Tema: Discipulado. Titulo: El E.S. y la llenura. Texto: Efesios 5:18. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz
I. ES COMO ESTAR EMBRIAGADOS (Ver 18a)
II. ES UN MANDATO (Ver 18c)
III. ES UNA EXPERIENCIA CONTINUA (Ver 18c).
VI. ES ALGO QUE SE PERMITE (Ver 18c)
¿Ha saboreado alguna vez la plenitud de un banquete, la satisfacción que inunda el cuerpo después de haber recibido una provisión más que suficiente? Es una sensación de calma, de bienestar, un gozo que emana del interior hacia la piel y el alma. Sin embargo, esta plenitud, por más deleitosa que sea, es fugaz; se desvanece con las horas, dejando un vacío que el hambre volverá a llenar. Pero hay una plenitud de otra naturaleza, una que no se mide en porciones ni en calorías, una que no caduca ni se disipa con el tiempo. El Creador del cosmos, el Arquitecto de los cielos y de la tierra, anhela llenar nuestro ser de algo mucho más sublime y duradero que la comida. Él nos quiere colmar de su Espíritu Santo. Al ser inundados por Él, no solo hallamos una paz momentánea, sino que nuestra vida entera se transforma. Adquirimos una santidad para el diario vivir que parece inaccesible, un poder para el servicio que no es nuestro, una fuerza en la oración que rompe los cielos y una autoridad en el ministerio de la Palabra que no puede ser acallada. Nos convertimos, no por nuestro propio mérito sino por Su gracia, en hijos de Dios más eficaces, más eficientes, más vivos. Y en un versículo tan breve como un suspiro, el apóstol Pablo nos revela el secreto de este río viviente.
El texto de Efesios nos presenta una comparación que, a primera vista, podría sonar profana, pero que en su profundidad encierra una verdad deslumbrante. El apóstol traza una línea entre la embriaguez del vino y la plenitud del Espíritu. Cuando una persona se entrega al alcohol, se nota. Su caminar se vuelve incierto, sus palabras se enredan, sus movimientos pierden la gracia. Es, en esencia, una persona controlada por una sustancia. Su voluntad se somete a un líquido fermentado, y en esa sumisión, su personalidad se desdibuja, sus inhibiciones se desvanecen. Decimos que está "fuera de sí", porque el control de su vida ha sido usurpado por una fuerza externa.
De la misma manera, estar lleno del Espíritu Santo es estar bajo Su control. Es una rendición, una entrega total y consciente de nuestra voluntad a la Suya. No es una pérdida de nuestra esencia, sino la liberación de nuestro verdadero yo, que fue creado para vivir en perfecta sintonía con su Hacedor. Cuando un creyente está lleno del Espíritu, su vida se convierte en un testimonio andante. Sus palabras son distintas, llenas de gracia y de verdad; sus actitudes son las de Cristo, su semblante se ilumina con una paz que sobrepasa todo entendimiento, y sus acciones llevan el sello del poder celestial. Ya no es el mismo ser mundano y común; es una vasija controlada y guiada por la esencia misma de Dios. Su vida se vuelve una sinfonía, cada nota, cada acorde, tocado por el Divino Conductor. Esta plenitud no es para el disfrute egoísta, sino para el servicio y la glorificación del Reino. Es la manifestación visible del cielo en la tierra.
Y no piense usted, amado hermano, que esta llenura es una opción, un dulce postre que podemos elegir o no. Si lee con la atención de un explorador que busca un tesoro, notará que la frase “¡sed llenos del Espíritu!” está en modo imperativo. Es una orden, un mandato que resuena con la autoridad del Altísimo. No es una sugerencia piadosa, no es una invitación casual. Es un comando. A un soldado no se le pide que se aliste, se le ordena. A un navegante no se le sugiere que siga el mapa, se le exige. De la misma manera, al creyente no se le da la opción de buscar o no esta llenura; se le ordena que la reciba. Esto le da una seriedad que no podemos soslayar. Ser lleno del Espíritu es tan vital para la vida cristiana como respirar lo es para la vida biológica.
Es interesante notar que el día de Pentecostés, ese momento de la historia donde el velo entre el cielo y la tierra se rasgó de una forma nueva, no fue un evento espontáneo ni un accidente. Los 120 que estaban en el aposento alto en Jerusalén no estaban allí por casualidad. Ellos estaban obedeciendo una orden explícita de Jesús, una orden registrada en los Hechos de los Apóstoles: "no os vayáis de Jerusalén, sino esperad la promesa del Padre, la cual oísteis de mí... seréis bautizados con el Espíritu Santo". La llenura vino como la respuesta divina a la obediencia humana. Ellos no solo obedecieron un mandato, sino que lo hicieron en el lugar y en el tiempo que les había sido indicado. Su espera no fue pasiva; fue un acto de fe, una postura de preparación para lo que vendría. Y cuando el sonido de un viento recio llenó la casa y las lenguas de fuego se posaron sobre cada uno, ellos fueron llenados del Espíritu. Esa fue la recompensa a un mandato cumplido con obediencia.
