Tema: 40 días de ayuno y oración. Título: Perseverar en la oración. Texto: Mateo 15: 21 – 28. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. EL SILENCIO DE JESÚS (Ver 23a).
II. LA MOLESTIA DE LOS DISCÍPULOS (Ver 23b).
III. EL DESALIENTO DE JESÚS (Ver 25).
IV. EL INSULTO DE JESÚS (ver 26)
El texto nos presenta a una mujer cananea. El nombre, la designación, ya nos dice mucho: no era judía, no pertenecía al pueblo escogido de Dios, a la nación de la promesa. Era una forastera, una excluida por linaje y por pacto. Sin embargo, esta mujer, con una humildad que solo la desesperación más profunda puede forjar, se acercó a Jesús. Humillada, sí, pero con una petición que ardía en su espíritu, una necesidad que superaba cualquier barrera cultural o religiosa (Ver 22). La manera en que es atendida por Jesús, el Mesías de Israel, es, a primera vista, extraña, inusual, casi desconcertante para nuestra sensibilidad moderna. Esta mujer, para obtener la respuesta a su petición, para ver la luz en su oscuridad, tuvo que perseverar, tuvo que escalar una montaña de obstáculos, cada uno más desalentador que el anterior. Su viaje no fue una línea recta de fe y bendición, sino un laberinto de pruebas.
El primer obstáculo, el más íntimo y desgarrador, fue el silencio de Jesús. Ella se acercó, su voz un clamor, su corazón una herida abierta por la angustia de su hija. Una petición desesperada, nacida de la entraña de una madre. Y la respuesta que recibió fue el desconcertante, el muy doloroso, el abrumador silencio de Jesús. No una palabra de consuelo, no una mirada de compasión, no un gesto de reconocimiento. Solo el vacío, la ausencia de sonido, la nada. Los que hemos orado por alguna situación que nos consume, por una carga que aplasta el espíritu, y después de derramar el alma una y otra vez, lo único que escuchamos es el sonido hueco del silencio divino, sabemos la desolación que esto produce. Sabemos lo desconcertante que es, lo profundamente doloroso que se siente, como si el cielo se hubiera cerrado, como si la voz de Dios se hubiera apagado. Muchos de nosotros, en este punto de la jornada, desesperamos. La fe, esa tenue luz, amenaza con extinguirse. Perdemos la esperanza, y, con ella, la voluntad de seguir orando, de seguir clamando. El corazón se encoge, la rodilla se debilita.
Pero esta mujer, esta forastera sin nombre en la historia, no. Su deseo por la bendición, por la liberación de su hija, era demasiado grande, demasiado visceral, demasiado urgente como para conformarse con el silencio, como para rendirse en este punto de la prueba. El silencio de Dios, esa prueba de fuego para el alma, no la detendría. Y no debería detenernos a nosotros. Es en esos momentos de aparente ausencia divina donde la fe es verdaderamente forjada, donde se revela su temple. Es importante anotar aquí cómo esta mujer, en medio de su desesperación, inicia su viaje de fe, un viaje que se revela progresivo y profundo. Por un lado, llama a Jesús: "¡Hijo de David!" Un título mesiánico, una confesión de fe en Su identidad, una chispa de luz en su oscuridad. Además, comenzó todo no desde la distancia, no desde la resignación, sino como un clamor de pie, un acto de audacia y de humilde persistencia, una postura que desafía el silencio mismo. Su voz, una flecha lanzada al cielo, buscando una respuesta.
Como podemos deducir de la narrativa, la mujer no se rindió. El silencio de Jesús no fue un muro infranqueable, sino una prueba. Ella siguió, persistente, detrás de Jesús y Sus discípulos, literalmente gritando, clamando por ayuda para su hija. No un murmullo, no una súplica discreta, sino un clamor que rasgaba el aire, que no podía ser ignorado. Lo hizo de tal manera y con tal insistencia que los discípulos, esos hombres que aún estaban aprendiendo la paciencia divina, desesperaron. Su molestia se hizo evidente, su impaciencia humana se desbordó, haciendo que se acercaran a Jesús para decirle, con un tono que denotaba fastidio y el deseo de deshacerse de la incomodidad: "—Atiende a esa mujer, pues viene gritando detrás de nosotros" (TLA). Una petición que no buscaba la bendición para la mujer, sino el cese de una molestia.
