea un eco vibrante de la profunda reverencia de Saulo ante la luz de Damasco.
Nos urge, en este instante de reflexión, preguntarnos con una honestidad brutal, sin autoengaños: ¿Cuándo fue la última vez que el "temblor" de la Majestad de Dios estremeció nuestra vida o nuestro ministerio, sacándonos de nuestra zona de confort y de nuestra complacencia? ¿Permitimos de verdad que Su grandeza insondable, que Su santidad inmaculada, impacte nuestra perspectiva del servicio, elevándolo por encima de las mezquindades, los resentimientos y las quejas humanas? ¿Es nuestro "Señor" un mero título casual en nuestros labios, una muletilla religiosa que pronunciamos por costumbre, o una confesión sincera de sumisión total a Aquel que nos ha llamado y nos sostiene? Si entendiéramos plenamente la inconmensurable grandeza de Aquel a quien servimos, si su Majestad inundara nuestras almas, ¿cómo podría eso no transformar radicalmente la calidad, la pasión y la perseverancia inquebrantable de nuestro servicio diario? Porque, en última instancia, el llamado a servir es de un Dios inimaginable, y nuestro temblor es la respuesta adecuada a Su majestad.
La Rendición Impresionante: El "Sí" Sin Excusas (Hechos 9:6b)
Una vez que Saulo, cegado por la luz divina y postrado en el polvo del camino, reconoce a Jesús como "Señor", su siguiente pregunta, la única posible para un siervo que ha sido verdaderamente confrontado y quebrantado por la majestad divina, es la clave de su transformación radical: "¿Qué quieres que yo haga?" (τί με θέλεις ποιῆσαι;
, tí me théleis poiēsai?). Esta no es una pregunta retórica, una mera expresión de curiosidad por lo que sucederá. No es una búsqueda de información trivial. Es, en esencia, una declaración de rendición activa y obediencia incondicional. En ese instante de profunda revelación, no hay lugar para las dudas que antes asediaban su mente, no hay cabida para negociaciones astutas sobre los términos de su servicio, no surgen peticiones condicionantes para aliviar la dureza del camino. Es la postura genuina de un alma que ha sido quebrantada hasta lo más profundo de su ser por la luz divina, y que ahora, purificada por esa luz, está lista, dispuesta y anhelante para ser moldeada según la incomprensible voluntad de su nuevo y glorioso Dueño.
Pensemos por un momento en el profundo contraste, un contraste que ilumina de manera deslumbrante la disposición única y excepcional de Saulo. La Biblia, con su cruda y bendita honestidad, nos muestra en sus páginas a otros personajes, grandes figuras de la fe, que también fueron llamados por Dios, pero que, a diferencia de Saulo, recibieron el mandato divino, no con un "sí" rotundo y sin condiciones, sino con un sinfín de excusas, de pretextos que, en su esencia, revelan la persistente resistencia de la naturaleza humana a la voluntad soberana de Dios:
- Moisés (Éxodo 3-4): Ante la zarza ardiente, Dios lo llama para una misión monumental: liberar a su pueblo de la esclavitud en Egipto. Pero Moisés, en lugar de obedecer, objeta con una letanía de excusas de incapacidad: "¿Quién soy yo para ir a Faraón?", "No soy elocuente," "Oh, Señor, envía te ruego, por mano del que debes enviar." La duda sobre su propia idoneidad eclipsa el poder ilimitado de Aquel que lo llama, poniendo su debilidad humana por encima de la omnipotencia divina.
- Jeremías (Jeremías 1:6): Un joven, llamado por Dios para ser profeta a las naciones, responde con la excusa de la inexperiencia y la juventud: "¡Ah, ah, Señor! He aquí, no sé hablar, porque soy niño." Su edad tierna y su falta de experiencia, a sus ojos, le parecen un obstáculo insalvable para el vasto y temible mandato divino.
