Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz
II. MENTIRLE AL ESPÍRITU SANTO
A. En Hechos 4:34 al 5:11, tenemos la historia de Ananías y Safira mintiéndole al Espíritu Santo. Su pecado no era sustraer parte del dinero, sino el fingir haber dado todo para recibir el honor por un sacrificio que no hicieron. Ananías y Safira son los padres de todos aquellos que buscan alabanza por una consagración que no poseen.
B. Traer tal engaño a la iglesia es pecar contra el Espíritu Santo. Tratar de engañar a la iglesia es intentar engañar al Espíritu quien es el administrador omnisciente de la asamblea. Los hombres se olvidan de que el no tomar en serio la iglesia de Dios significa el no tomar en serio a Dios. Al llevar a cabo su pecado, Ananías y Safira tentaron a Dios (Hechos 5:9) y su destino llegó a ser una advertencia a aquellos que siguen sus pasos.
El desierto de la existencia, vasto y enigmático, se extiende ante el alma del creyente, un tapiz de promesas y de trampas. La semana pretérita, mis hermanos de peregrinaje, nos detuvimos en la orilla de un manantial vivificante: la incesante llenura del Espíritu Santo. Dijimos, entonces, que para que este torrente de vida fluya sin cesar en nosotros, es menester despojarse de las pesadas vestiduras del pecado, confrontarlo, desterrarlo de nuestro santuario interior. Mas la senda no es sencilla, y los enemigos se camuflan. Hoy, con la lámpara de la Escritura en mano, iluminaremos los recovecos donde anidan esas sombras, los pecados que, como aves rapaces, acechan para herir al Espíritu que mora en nosotros. Es una exploración de las dolencias del alma, un viaje al corazón de la fidelidad.
Pensad en Esteban, ese mártir primigenio, cuya voz, iluminada por el Espíritu, resonó ante el Sanedrín. Su condena, lanzada como una piedra sagrada contra la dureza de corazones, no fue por herejía, sino por una obstinación ancestral: "¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros" (Hechos 7:51). ¿Cómo se urdió tal resistencia? Persiguiendo a los profetas, esos mensajeros de lo Alto, aquellos cuyas palabras eran el aliento mismo de Dios. Desobedeciéndolos, no una vez en un error de la carne, sino persistentemente, con una voluntad de hierro forjada en la rebeldía.
Es en ese eco milenario donde hallamos nuestra propia tentación. Nosotros, los que nos decimos creyentes, los que levantamos la Biblia como estandarte, ¿cuántas veces no tejemos nuestra propia resistencia? Se resiste al Espíritu Santo cuando, ante la Palabra de Dios, que es faro y es brújula, nos alzamos en rebeldía. No con un grito abierto, quizás, sino con la desobediencia sorda, con la postergación eterna del "haré mañana", con el desprecio velado de los mandatos que incomodan. La voz del Espíritu, esa voz que susurra en la conciencia, que ilumina la página escrita, que nos impulsa a la justicia y a la misericordia, encuentra en nosotros una fortaleza erigida con ladrillos de justificación propia, de miedo al cambio, de apego a la comodidad. Queremos oír lo que nos halaga, lo que confirma nuestras pequeñas certezas, mas cerramos los oídos a la Verdad que nos confronta, a la que exige un sacrificio, una renuncia. Así, con la obstinación de los antiguos, sofocamos el eco divino, construyendo muros invisibles que impiden el paso de Su gracia transformadora. La resistencia es una negación lenta, un no que se repite hasta que el alma se vuelve sorda.
El relato de Ananías y Safira, en Hechos 4:34 al 5:11, no es una mera anécdota, sino una advertencia cincelada con la dureza de la piedra. Su pecado no fue la retención de una porción del dinero, una falta menor en la economía del alma. Su transgresión fue la mentira, la hipocresía, el fingimiento de haber entregado la totalidad para cosechar el honor y la alabanza por un sacrificio que, en verdad, no habían hecho. Se erigieron como padres espirituales, los arquetipos de todos aquellos que buscan la aclamación, el aplauso fácil, la vanagloria, por una consagración que solo existe en la fachada, en el teatro de la piedad.
Esta mentira, traída al seno de la comunidad, al cuerpo de la iglesia, es un pecado de una gravedad abismal contra el Espíritu Santo. Porque intentar engañar a la iglesia, el Cuerpo de Cristo en la tierra, el templo vivo, es intentar engañar al Espíritu mismo, quien es el administrador omnisciente de la asamblea, el que conoce los corazones y los motivos ocultos. Los hombres, en su soberbia y en su miopía, olvidan que el no tomar en serio la iglesia de Dios, el manipularla, el usarla como escenario para la propia vanidad, significa, en su esencia más cruda, el no tomar en serio a Dios mismo. Ananías y Safira, al llevar a cabo su engaño, no solo mintieron a los apóstoles, sino que "tentaron" a Dios (Hechos 5:9). Su destino, fulminante y aleccionador, se alza como una advertencia perpetua a aquellos que, en cualquier época o latitud, osen seguir sus pasos, buscando honores terrenales con moneda falsa. La mentira al Espíritu no es solo una falsedad; es una profanación del sagrado espacio de la fe.