Esto, hermanos, sucede muy a menudo en nuestro propio caminar de fe. Cuando persistimos en la oración, cuando nuestro clamor se vuelve incesante, cuando nuestra búsqueda de Dios se vuelve evidente para el mundo, muchos se burlan de nuestra insistencia, otros se molestan por nuestra devoción que les resulta incómoda. Tratan de desanimarnos, de quitarnos el propósito, de hacer que desistamos de nuestros sueños espirituales, de nuestras peticiones más profundas. Pero ¡nunca lo permita Dios! Si tienes un propósito de oración que arde en tu corazón, si hay un sueño que Dios ha puesto en tu espíritu, sencillamente, con la gracia y la fuerza que Él mismo provee, supera los obstáculos. No te detengas ante la burla, no te rindas ante la molestia ajena. Lógralo, haz que suceda, no por tu propia fuerza, sino a través de persistir, insistir y no desistir.
Pensemos en la ilustración que nos ofrece la película "En busca de la felicidad", en esa escena conmovedora donde el protagonista, un padre en medio de una crisis devastadora, le habla a su hijo con la sabiduría que solo la adversidad puede impartir. Él le dice: "Nunca, nunca dejes que alguien te diga que no puedes hacer algo… ni siquiera yo, ¿ok? Si tienes un sueño tienes que protegerlo. Las personas que no son capaces de hacer algo te dirán que tú tampoco puedes. Si quieres algo ve por ello y punto." Si esto es cierto para los sueños terrenales, ¡cuánto más para los propósitos que Dios ha sembrado en nuestro corazón! La oposición externa, la molestia de los que nos rodean, no debe ser un freno, sino un catalizador para una mayor determinación.
El tercer obstáculo, y quizás el más aplastante para el espíritu, vino de la fuente más inesperada: el desaliento de Jesús mismo. La respuesta de Jesús ante la petición de los discípulos de que la despidiera, no invitaba a otra cosa sino a la desesperanza, al desánimo más profundo, al desaliento que incita a desistir. Sus palabras, pronunciadas con una aparente frialdad, eran un muro infranqueable: "—Dios me envió para ayudar sólo a los israelitas, pues ellos son para mí como ovejas perdidas" (TLA). Esto equivalía a decirle a la mujer, con una claridad dolorosa: "¡No la voy a ayudar! Mi misión no es para ti, forastera." Imagina el peso de esas palabras, la sensación de ser excluida por el mismo Mesías, por Aquel en quien había puesto su última esperanza.
Suponga, por un instante, que usted está orando con fervor por alguna situación que le consume el alma, por una necesidad que parece imposible de resolver. Y una noche, en la quietud de su espíritu, o en una circunstancia que interpreta como una señal divina, Dios le dice, con una voz que no deja lugar a dudas: "No ores más, mi respuesta es no." ¿Cómo se sentiría su corazón en ese momento? ¿Qué haría usted con esa verdad, con esa puerta cerrada? Esto nos dirige a pensar que algunas veces, los "no" de Dios, o lo que percibimos como un "no" inicial, no son el final de la conversación, no son una negación definitiva de Su amor o Su poder. A veces, y esta historia lo revela con una claridad meridiana, los "no" de Dios son solo pruebas a nuestra fe. Son invitaciones a profundizar, a aferrarnos más, a buscar más allá de la primera respuesta. No sé qué haría usted en esa situación de aparente rechazo divino, pero sí le puedo decir con certeza lo que hizo esta mujer cananea: ella persistió. Persistió a pesar del dolor, a pesar de la aparente negación, solo para encontrarse con un obstáculo si se quiere peor, una prueba aún más punzante.
El cuarto y más hiriente obstáculo fue el insulto de Jesús. La mujer, con una humildad que solo la fe verdadera puede inspirar, se postra ante Él, le llama Señor, y clama con el corazón en la mano: "¡Socórreme!" Y Jesús, en un acto que nos desconcierta, que nos obliga a mirar más allá de la superficie, utiliza una palabra que la asocia con los perrillos. ¿Por qué le dice así? Debemos entender el contexto cultural. Los judíos, en su sentido despectivo, llamaban a los no judíos o gentiles "perros" por la impureza de sus costumbres y su idolatría, una forma de denigración. Jesús, en Su infinita sabiduría, no utiliza ese término brutal; utiliza "perrillo" (kunarion en griego), un diminutivo, una palabra más suave, que se refería a la mascota de la casa, al perro doméstico. Aun así, el término, en ese contexto cultural, conllevaba cierto desprecio, un matiz de inferioridad, un insulto velado pero perceptible. En otras palabras, la mujer se postra en adoración, le llama Señor, clama por ayuda, y la respuesta de Jesús es un insulto, una aparente humillación. Obviamente, no era un insulto por el solo afán de insultar, no era un acto de crueldad gratuita. Era un acto deliberado, con el propósito sublime de probar la fe de esta mujer, de sacarla a la luz en toda su grandeza, de pulirla hasta que brillara con una intensidad inusitada.