- Jonás (Jonás 1:1-3): Cuando Dios le ordena ir a Nínive, una ciudad enemiga y depravada, para proclamar juicio y misericordia, Jonás ni siquiera se molesta en dar una excusa verbal. Su "excusa" es la más elocuente de todas: la desobediencia directa y flagrante, huyendo en la dirección opuesta, hacia Tarsis, intentando escapar de la misma presencia del Señor, como si pudiera esconderse de Aquel que lo creó.
- Gedeón (Jueces 6:15): Llamado a ser un poderoso guerrero y libertador de Israel de la opresión madianita, Gedeón se esconde detrás de la excusa de la insignificancia personal y la pobreza familiar: "¿Con qué salvaré yo a Israel? He aquí que mi familia es la más pobre en Manasés, y yo el menor en la casa de mi padre." Su percepción de sí mismo y de su linaje lo vuelve ciego a la fortaleza divina que se le ofrece.
Y luego está Pablo. El ex-perseguidor, el fariseo implacable, quien, humanamente hablando, tenía todas las razones lógicas para dudar, para huir, para interponer objeciones: el miedo de los cristianos a quienes ahora se suponía que debía liberar, la vergüenza por su pasado violento y sangriento, el riesgo inminente de la propia persecución que ahora él mismo enfrentaría de parte de sus antiguos aliados. Pero Pablo no presenta ni una sola excusa. Su "Señor, ¿qué quieres que yo haga?" es un cheque en blanco, una entrega total de su voluntad, su intelecto y su vida al servicio de su nuevo Maestro. La respuesta de Jesús a esta rendición es igualmente notable en su simplicidad y su exigencia de fe: no le da el plan completo, no le muestra el mapa de su vasta y compleja vida apostólica. Solo le da el siguiente paso de fe: "Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que te es preciso hacer." Esto enseña una verdad vital para todos nosotros: la obediencia al llamado divino a menudo requiere de una confianza ciega, de una rendición paso a paso a la dirección de Dios, sin la necesidad de ver el panorama total, solo el camino inmediato, la instrucción presente. La fidelidad en lo poco nos abre las puertas a lo mucho.
Para quienes aún no han dado el paso en el servicio, para quienes sienten el llamado pero se resisten: tu llamado comienza con esa simple pero profunda pregunta: "¿Qué quieres que yo haga?". ¿Qué excusas, conscientes o inconscientes, estás interponiendo entre tú y ese primer paso de obediencia? Dios no te pide que seas perfecto, que tengas todas las respuestas a las preguntas más complejas de la teología, o que seas un gigante espiritual antes de empezar. Te pide que estés dispuesto, que tu corazón esté abierto a Su voluntad.
Para aquellos que dudan en su ministerio actual, para quienes el cansancio, la frustración, la desilusión o el agotamiento les han hecho olvidar su postura inicial de siervos: este pasaje es una llamada a la renovación profunda. El desánimo, esa niebla sutil pero envolvente, a menudo se disfraza de excusas para justificar la inactividad o la retirada. ¿Estás permitiendo que esos pretextos te impidan seguir sirviendo, te alejen del ministerio que una vez abrazaste con fervor? Reafirma tu compromiso volviendo a la fuente, a esa primera luz: "¿Qué quieres que yo siga haciendo, Señor, en este ministerio, aquí y ahora?" La verdadera renovación de tu pasión, la recuperación de tu propósito, puede venir de esa simple pregunta, formulada con un corazón rendido, y del siguiente paso de obediencia, por pequeño o insignificante que parezca.
Y para los que ya sirven con excelencia, para quienes su vida es un testimonio de fidelidad y dedicación, su compromiso se reafirma y se profundiza cultivando un espíritu de obediencia sin excusas, manteniendo esa disposición de Saulo en el camino a Damasco. ¿Hay alguna área en tu ministerio, en tu vida personal, donde quizás te has estancado, donde has perdido el ímpetu o la chispa inicial por no preguntar "¿qué quieres que yo haga?" con un corazón abierto y dispuesto, y por no estar dispuesto al siguiente paso, por simple o desafiante que este sea? Porque la obediencia incondicional de Pablo nos reta a desechar nuestras propias excusas y simplemente preguntar: 'Señor, ¿qué quieres que yo haga?'