Y ahora llegamos a una verdad que desmantela muchos de los mitos que rodean este tema. La llenura no es una experiencia única, un evento del pasado del cual vivimos de los recuerdos. El verbo en griego, en su conjugación, implica una acción continua, un estado perpetuo de ser. Se podría traducir con una belleza asombrosa como: “sean siendo llenados constantemente”. El verbo es un río que fluye sin cesar, no un lago estancado. Las traducciones modernas capturan esta verdad: “sigan llenándose de espíritu” o “dejaos llenar del Espíritu”. Esta es una diferencia crucial entre dos conceptos bíblicos que a menudo se confunden. Pablo nos enseña en otras partes de su epístola que todos los creyentes son sellados con el Espíritu en el momento de la conversión, un sello indeleble que garantiza nuestra salvación. El sellamiento es algo que sucede una sola vez, un acto de Dios en el instante de nuestra fe.
Pero la llenura del Espíritu no es un sello, sino un fluir. La Biblia atestigua que es una experiencia que puede suceder múltiples veces en la vida de un creyente. Pedro, ese pescador valiente e impetuoso, nos da el ejemplo más claro. Él fue lleno del Espíritu en el día de Pentecostés, en ese torrente de fuego y poder que llenó el aposento alto. Pero, poco después, cuando se encontraba frente al Sanedrín, los mismos líderes que habían condenado a su maestro, nos dice el libro de los Hechos que él, "habiendo sido lleno del Espíritu Santo, les dijo". Fue una nueva llenura, un nuevo torrente de valentía y sabiduría para enfrentar la situación específica. Y no solo Pedro; más tarde, la congregación en general fue llena del Espíritu Santo una y otra vez, a medida que la necesidad y el desafío lo requerían. El mismo apóstol Pablo, ese gigante de la fe, nos da su testimonio. Él fue lleno del Espíritu al inicio de su ministerio, después de que Ananías le impusiera las manos. Sin embargo, en Hechos 13, cuando se enfrenta a un hombre lleno de engaño, el texto vuelve a decir: "Saulo (el que también es Pablo), lleno del Espíritu Santo, fijando en él la mirada". Fue una nueva llenura, un nuevo depósito de poder para la ocasión.
Y por si fuera poco, los creyentes en Antioquía de Pisidia, aquellos que habían recibido el evangelio con un gozo inmenso, vivían en un estado continuo de esta plenitud. Nos dice el libro de los Hechos que "los discípulos estaban continuamente llenos de gozo y del Espíritu Santo". Esta es la vida cristiana en su forma más pura y poderosa: un estado constante de ser colmado, de ser saturado por la presencia de Dios. La llenura del Espíritu, por lo tanto, no es una experiencia para el recuerdo, sino una necesidad diaria, una fuente que debe ser buscada continuamente por el creyente. Y la buena noticia es que la posibilidad de recibirla una y otra vez está siempre abierta. Es como un pozo que nunca se seca. Podemos volver a él cada mañana para saciar nuestra sed y llenarnos para el día que tenemos por delante.
La llenura del Espíritu no es un evento mágico, sino una bendición que se permite. Algunas traducciones de la Biblia lo expresan con una claridad asombrosa: “dejaos llenar del Espíritu”. Estas palabras nos revelan que nuestra voluntad juega un papel crucial. La llenura es algo que dejamos que ocurra, algo que permitimos que suceda en nuestro ser. Esto implica que debemos crear las condiciones necesarias en nuestra vida para que el Espíritu de Dios pueda fluir sin obstáculos.
Y estas condiciones, amado hermano, se relacionan con tres pilares fundamentales de nuestra fe. El primero es la fe. Creer en la promesa de Dios, creer que Él anhela llenarnos, que nos ha dado el poder para pedirlo y que está dispuesto a derramar Su Espíritu sobre nosotros. El segundo pilar es la oración. La oración es la llave que abre los cielos. Es en la intimidad de la comunión, en el diálogo sincero con el Padre, que preparamos el terreno de nuestro corazón. Es en la oración que le decimos a Dios que estamos listos para rendirnos, que anhelamos ser Suyos, que nada más en el mundo nos satisface. Y el tercer pilar, quizás el más difícil, es el pecado. El pecado es el dique que detiene el fluir del Espíritu. Es la barrera que levantamos con nuestra desobediencia, la opacidad que le impide a la luz entrar. Si queremos ser llenos del Espíritu, debemos estar dispuestos a confesar, a arrepentirnos y a abandonar todo lo que se interpone entre nosotros y el corazón de Dios. Es un acto de fe, de oración y de purificación.
Al final de todo, la vida es una vasija que siempre está llena de algo. Algunas personas están llenas de amargura, su alma envenenada por los rencores y las decepciones. Otras están llenas de tristeza, una niebla que no les permite ver la luz de la esperanza. Algunas, como el texto de Pablo nos advierte, están llenas de alcohol o de las drogas, buscando en una sustancia un escape que solo les da una esclavitud más profunda. Y otras, en su búsqueda insaciable de un gozo que no dura, se llenan del sexo o de la fama o del poder. La pregunta, por lo tanto, no es si usted está lleno de algo. La pregunta fundamental es: ¿de qué está usted lleno?
La llenura del Espíritu es la alternativa divina, la única plenitud que no deja vacío, la única paz que no se desvanece, el único poder que no corrompe. Es mejor estar lleno de Él que de cualquier otra cosa en el mundo. El llamado de Pablo no es una sugerencia, sino un grito de amor: "Sé lleno del Espíritu". Es un llamado a una vida de plenitud, una vida que glorifica a Dios, una vida que se atreve a vivir en el poder de Su presencia. Y en esa plenura, encontramos el verdadero propósito de nuestra existencia.
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