¿Qué hubiera hecho usted en ese momento? ¿Qué haría su orgullo herido, su dignidad mancillada? Tal vez desistir, dar la espalda, maldecir en su corazón la aparente crueldad divina. Pero la mujer, esta forastera de fe inquebrantable, insistió. Para ella, la oración no era un juego, no era una formalidad religiosa, no era una opción entre muchas. Era una cuestión seria, una cuestión de vida o muerte para su hija, una cuestión de vida o muerte para su propia alma. Jesús era la única respuesta, era Él o nadie. Y su respuesta a Jesús, en medio de la aparente humillación, es una joya de fe y sabiduría: "Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos." Una respuesta que no niega la verdad de las palabras de Jesús, sino que las abraza y las usa como un trampolín para una fe aún mayor. Ella acepta su posición de "perrillo", pero apela a la misericordia que trasciende las categorías, a la abundancia de la mesa del Señor, donde incluso las migajas son más que suficiente.
La respuesta de Jesús, ante tal manifestación de fe, es la culminación de la prueba y la revelación de la grandeza: "¡Oh mujer, grande es tu fe!" ¿En qué se vio la grandeza de esta fe? No en una declaración elocuente, no en un acto milagroso de su parte, sino en su perseverancia. Perseverar es tener fe. Perseverar es demostrar la fe, es la fe en acción, la fe que no se rinde ante el silencio, ante la molestia, ante el desaliento, ante el aparente insulto. Es la fe que se aferra cuando todo lo demás parece fallar. El resultado final, la recompensa de esta fe inquebrantable, fue la liberación de su hija. Un milagro que no solo sanó un cuerpo, sino que glorificó a Dios y dejó una lección eterna.
Comparemos ahora cómo comienza y cómo termina la historia de esta mujer, un arco de transformación que nos inspira profundamente. Al comienzo, en su clamor inicial, le llama "Hijo de David", un título que reconoce la identidad mesiánica de Jesús, pero que aún lo enmarca dentro de una perspectiva judía, una esperanza de linaje. Al final, después de la prueba, después de la humillación, le llama "Señor", un título que denota una adoración más profunda, un reconocimiento de Su autoridad divina absoluta, de Su señorío sobre todas las cosas, incluso sobre las categorías raciales y culturales. Ella comienza siguiéndole, una postura de súplica a distancia. Al final, se arrodilla ante Él, una postura de adoración y sumisión total. Se ve un progreso innegable en su fe, una madurez espiritual forjada en el crisol de la adversidad. Esto era importante resaltarlo, porque nos deja la enseñanza ineludible de que entre más obstáculos tengamos a nuestra fe, entre más pruebas enfrentemos, entre más densas sean las tinieblas que nos rodeen, más debemos crecer en ella. Cada dificultad es una oportunidad, cada "no" aparente un escalón, cada silencio una invitación a profundizar.
La historia de la mujer cananea, en su sencillez y su poder, nos enseña una verdad fundamental para nuestro caminar cristiano: la perseverancia en la oración no es una opción, sino una necesidad vital. Es la clave para desatar el poder de Dios en nuestras vidas. Nos enseña a persistir frente al silencio de Dios, a no desmayar ante la oposición de otros, a no rendirnos frente a las pruebas de fe que parecen desalentadoras. Nuestra fe no se estanca en la comodidad; crece, se fortalece y se purifica superando obstáculos, confiando en Jesús no solo como el Mesías prometido, sino como el Señor absoluto, el Dueño de todo, el que tiene la última palabra. Es en esa perseverancia, en esa fe que no se rinde, donde el milagro se hace posible, donde la voluntad de Dios se manifiesta, y donde Su nombre es glorificado. Que su ejemplo nos impulse a no cejar, a no desmayar, a seguir clamando hasta que la respuesta llegue, hasta que la bendición se derrame, hasta que el Señor diga: "¡Grande es tu fe!"
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