Es crucial, vital, que nos preguntemos con una honestidad brutal, sin autoengaños ni justificaciones: ¿Qué "excusas" (sea el tiempo, la falta de capacidad, el miedo al fracaso, la comodidad personal, la falta de reconocimiento humano, las heridas pasadas) nos impiden hacer la pregunta a Dios con un corazón completamente dispuesto y actuar sobre ella con determinación? ¿Estamos más enfocados en lo que creemos que no podemos hacer, en nuestras limitaciones percibidas, que en nuestra disposición genuina a obedecer el "siguiente paso" que Dios nos indica en Su infinita sabiduría? ¿Refleja nuestro servicio actual, sea cual fuere su naturaleza, una obediencia sin excusas, o hay áreas donde nuestro "sí" inicial a Dios se ha transformado, sutil pero peligrosamente, en un "sí, pero...", un "sí, cuando...", un "sí, si..."?
El Propósito Elevado: Instrumentos Escogidos por Su Designio (Hechos 9:15)
Después de la rendición total de Saulo y su ceguera, la revelación del propósito divino no le llega directamente a él en ese momento, sino a Ananías, el humilde discípulo de Damasco, a quien Dios confía una misión aparentemente peligrosa: ministrar a Saulo. Aquí, Dios le desvela a Ananías el profundo significado que subyace a la dramática y desconcertante conversión de Saulo. Lo llama, con una designación que eleva su destino, "instrumento escogido" (σκεῦος ἐκλογῆς
, skeuos eklogēs – literalmente, "vaso de elección" o "vasija escogida"). Esta metáfora, la del "vaso" o "instrumento", es de una potencia y una profundidad inigualables en la cultura bíblica y en el pensamiento hebreo. Un vaso no existe para su propio beneficio, no tiene una voluntad independiente, no posee un propósito ajeno a su diseño; su razón de ser es ser utilizado por su dueño. Es escogido, seleccionado de entre muchos, limpiado de impurezas, y llenado para una función específica. Saulo, el otrora perseguidor furioso, el enemigo jurado de la fe, es ahora un utensilio precioso en las manos del Alfarero celestial, moldeado y apartado para un fin divino que trascenderá su propia existencia.
Esta revelación a Ananías nos desentraña dos grandes y gloriosas verdades sobre la naturaleza y el destino de nuestro propio llamado al servicio, verdades que deben resonar en cada fibra de nuestro ser:
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La Naturaleza del Llamado: Somos Instrumentos de Dios. Esta es la primera verdad que debe penetrar nuestros corazones, que debe arraigarse en nuestra identidad como creyentes y siervos. No somos dueños de nuestro ministerio, ni de nuestras capacidades innatas, ni de nuestros talentos adquiridos; somos meras herramientas, simples instrumentos en las manos hábiles y soberanas del Maestro. Nuestro llamado fundamental, nuestra razón de ser en el servicio, es a ser utilizados por Él para Sus fines divinos, no para los nuestros propios, no para la búsqueda de gloria personal, ni para el aplauso efímero de los hombres o el reconocimiento de la multitud. Pablo mismo, con una humildad que solo el encuentro con el Dios viviente puede forjar en un corazón antes orgulloso, comprendió esta verdad esencial a lo largo de toda su vida apostólica. Él mismo lo testifica en otros pasajes, afirmando que fue escogido "desde el vientre de su madre" (Gálatas 1:15-16), mucho antes de cualquier mérito humano o de su trágico pasado como perseguidor. Y que el ministerio le fue dado por pura gracia (Efesios 3:7), no por su intelecto farisaico superdotado, ni por su celo desmedido, sino por la inmerecida bondad de Dios. Esto subraya una realidad ineludible y liberadora: el llamado es de Dios, no de los hombres. Esta verdad, paradójicamente, lo libera de la asfixiante presión de la aprobación humana, de la búsqueda incesante de reconocimiento o de la necesidad de complacer a otros. Lo enfoca, con una claridad cristalina y una dirección inquebrantable, en la gloria de Dios y solo en ella. Pero esta liberación no es una invitación a la ligereza, a la mediocridad o a la despreocupación; por el contrario, aumenta exponencialmente la responsabilidad divina. Si el que te llama es el Dios omnipotente, y si eres Su instrumento escogido, la seriedad de tu tarea adquiere una dimensión eterna, un peso que va más allá de cualquier consideración terrenal.