El apóstol Pablo, con la delicadeza de un pastor que advierte a su rebaño del frío inclemente, exhorta en 1 Tesalonicenses 5:19: "No apaguéis el Espíritu." Apagar, esa palabra que evoca el soplo que extingue una llama, la mano que suprime, que sofoca el fuego. Y el fuego, desde el Sinaí hasta Pentecostés, es el símbolo por excelencia del Espíritu Santo. Una persona, en su cotidianidad, en su distracción, puede, consciente o inconscientemente, apagar ese fuego vital en su propia existencia. Por eso, el mismo Pablo, con la urgencia de quien ve un don en riesgo de languidecer, insta a Timoteo a no descuidar su don (1 Timoteo 4:14) y, más adelante, a "avivar el fuego del don de Dios que está en ti" (2 Timoteo 1:6).
¿Cómo se apaga ese fuego, cómo se reduce a brasas moribundas el ardor del Espíritu? Se apaga, hermanos, cuando se deja la comunión íntima con Dios, cuando se abandona el devocional diario, ese encuentro silencioso con lo Eterno. Se apaga cuando la relación con la Biblia, esa fuente de luz y verdad, se convierte en un ritual vacío o en un libro olvidado. Se apaga cuando el ayuno, esa disciplina que doblega la carne, y la oración, ese diálogo del alma con su Creador, se convierten en meros recuerdos o en tareas pospuestas. Y se apaga, quizás de la manera más dolorosa, cuando los dones que Dios ha derramado en nosotros, esas capacidades únicas para servir a Su propósito, se quedan empolvados, sin usar, enterrados bajo el miedo, la pereza o la indiferencia. El fuego también languidece cuando abandonamos la pasión primera por Dios, ese primer amor que nos impulsó a seguirle, a servirle, a entregarle nuestra vida. Apagar el Espíritu es condenarse a vivir en la penumbra, a ser una luz bajo el almud, incapaz de iluminar el propio camino o el de los demás.
Y hay un pecado más sutil, quizás el que más duele al Corazón de Aquel que mora en nosotros: Contristar al Espíritu. Efesios 4:30 nos advierte: "Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención." Contristar, esa palabra que evoca una aflicción profunda, una tristeza que cala hasta los huesos, un dolor infligido al Consolador mismo. ¿Cómo, entonces, podríamos causar tal pena a la Presencia divina que nos habita? El contexto de esta expresión, esa red de mandatos y exhortaciones que teje Pablo en Efesios 4, nos da la respuesta.
El Espíritu Santo se contrista a través de las manifestaciones de nuestra carne impura, de nuestras palabras y actitudes que son veneno para el alma. Se aflige por el "habla corrompida" (Efesios 4:29), esas palabras malsanas, vulgares, chismosas, hirientes que brotan de nuestras bocas como aguas negras. Se entristece por la "amargura", ese rencor petrificado que envenena el espíritu. Por el "enojo" descontrolado, por la "ira" que nos consume, por la "gritería" que rompe la paz, por la "maledicencia" que destruye reputaciones. En términos generales, toda "maldad" que practicamos, todo acto contrario al amor, a la verdad, a la santidad, es una punzada en el corazón del Espíritu.
Pero hay una verdad consoladora en esta dolorosa realidad. El Espíritu Santo, a diferencia de los tiempos antiguos, no abandona al creyente en el Nuevo Pacto. Juan 14:16 lo proclama con voz clara: "Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre." Ya no es como en el Antiguo Testamento, donde el Espíritu venía y se retiraba, como un huésped que visita y parte, según la obediencia o desobediencia de los hombres, como ocurrió con David en el Salmo 51:11, quien rogaba "no quites de mí tu Santo Espíritu." En el Nuevo Testamento, la promesa del Espíritu es permanente para el creyente, un sello indeleble, una morada fija, aun cuando el alma, en su imperfección humana, siga tropezando y pecando. El Espíritu se aflige, sí, pero no se retira, no nos abandona a nuestra propia miseria. Su aflicción es, paradójicamente, una muestra de Su amor incondicional, una señal de Su presencia que anhela nuestra santidad y nuestra plenitud.
Así pues, hermanos de camino, para que la llenura constante del Espíritu Santo sea nuestra realidad, para que ese manantial no se seque y esa llama no se apague, necesitamos cultivar una actitud de arrepentimiento diario. No un acto esporádico de contrición, sino una disciplina constante, un examen diario del corazón. El creyente, en su peregrinaje, debe:
Examinarse con la luz implacable de la Palabra, desnudando cada rincón oscuro del alma. Confesar sus pecados con humildad y honestidad, sin adornos ni justificaciones, llamando al mal por su nombre. Forjar un firme propósito de enmienda, una resolución inquebrantable de apartarse del error y de seguir la senda de la justicia. Y clamar la llenura del Espíritu Santo con una sed insaciable, con una súplica que eleve el alma por encima de la aridez, invitando al Consolador a habitar plenamente, a sanar, a transformar, a encender de nuevo la pasión. Solo así, despojados de la resistencia, de la mentira y de la negligencia, podremos ser vasos limpios para Su gloria, faros encendidos en el desierto del mundo.
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