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La Magnitud del Propósito: Llevar Su Nombre Globalmente. El propósito de este "instrumento" llamado Saulo es, simplemente, monumental, grandioso, asombroso: "llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel." No estamos hablando de un pequeño encargo, de una tarea secundaria que se puede delegar sin mayor importancia, de una labor que se agota en los límites estrechos de una parroquia, de un grupo de estudio bíblico o de una comunidad local. Esta es una misión que abarca el mundo conocido de su época, una tarea que trasciende barreras culturales, sociales, geográficas y religiosas. Implicaba llevar el mensaje salvador de Jesús a los no-judíos (gentiles), a las más altas esferas de autoridad política (reyes), y, no menos importante, a su propio pueblo (los hijos de Israel), a quienes tanto amaba. Esta responsabilidad no solo es inmensa en su alcance, sino gloriosa en su esencia, cargada de un peso histórico-salvífico que aún resuena en nuestros días. Si el Dios omnipotente te elige como Su instrumento, no es para algo insignificante, para una existencia sin trascendencia, para una vida gris. Es para un propósito que, aunque empiece en lo pequeño y en lo local, tiene una reverberación que alcanza lo eterno y lo universal.
Para quienes aún no sirven, para quienes sienten esa inquietud profunda pero no saben cómo canalizarla, este es un llamado a la dignidad y al descubrimiento: no eres un "accidente" del universo, un mero eslabón sin importancia en la cadena de la existencia, ni un "nadie" en el gran esquema de las cosas divinas. Si te rindes a Dios, si entregas tu vida a Su voluntad, Él tiene un propósito "escogido" para ti, único e irrepetible. Quizás no serás un apóstol para reyes y naciones enteras como Pablo, quizás tu nombre no resuene en los anales de la historia eclesiástica. Pero sí serás Su "instrumento" vital, Su vaso elegido, para llevar Su nombre, con poder y autenticidad, a tu familia, tus amigos, tu lugar de trabajo, tu vecindario, tu comunidad. Tu vida, con todas sus particularidades, sus dones y sus imperfecciones, tiene un propósito divino y una dignidad inmensa en el Reino de Dios. ¡Es hora de que dejes de lado las dudas y permitas que Él te use para lo que Él te ha diseñado desde la eternidad!
Para los que dudan, para quienes la idea de renunciar a un ministerio que una vez abrazaron con pasión los acecha con insistencia, para quienes el cansancio ha nublado la visión: tu servicio actual, por pequeño o monótono que pueda parecer en la vorágine diaria de tareas y responsabilidades, no es insignificante. Es parte integral de un propósito "escogido" por Dios, un eslabón vital en la cadena de Su plan. No es algo que se desecha como una camisa vieja cuando te aburre o te pesa. Si Dios te ha posicionado allí, en ese lugar específico, con esas personas específicas, con esas responsabilidades concretas, es precisamente porque eres Su "instrumento" para llevar Su nombre en ese contexto particular, único e irrepetible. ¡Reafirma la grandeza de tu llamado! Tu valía, la verdadera esencia de tu importancia en el Reino, no reside en la grandilocuencia de tu rol, en el tamaño de tu plataforma o en el número de tus seguidores, sino en la fidelidad, la santidad y la humildad con la que te mantienes como un instrumento dispuesto en las manos del Señor.
Y para aquellos que ya sirven con excelencia, para quienes su vida es un testimonio de fidelidad inquebrantable y dedicación abnegada, este mensaje es una reafirmación poderosa de su identidad y de su llamado. Vuestra pasión, vuestro celo, vuestra entrega y vuestra dedicación son el reflejo palpable de haber comprendido lo que significa ser un "instrumento escogido" por la gracia divina. ¿Están llevando el nombre de Jesús con la pasión inquebrantable, con la seriedad que amerita, y con el gozo que merece un vaso usado por el Dios Todopoderoso? Vuestro servicio, cada gesto, cada palabra, cada oración, cada hora invertida, tiene una trascendencia eterna que se extiende más allá de lo visible y lo temporal. Entender que el llamado es de Dios y no de los hombres, que su origen es celestial y no terrenal, os libera de la búsqueda incesante de la aprobación humana, de la necesidad de validación externa, y os enfoca, con una claridad inquebrantable, en la gloria de Dios, y solo en ella.
Es imperativo, hermanos, que nos interroguemos con una honestidad brutal y sin autoengaños, en la quietud de nuestra alma: ¿Nos vemos a nosotros mismos, con convicción, como "instrumentos escogidos" por Dios, diseñados meticulosamente para un propósito específico, o como alguien que simplemente "ayuda" en la iglesia cuando tiene tiempo o cuando le apetece? ¿Influye esta perspectiva tan fundamental en la calidad, el fervor y la perseverancia inquebrantable de nuestro servicio? Si el llamado es de Dios y no de los hombres, si su origen es el Trono Celestial y no el púlpito humano, ¿qué implicaciones profundas tiene eso para nuestra motivación intrínseca, para nuestra resistencia ante las inevitables dificultades y desilusiones, para nuestra capacidad de perseverar cuando el camino se torna árido? Finalmente, y de forma muy personal: ¿a quiénes de nuestros propios "gentiles, reyes o hijos de Israel" – es decir, a quiénes de nuestra esfera de influencia más directa, nuestra familia, nuestros amigos, nuestros colegas de trabajo, nuestros vecinos, nuestros líderes, aquellos que nos rodean cada día – estamos llevando el nombre de Jesús con la convicción profunda y la alegría desbordante de ser un "instrumento escogido" por el Creador del universo? Porque, en la esencia de nuestro ser, el llamado a servir es de Dios, no de los hombres; somos instrumentos escogidos con la gloriosa y trascendente responsabilidad de llevar Su nombre.
Hermanos y hermanas, la historia de Saulo de Tarso, concentrada con la fuerza de un rayo en estos dos poderosos versículos que hemos desentrañado hoy, Hechos 9:6 y 9:15, no es solo un relato del pasado remoto, una anécdota bíblica para la erudición. Es un espejo que la gracia de Dios nos tiende en este preciso momento, para que veamos reflejadas, con una claridad dolorosa y gloriosa a la vez, nuestras propias vidas, nuestras propias resistencias, nuestros propios anhelos. Hemos visto que el llamado de Dios no es una invitación casual, un suave murmullo en la brisa de una tarde cualquiera, una opción más entre las múltiples decisiones de la vida; sino una sacudida celestial que exige, con la fuerza de lo ineludible, nuestra más profunda y sincera atención, nuestra rendición más completa. Este llamado innegable, lo hemos visto en la vida de Saulo, comienza con el temblor sagrado y el reconocimiento absoluto de Su Majestad, una experiencia que nos desarma y nos lleva a la pregunta esencial que lo redefine todo, que lo subordina todo: "Señor, ¿qué quieres que yo haga?" Y la promesa, hermanos, es clara, luminosa, una certeza que ilumina el camino más oscuro: si respondemos a esa pregunta con una rendición sin excusas, con un "sí" que no admite peros ni condiciones, con un "heme aquí" que brota del alma, Él nos revela nuestro propósito glorioso y eterno: ser "instrumentos escogidos" para llevar Su nombre, el nombre que está por encima de todo nombre, a un mundo que lo necesita desesperadamente, que languidece sin él, que clama por Su luz.
A quienes aún no han dado el paso decisivo en el servicio, a quienes sienten esa inquietud profunda en el alma pero no saben cómo canalizarla, a quienes las voces de la duda les susurran que son "no aptos" o "no llamados": No esperen a sentirse "listos", porque la perfección es una quimera en esta tierra. No posterguen por un plan perfecto que quizás nunca llegue, porque la perfección es del Señor. Dios te está llamando, a ti, en tu contexto, con tus debilidades, aquí y ahora. Y como Saulo en el camino, lo primero, lo fundamental, lo que lo cambió todo para él, es humillarte ante Su Majestad, postrarte ante Su grandeza y preguntar con sinceridad de corazón y con espíritu contrito: "Señor, ¿qué quieres que yo haga?" Deja a un lado las excusas que se han arraigado en tu corazón y que te han frenado hasta ahora, esas cadenas invisibles que te atan a la inacción. Permite, con toda tu voluntad, que el Todopoderoso, el mismo que derrumbó a Saulo, te use como Su instrumento. Recuerda: tu vida está destinada a un propósito que trasciende lo meramente terrenal, un propósito que tiene ecos de eternidad, un destino forjado en el cielo. ¡No temas dar ese primer paso de fe y obediencia!
Y a quienes ya están sirviendo, a esos fieles soldados de la fe que, quizás, se sienten cansados, exhaustos por la batalla, desmotivados por la aparente falta de fruto, o incluso piensan en la amarga posibilidad de renunciar, de abandonar el campo de batalla: ¡Reafirmen su llamado hoy mismo, con la misma convicción del primer día! Vuelvan a la fuente inagotable de su vocación. Recuerden, con la fuerza de una revelación renovada que les encienda el alma, que el ministerio que tienen en sus manos no es un simple "trabajo" o una actividad más en su vida; es un privilegio divino, un honor sagrado, una responsabilidad que se les ha confiado no por sus méritos, sino porque Él, el Gran Pastor, los "escogió" desde antes de la fundación del mundo. El llamado es de Dios, hermanos, no de los hombres; su origen es celestial, su fuerza es divina. Su servicio, cada acto de amor silencioso, cada palabra compartida con un corazón sincero, cada oración intercesora, cada hora invertida en el reino, es un acto de adoración pura a un Dios inimaginable y tiene un impacto que se extiende hasta la eternidad. ¡No abandonen el puesto que Él les ha dado! Su perseverancia es un faro de esperanza en la oscuridad de este mundo.
Cada uno de nosotros, sin excepción, sin importar nuestro trasfondo o nuestra posición, tiene un lugar, un rol indeleble y vital como "instrumento escogido" para el avance incesante de Su Reino en la tierra. La Gran Comisión no es una tarea para unos pocos privilegiados, para los "superestrellas" espirituales; es la razón de ser de la Iglesia, y tú eres parte intrínseca, esencial, irremplazable de ella. ¿Estás dispuesto, en este preciso momento, en la encrucijada de tu propia existencia, a responder a esa voz majestuosa que te llama por tu nombre, con una intimidad que te estremece? ¿Estás dispuesto a decir un "sí" rotundo, sin excusas ni pretextos, un "sí" que se convierta en la melodía más hermosa y poderosa de tu vida? ¿Estás dispuesto a permitir que el Dios todopoderoso, el que transformó a Saulo en Pablo, te use poderosamente para llevar Su nombre, para que otros tiemblen y se rindan también ante Él? El momento de la sacudida celestial es ahora. La vida que te espera, la vida que Él ha diseñado para ti desde la eternidad, es la del propósito. ¡Tu propósito te espera, glorioso y eterno!
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